Hace menos de un mes el Renoir Cuatro
Caminos, uno de los cines en versión original más emblemáticos de
Madrid, cerraba sus salas con un sobrio anuncio que se venía mascando
desde hacía tiempo. Muchos hemos ido a ese cine, en sesiones de tarde,
noche y madrugada, y muchos hemos disfrutado como enanos de todo tipo de
películas que marcaron nuestra adolescencia y nuestra juventud, lo que
podía apuntar a una nostálgica movilización para al menos despedir las
salas como se merecían. No fue así: dos días después del cierre, un
periódico publicaba un reportaje fotográfico centrado en aquel último
día, concretamente en el último pase, y cifraba la asistencia en unas
pocas decenas de personas, no más.
El hecho es bastante sintomático: no solo el cierre sino la apatía
absoluta ante el cierre, que me incluye a mí también porque no recuerdo
qué hice esa noche pero seguramente me quedaría con mi mujer viendo algo
en la tele o leyendo algún artículo en Internet. Puede que cosas
peores. El problema tiene muchas caras y responsables y matices que
habría que atender, pero al final si el cine en España se hunde —y no
digo el cine español sino el cine, en general- es simplemente porque la
gente no va a las salas. No va cuando la entrada cuesta 9 euros, no va
cuando hay planes de fidelización que dejan la entrada a 5 y no va
cuando salen promociones desesperadas de dos por uno o de tres euros por
entrada.
Lo fácil es echarle la culpa a Montoro. Digo que es fácil porque
además él lo pone sencillísimo con ese desprecio con el que habla
siempre de la cultura, como si fuera Millán Astray en una conferencia de
Unamuno. Montoro es un indocumentado, que diría aquél, que no sabe lo
que dice cuando habla del cine en España y eso es grave porque es el
encargado de gestionar el dinero en este país —un saludo para el señor
De Guindos y si alguien le ve por algún lado, que avise- así que si todo
lo hace con esa agudeza estamos apañados.
Por supuesto, el aumento del IVA ha supuesto la puntilla para una
industria que ya agonizaba de mucho antes y que no ha encontrado métodos
para revitalizarse igual que pasó en su momento con la música y pasará
dentro de nada con la edición. El problema no es de calidad, como dice
nuestro ministro, porque las películas españolas a veces son muy malas y
a veces son muy buenas y a veces aburren y otras, apasionan, es decir,
como cualquier película en cualquier lugar del mundo. El hecho de que
los mismos que hacen películas de cine sean los que hacen series de
televisión y esas series triunfen con cierta frecuencia ya da idea de
que no es un problema de falta de talento. El talento está ahí, son los
espectadores los que fluctúan.
La bestia negra del cine —y no solo del cine- es Internet. Y no estoy
hablando de la piratería, que es un debate que está ahí y que tiene su
importancia, sino de la propia existencia de Internet y de cómo eso ha
cambiado nuestras vidas, ofreciéndonos muchos más contenidos de ocio de
los que podríamos asimilar en varios siglos. Internet ha arrasado porque
prácticamente todo está ahí de manera legal o ilegal. La oferta es
exagerada y demasiado potente como para que se pueda competir en
condiciones dignas. Además, los contenidos, en su mayoría, son
gratuitos... y no nos engañemos, la comodidad del salón, el escritorio,
la soledad del hogar son factores a tener en cuenta para mucha gente.
Eso se une a otra circunstancia puramente española: la incapacidad de
hacer cosas en solitario. Sí, hay gente que va sola al cine. Yo voy
solo al cine y me encanta, por ejemplo, pero lo cierto es que
normalmente el cine —que es una actividad solitaria, por mucho que
derive luego en la típica cena con coloquio- se vive en España como una
experiencia grupal. El típico “quedar para ir al cine”. Por razones que
desconozco, esto está perdiéndose. El solitario se queda viendo series o
navegando con su ordenador y el grupal, especialmente entre los
jóvenes, prefiere hacer cualquier otra cosa... salvo que en salas haya
una película de sus ídolos de televisión, un “fenómeno fan” que, salvo
excepciones y mal que bien, sigue funcionando.
En definitiva, la caída del cine, la caída del valor de la cultura
hasta algo prácticamente molesto, es consecuencia de una sociedad mucho
más banal, no ya en su totalidad, sino desde luego en sus elites y sus
clases medias, que se han vuelto marcadamente perezosas. Ir al cine no
es una obligación moral y ese es un error en el que cae a menudo la
industria, lo que la hace particularmente antipática a ojos de
demasiados clientes potenciales: ese empeño en que el cine es necesario,
debe estudiarse, debe patrocinarse y es una actividad digna y moral que
redime a la sociedad de su estulticia.
No, no es nada de eso. Pero es divertido y estimulante. Una sociedad
con una buena industria de cine puede no ser indispensable pero desde
luego es preferible. Montoros aparte, la solución está en nosotros. En
mí y en los que me estén leyendo. No tiene que suponer una obligación
sino un pasatiempo. Dejen el ordenador y vayan a ver si echan algo que
les guste en algún lado. Tiene que haberlo. Si lo encuentran y lo pueden
pagar vayan antes de que llegue el derrumbamiento final.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial dentro de la sección "La zona sucia"