jueves, junio 30, 2022

Saturday night (lirirarará)


En medio de la fiesta, inicio de un larguísimo atardecer, se me acerca una chica a la que no conozco de nada y me dice: "Eres muy simpático, me caes muy bien". ¿No sería eso fantástico? Me refiero a que fuera verdad. ¿No sería fantástico que yo fuera muy simpático, que cayera muy bien a todo el mundo? De todos los superpoderes que puedo imaginarme, ese sería el que sin duda pediría llegado el momento. Ser simpático. Caer muy bien. No solo a una persona en una fiesta, sino en general. Que la gente me viera, que me viera durante, pongamos, un par de horas, un vistazo rápido y casual de vez en cuando, y decidiera: "Ese chico tiene que ser simpático".


Por lo demás, es una fiesta maravillosa porque no tengo urgencias. La gente me dice que hable con este o con el otro, pero yo no lo hago. No lo hago porque sé que no puedo. Porque sé que no soy simpático y que no voy a caerle bien a nadie; al revés, se notará la ansiedad, se notarán las ganas de agradar, y así no hay presión ninguna, solo hay fiesta en el sentido más puro del término, con mis gafas de sol hasta que no hay sol, con los pantalones de mi boda y con una camisa azul marino que me ha comprado mi mujer exclusivamente para el evento. Sonriendo siempre porque siempre hay que sonreír, eso sí que no le hace daño a nadie, convencido de que los demás estarán pensando: "¿De qué se ríe exactamente el gilipollas ese?"


Todos salvo la chica. La chica se sienta con sus amigos -me suena su cara, probablemente salga en televisión, digamos que tiene sentido en ese contexto- y yo me siento con las chicas del "120 minutos" e intento empaparme de juventud. Cuando entra la noche, me lanzo con los economistas a la pista de baile, pero no soy yo hombre que me arranque a bailar "Slo-mo" ni C. Tangana ni siquiera Rosalía. Sí me animo un poco con "Saturday night (lirarirarirarirá)", pero poco más. Y cada vez que me giro y empiezo la siguiente ronda, pienso que probablemente esté a destiempo, que solo soy un cuarentón desfasado en una fiesta de empresa concebida ya a esas horas para otras edades y que lo mejor es que coja mi sonrisa, mi halago, mi economista... y me vaya a casa a dormir, que mañana madrugo. O casi.


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Por cierto, la palmada del "Saturday night (lirarirarirarirá)". Hay un mundo en esa palmada. Un mundo que no me quedaba claro a los dieciséis años, en el Negresco de Cuenca, bailando en las fiestas de San Mateo, pero que sí me queda claro ahora, tres décadas después. El baile es la palmada, si uno lo piensa bien. Lo que lo diferencia del de "La Macarena", por ejemplo. La distinción entre civilización y barbarie, entre intensidad y coreografía. En la palmada, está un "allá vamos", está un "bien, otra vez" nietzscheano, está el atreverse de nuevo con lo mismo, sin complejos.


Lo que pasa es que sí que iba desacompasado, no eran imaginaciones mías, y al final tuve que rendirme y seguir bebiendo. Habían puesto unos chorizos fritos de cena que eran una barbaridad y había que aprovechar la coyuntura. La gente fue desapareciendo. No digo que se fueran yendo, digo que fueron desapareciendo, una bomba de humo tras otra hasta que llegó la mía. La piscina permaneció sorprendentemente tranquila, como si todos supiéramos que vivimos en un mundo lleno de consecuencias. En mis tiempos, las fiestas de empresa no eran así, claro que en mis tiempos éramos de una inocencia desoladora y así acabamos: uno, traumatizado de por vida, y la otra, despedida a la semana...


Cosas que no hice (y de las que me siento orgulloso, porque estuve a punto): explicar que Whigfield se casó con Fernandisco. Explicar que la versión tecno de "I drove all night" probablemente esté inspirada en la de Cindy Lauper... pero que el primero en cantarla, poco antes de su muerte -de hecho, puede que sea una canción póstuma- fue Roy Orbison. No resultar excesivamente pedante ni excesivamente coñazo, vaya. Parecer uno más, que, ya hemos dicho, debería considerarse el primer objetivo vital. But then again...


