Los límites del humor. La dimisión del concejal Zapata y su posterior imputación no tienen nada que ver con los límites del humor. Es todo un debate absurdo producto de un país y una prensa muy pobre y muy partidista. Lo podría resumir así, a riesgo de equivocarme: el humor no tiene límites, pero la política sí. Yo defiendo el derecho de Zapata o de quien sea a hacer bromas con Irene Villa o los ceniceros de Auschwitz sin que venga nadie a pegarle dos tiros y cortarle la cabeza. Eso es el "Je suis Charlie": no tiene por qué hacerme gracia tu humor para defender tu derecho a expresarlo sin que te maten.
Confundir eso con la representación política es otra cosa. Zapata o quien sea puede hacer sus bromas y es estúpido que venga un fiscal a rastrear su cuenta de Twitter. Otra cosa es que deba representar a quien se ha sentido ofendido por sus comentarios, independientemente de que a Irene Villa le hagan gracia. Zapata tenía que pedir perdón por esos comentarios, explicar su contexto y darse cuenta inmediatamente de que con ese comienzo no tenía sentido mantenerse el cargo.
Exactamente lo que hizo.
Y está tan claro que hizo lo que debía que todo lo que ha venido después, esta persecución ridícula, este ensañamiento, esta crueldad constante por parte de la derecha mediática una vez la presa ya ha caído, solo retrata a quien la ejerce. En un documental sobre el porno que vi hace años, uno de los actores decía: "Tienes que tener claro que una vez que entras en esta industria ya no vas a poder ser juez del Tribunal Supremo ni candidato a Gobernador de un estado". Si eso es justo o no, podemos discutirlo durante años. Yo diría que no lo es, pero lo que yo diga no importa nada. Lo cierto es que Twitter es el nuevo porno, la nueva molestia de los burgueses. Lo cierto es que hubo ofendidos y dar ejemplo consiste en entender la ofensa, retirarla y echarse a un lado.
Insistir en el escándalo, como bien decía Juan Soto Ivars el otro día, es una forma parecida al totalitarismo.
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Le digo al niño: "Todavía es un bebote". Se llama Aarón y ha dejado a su hermano de lado en el parque que queda junto a la playa de La Fontanilla, en Conil, para abrazar y besar al Niño Bonito. Tiene unos seis años y su ídolo es Cristiano Ronaldo. Acaricia a Álvaro como si fuera su propio hijo, alguien a quien cuidar. Pasar de ser cuidado a cuidar es de las cosas más bonitas de la infancia. El problema es que el niño no sabe lo que significa "bebote" y yo, muy tranquilamente, tumbado en la hierba, le explico: "un bebote es un bebé pequeño, como un bebito" y no sé si Aarón lo entiende pero no pregunta más y así pasa la mañana en la costa de Cádiz, calor extremo, columpios sobre algo parecido a corcho negro.
Es uno de los últimos días de nuestras vacaciones. Una pena, ahora que hemos conseguido el equilibrio entre nuestras expectativas y la realidad. Parque por la mañana, comida, siesta y un poco de playa por la tarde, cuando el sol baja, el niño en su bañador azul ceñido, aires de surfista con inicios de pelo rizado, alborotado, chapoteando en los charcos que deja la marea baja o directamente comiéndose las olas horrorizado cuando el agua sube. Por lo demás, de vacaciones ha habido muy poco. Sobreponerse es todo. Los días de una cierta tranquilidad, de dejar que el Aarón o la niña vasca de turno se dediquen a cuidar y no a ser cuidados, quedan aún un poco lejos.
Pero llegarán. La Chica Diploma y yo nos miramos agotados, algo culpables, y repetimos juntos: "Llegarán", como si viviéramos en una canción de OK Go!
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Cumple 32 años y decido regalarle dos entradas para ver a Miguel Bosé en Las Ventas. Los precios son descomunales, pero supongo que le hace ilusión, que hace mucho tiempo que no le ve en directo y al fin y al cabo no es un cantante que a mí me disguste especialmente. Llegamos con tiempo pero hay cola, una cola enorme en la entrada de la Plaza de Toros que se prolonga después cuando queremos entrar en nuestro tendido. De repente, empieza la confusión: gente acalorada que sale pitando de dentro cuando lo lógico es el camino inverso, algunos gritos, murmullos inquietantes.sonido de un concierto que empieza a lo lejos...
Luego, ya, directamente, el caos. No hay sitios libres, entradas duplicadas, aglomeraciones en los accesos y un tendido habilitado casi perpendicular al escenario donde el artista hace como si nada, como si todo fuera normal, en una leturgia extraña, lenta, sin vida. No hemos pagado 64 euros por no ver un concierto, pero protestar es inútil. Nadie sabe nada. Nadie tiene la culpa. Si la música en vivo está agonizando es por esta manía de tratar al público como ganado, como chavalines que quieren entrar en una discoteca en zapatillas.
Mayor ganancia en menor tiempo posible. Empresariado español.