La Chica Diploma, con su bebé de siete meses dentro del útero, un bebé de 36 centímetros ya y más de un kilo y medio, se despierta lentamente en el sofá y pide que le ayude a levantarse. Ella dice que está gorda pero yo creo que está preciosa porque es de esas chicas que por mucho que se empeñe siempre va a ser una belleza. Sus movimientos son algo torpes, por el embarazo y por el propio sueño, y yo tampoco acierto del todo a saber qué necesita, a colocarme de la manera correcta, así que ella me agarra la mano esperando algo y ese algo no acaba de llegar.
Entonces, en un movimiento innecesario, cuando ya por fin se ha incorporado y está lista para ponerse en pie e irse a la cama, que es lo que haría cualquier persona de bien a estas horas, yo me pongo a una distancia y coloco los brazos como si fuera a caer sobre mí, para sujetarla. El movimiento, ya digo, no viene a cuento, pero sale de manera instintiva y por un momento pienso que es el mismo gesto que utilizaba con mi padre, cuando a mi padre le empezaron a fallar las piernas y había que acompañarle para ir al baño o para llevarle del sofá al sillón o a la cama.
Luego recuerdo que no, que el origen del movimiento no está ahí, no está en el año pasado, sino en 2007, cuando mi abuela intentaba levantarse y por si acaso yo la cogía casi en vilo poniendo los brazos bajo sus axilas, en aquella residencia con continuo olor a lejía, para dejarla poco a poco, pasos muy cortos, pies arrastrados, en posición de poder sentarla en la silla de ruedas y luego sacarla a pasear por el pasillo, todo lo que vio en sus últimos días, mientras sus compañeras de piso perdían el tinte y la demencia asolaba las tardes.
Así que la Chica Diploma, esa bendición inesperada llamada la Chica Diploma, grita desde su cama -nuestra cama- "Te quiero, Gui" y Gui lo que piensa es que ha pasado por demasiado, que probablemente mucha gente ha pasado por lo mismo o peor, pero qué más le da a él, si esto no es una competición de miserias, y se sienta al ordenador para escribir sobre presentaciones y libros y entusiasmo pero no puede porque el entusiasmo no está ahí, porque alrededor las preocupaciones simplemente desbordan, porque la sensación es que nadie se está dando cuenta -quizá, cómo no, la Chica Diploma- y que quizás el verdadero miedo es que Alvarito tenga un padre incapaz, un padre roto, un padre atiborrado de antidepresivos mientras la rueda gira, aunque, pensándolo de nuevo, puede que eso no sea tan malo, porque un padre incapaz, un padre roto, un padre atiborrado de antidepresivos y rodeado de miserias es un padre cuyo único sentido probablemente sea ese, es decir, ser padre. Las 24 horas del día. Los siete días de la semana. En Canarias, en Málaga o donde sea, pero a ser posible, lejos.
Poner los brazos de manera que pueda apoyarse él y los que vengan. Un soporte. No sé, algo así, tampoco me hagan mucho caso a estas horas.