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El documental de Loco Mía. Sí, señor. Denme toda la nostalgia que sea capaz de absorber. Blow, blow me out, I am so sad I don´t know why. Denme libros de Juan Sanguino, denme reportajes sobre cualquier Tenerife-Real Madrid. Denme algo que me recuerde a mi infancia, a mi adolescencia, algo que no sea este blog, que no sea otro más de mis libros sobre mí mismo. Denme una perspectiva ajena a mis fenómenos noventeros. 


El documental de Loco Mía, que es a lo que iba... Nunca, en todos mis años de fanático musical preadolescente, pensé que aquello no era un grupo prefabricado, una especie de Enigma o de Amnesia. Una excentricidad calculada. Y, sin embargo, me equivocaba. Eran de verdad, con sus éxitos, con sus cálculos, con sus maldades. Estéticamente insoportables, si se me permite, pero de verdad. Me da la sensación de que el documental se inclina del lado de Javier Font en su guerra con José Luis Gil, pero ¿cómo no hacerlo?


De un lado, está un loco. Del otro lado, está el loco que pretende que el otro loco se comporte como un cuerdo. Si vas a hacer todo eso, mejor hacerlo a lo Font, por supuesto. Con faldas y a lo loco. Sin lógicas ni historias, solo desenfreno. Y el otro ahí, intentando ganar dinero y paseándolos como si fueran los Beatles y él fuera Brian Epstein. Dan penita los de en medio, eso sí. Mucha penita. Los que se engancharon a la locura y acabaron sin juguete. En el mejor de los casos. Han envejecido bien, en cualquier caso, y eso ya es algo. Bastante, diría. Los que no han muerto, claro.

martes, mayo 10, 2022

Música ligera

No sé si tiene sentido comparar las dos versiones porque las dos son sensacionales. A favor de "Musica leggerissima" está el hecho de que sea la original. A favor de "Música ligera", que Ana Mena se haya atrevido con una canción tan rabiosa y tan triste y la haya hecho suya. Incluso la habitualmente desoladora traducción de canciones italianas ha quedado bien. Donde Colapesce y Dimartino apostaban por un tema algo trascendental, con referencias un poco excesivas, la española apuesta por algo más de andar por casa: el mileurista, el novio, la angustia post-adolescente...


Y en medio la "música ligera", la "voglia di niente", la compra en el supermercado, el mundo como voluntad y el mundo como representación. La sonrisa y el bailecito frente al abismo interior. Una canción que se parte en dos y que parte en dos a cualquiera que la escuche. La canción del tedio, del torpor. Una canción nihilista, en parte; cínica, incluso, sobre todo, de nuevo, en la versión italiana, que tiene un punto exageradamente hipster. El silbido inicial, la entrada suave de los acordes y el discurso de rabia y desprecio que acaba en estribillo. Una genialidad absoluta.


Y sí, es una genialidad de Colapesce y Dimartino, por supuesto, pero la tristeza la pone Mena mejor que nadie. Quizá sea porque se supone que Mena es alegre, se supone que pertenece a ese mundo de fiestas de los 40 y galas de Operación Triunfo y coaches de La Voz. Tal vez el encanto esté precisamente ahí: en la chica ligera, la chica feliz, la chica ingrávida, siempre sonriente, que no sabe qué hace en medio de ese tour de celebraciones y que solo quiere olvidarlas. La música como un tranquilizante o algo peor. La música como un canal, también. Ripensi alla tua vita/ Alle cose che hai lasciato/ Cadere nello spazio/ Della tua indifferenza animale.


La indiferencia animal. Eso lo resumiría todo. El enano de Nietzsche. El vacío, sin más, sin caramelos ni redes. Qué es lo que estás haciendo en esta fiesta de mierda.


