La Chica Diploma habla de no volver. Es un tema recurrente en todo regreso de vacaciones incluso cuando las vacaciones han durado solo dos días. Quiere quedarse mientras yo hojeo El Mundo en busca de cotilleos y me paro en un artículo sobre el hijo de Stalin. No contesto porque estoy nervioso. Sonrío, eso sí, que es mi manera de decir "estoy ahí" pero no contesto. De un tiempo a esta parte, volar me da miedo, o, más bien, despegar me da miedo. Sé que suena extraño pero es así: tengo verdadero pánico a cómo reaccionará mi cuerpo cuando el avión despegue, ese momento en que la cabeza se echa hacia atrás, el corazón se te sube a la garganta, el estómago al corazón y así sucesivamente...
El horror dura dos segundos. Son solo dos segundos de sensación de que vas a perder el control. Si lo cuentas no es nada. Uno. Dos. Luego ya mi confianza en el piloto es ciega: no temo turbulencias, colisiones ni motores ardiendo. Ayer, un niño pequeño aseguraba, aún en pista, que había un monstruo sobre una de las alas, que podía ver su sombra. ¿Desde cuándo los niños nacidos en 2005, 2006 tienen recuerdos de "The Twilight Zone" o "La Hora de Alfred Hitchcock"? No, mis miedos no son ajenos, no son los de un niño de cinco años sino los de un señor de 70. Son miedos a la reacción del propio cuerpo, a un desmayo, un infarto... Miedos de un hipocondríaco.
Aeropuerto de Jerez. Aquí empezó todo y aquí tiene que acabar todo. Llegada de viernes por la tarde, coche hasta Cádiz, tarde paseando junto al mar contra un viento impresionante, paseo por el centro de la ciudad, con sus tiendas viejas y sus tiendas nuevas, esa mezcla tan de pueblo español convertido en capital de provincia. Monumentos a Constituciones. En el bar donde cenamos nos ponen un medley de los Beatles, un bucle sin fin que incluye "All you need is love" y "Here comes the sun". Albóndigas y patatas bravas, como si aquello fuera Prosperidad o la Calle Churruca.
Una enorme habitación de hotel que dejar a la mañana siguiente, coche rumbo a Conil, luego a El Palmar, luego a Vejer, parada en Los Caños para observar un mar sin playa y una sucesión de locales hippies cerrados en febrero. A la Chica Diploma le da un poco de pena que esté todo vacío, frío y con un punto desangelado. A mí me encanta porque me da un aire al otoño de "Muerte en Venecia", al otoño de "El Tercer Reich", la fascinación por los lugares fuera de temporada que se completa en Zahara de los Atunes, con su hotel El Sol y sus cuatro estrellas esperando aún una semana más para abrir sus puertas.
Nos prometieron viento y lluvia, ¿y qué tenemos este sábado por la tarde? Algo parecido al calor, sol por todas partes, reflejos en las olas de un mar muy cabreado, un mar de pateras volcadas. Desde Zahara hacemos el viaje más largo, el que nos lleva a Arcos de la Frontera, un pueblo bonito pero extraño y difícil de manejar para el urbanita porque por sus calles no caben los coches pero ellos se empeñan en decir que sí y los chavales bajan con sus motos a toda velocidad, desafiando al destino. Nuestro hotel es una casa rural casi en lo más alto de una cuesta empinadísima. Yo pienso en etapas de Vueltas a España, ella piensa en descansar, ver la tele y dormir y eso es exactamente lo que hace mientras le mato uno a uno los mosquitos para que no la acribillen por las noches.
Una chica dulce, eso es lo que es.
Por la mañana, efectivamente, los daños son casi inapreciables y nos liamos a comer distintas tortillas en distintos lugares: un bar en mitad de una cuesta, un mirador en lo alto del pueblo, cortesía del Parador Nacional. Los domingos de viaje son tristes porque son días de despedida. Yo aspiro a una vida en la que pueda desafiar al domingo y vencerlo (
Jakob wrestled the angel and the angel was overcome) pero eso aún no me ha sido dado. Volvemos a Jerez, volvemos al periódico, la terraza, las albóndigas y las patatas bravas, los cantaores callejeros de flamenco y boleros. Luego, lo previsible: apurar cada segundo antes de llegar al aeropuerto, facturar, pasar controles, enseñar pasaportes, verse arrastrado por una marea de jubilados alemanes, luego verse arrastrado por una marea de adolescentes británicos.
Así hasta el momento en el que estamos en el bar de la terminal y la Chica Diploma insiste en quedarse y yo no le hago caso porque tengo miedo, vale, pero también porque sé que algún día lo haré y que si elijo justo ese momento a ella la meto en un lío enorme. Sé que algún día diré "no vuelvo" y me quedaré allá donde esté y confío en que ella se quede conmigo y nuestros sueños se hagan realidad o sean un puto desastre pero al menos sean algo. Coger las maletas de nuevo, salirse de la terminal con una sonrisa enorme, coger el tren y pillar un hotel en cualquier lado hasta que llegue la pobreza. Sentirse vivo. Muy vivo. Entonces, quizás, volver a Los Caños y hacer pulseras. No sé, no creo que sea tan complicado: un escritor y una fisioterapeuta pueden asentarse en cualquier sitio.
Solo tienen que creérselo.