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Miércoles por la calle Gran Vía. Enorme Madrid cuando se deja. La tarde de antes de una remontada histórica del equipo de casa. Los sitios de siempre bajo otra luz. La luz de los cuarenta y cinco, la luz de los demasiados días encerrados en un mundo que a veces es demasiado adulto y a veces es desesperadamente infantil. Los viajes fin de curso buscando el hotel después de comer. La tienda del Atleti, el cine Capitol. Madrid es una ciudad en la que, si quieres, te encuentras con tu ex todo el rato porque es una ciudad previsible y lo digo en el mejor de los sentidos. Una ciudad que no pretende sorprenderte y que deja todos los recuerdos en exposición.


También, ojo, el autobús y el metro. Qué gozada el autobús y el metro cuando son un fin y no un medio, cuando no están teñidos de ansiedad y estrés sino que te puedes colocar junto a la ventana e ir dejando pasar paradas por la calle Alcalá, desde el Círculo de Bellas Artes hasta el desvío al Barrio de la Concepción y luego, poco a poco, las zonas residenciales, pijas, llenas de carritos, de bicicletas, de parques y colegios, de polen volando entre las aceras.


Tener hijos es como mudarse. Tener hijos es quedarse a vivir en un espacio propio. El espacio de la crianza. A veces, cuando veo "Ozark" pienso en lo mucho que me recuerdan las andanzas de los Byrde a mis dos crianzas. La sensación de estar tapando agujeros todo el rato y que cualquier imprevisto acecha tras cada llamada de teléfono. Lo contrario de lo que es Madrid, eso está claro. Madrid bosteza con facilidad y te da margen para el aburrimiento. Madrid te espera y eso es bonito. Te has ido, lo sabes, pero también sabe que quieres volver y tampoco te va a montar un numerito. Eso está bien. Es un detalle.


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Recuerdo que la última vez que fui a Valencia pensé que conocía Valencia. Cogí un autobús a primera hora de la mañana. Mi abuela se estaba muriendo y mi padre me llamó por la mañana para pedirme entradas para un concierto de Serrat y Sabina. Hice mil horas y me fui andando a un hotel que ya consideraba mío porque había estado ahí en junio. Una ciudad curiosa, Valencia, afable, receptiva. Era el cumpleaños de una chica y me pedí un zumo de naranja. Nunca me lo perdonaría. Después, fuimos a su casa a ver el final de un capítulo de "Lost" y el primer episodio de "Muchachada Nui". Al día siguiente, me volví a casa.


De eso hacen en septiembre quince años, pero Valencia no parece más hostil cuando llego a las once de la mañana de un jueves para entrevistar a una exjugadora de baloncesto. Lo que pasa es que es otra Valencia -lo que me recuerda que en realidad Valencias hay muchas, por ejemplo, la Valencia en la que tocaron Vetusta Morla en 2017, creo, cuando me llevó la Chica Diploma-, una Valencia de yates enormes, playas y turistas que se mezcla con la de unos chicos que aspiran a Rosalía en una de las mesas de al lado.


Valencia es agradable por la mañana, muy agradable por la tarde, y francamente mejorable por la noche, cuando pierdo la estación, pierdo el tren y me dedico a vagar con mi bolsa del portátil por barrios oscuros hasta que encuentro un hotel que está lleno y donde me sugieren que busque otro en Booking. Valencia es una ciudad donde los trenes salen a las 7.05 de la mañana y los taxis te esperan a las 6.30, donde los ascensores dan sustos y los móviles no tienen batería. Una ciudad donde tienes miedo de despertarte y que suene el "I got you, babe", de Sonny and Cher, así que, por si acaso, decides no dormirte.


martes, abril 26, 2022

Give me love, give me love (give me peace on Earth)


La idea era hacer un viaje de tres semanas para escribir un libro. Una semana en Alicante, alojado en un hotel de lujo, con visitas diarias de mi mejor amigo de la adolescencia, para ir poniéndome a tono. Muchas hamburguesas, mucho mar desde las ventanas, mucho releerme a mí mismo para saber si había algo que realmente me gustara. Hay que tener en cuenta que eran tiempos distintos. Hacía cinco años que no publicaba un libro. Llevaba tres metido en la Escuela Oficial de Idiomas; once, dedicado a la enseñanza en general. Tenía un hijo de cinco años que me había costado la vida criarlo y estaba completamente perdido.


Alicante como punto de estabilidad -paseos por el puerto, fotos para Instagram, noches junto al Casino- y después Fuerteventura, para escribir el libro propiamente dicho. El problema era que no tenía nada. Solo el nombre de la isla y una vaga trama de niños que desaparecían, sin más. Otra posibilidad era hacer un "The Lost Weekend" estético. Un libro sobre un tipo de cuarenta años que desaparece y se emborracha y su vida se va convirtiendo en un conjunto de espejismos. A mí me resultaba atractiva aquella demostración de autodestrucción, aunque alguien -no recuerdo quién- me dijo que le parecía una chorrada, así que me olvidé de aquello.


Lo que vino entonces fue la realidad, es decir, lo que no se puede planear. En el viaje de ida, me puse otra vez el documental de Scorsese sobre George Harrison. No recuerdo por qué... y, de repente, todo se convirtió en George Harrison en Fuerteventura. Todo. El libro empezó con una escena en la que el protagonista cotillea entre los discos de su padre y encuentra el "All things must pass" y se queda sorprendido porque, por lo que sea, no le pega. Su padre se está muriendo en un hospital de Santander y él está junto a su hermana haciendo una especie de inventario y viendo películas del oeste porque a su padre le gustaban.


La novela fue un desastre, en eso está casi todo el mundo de acuerdo, pero no me rendí ni un solo día. Ni uno solo. Mi número de páginas diario que no he vuelto a tocar desde entonces, hace ya tres años. Daba igual. Había que sacarlo todo de dentro y no hacía falta que fuera un "The Lost Weekend", podía ser un aspirante a escritor con un hijo de cinco años, en busca de inspiración para algo parecido a un libro. La historia de siempre. ¿Qué recuerdo de entonces? Casi todo. Las hormigas tomando la pequeñísima villa junto al océano Atlántico, al otro lado de la Isla de Lobos. Las noches con el ruido del viento. Los despertares tan tempranos. Los paseos en chanclas. El bar con piscina. La tarde que Roger Federer perdió Wimbledon con 40-15 a su favor en el juego decisivo...


Pero, sobre todo, recuerdo a George Harrison. O tal vez sea al revés: George Harrison me recuerda a esas dos semanas en Fuerteventura. Su música en Spotify hasta para ir al supermercado. Give me love, give me love, give me peace on Earth. El día que My sweet lord sonó en el "Savannah" y uno no podía sino echarse a llorar y repetir I really want to see you, I really want to be with you... sin ningún objeto claro, como pura voluntad de querer que se expresa entre guitarras slide. Recuerdo también que ponían mucho a Clapton. Tanto la parte de "Layla" como la de "Tears in Heaven". Una isla diseñada para que Pattie Boyd no ponga jamás ahí los pies. Una isla maravillosa, irrepetible.


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Cuando la Chica Diploma, en la terraza del "Racó", pleno sol y filetes con sabor extraño, me dice: "Vete", yo me echo a llorar por dentro. Me vengo abajo. Porque ese "vete", me suena a "ríndete", que siempre fue mi principal aspiración en la vida. "Vete a Corralejo unos días", insiste, "yo me voy a Piedralaves con los niños". Lo que pasa es que yo ya no quiero ir sin ella. Podría ser perfectamente feliz solo otra vez, soy consciente de ello. Lo fui, en parte, el año pasado, sin ir más lejos. Pero quiero ir con ella. Quiero no tener prisa, quiero que nos perdamos juntos en la arena de roca, en las delicias del Waikiki, en la tranquilidad de la Cofradía de Pescadores.


Quiero repetir lo que hicimos en 2014, cuando ella estaba embarazada del Niño Bonito: coger un coche y perdernos por la isla. De norte a sur y de este a oeste. Quiero compartir esa libertad absoluta de la noche cayendo de golpe, las calles iluminadas por neones, los rostros abrasados. Al fin y al cabo, a la Chica Diploma no le gusta George Harrison, pero no tiene por qué disgustarle. No tiene por qué disgustarle "My sweet lord" en un bar en medio de una playa desierta desde la que se ve una isla prohibida y espera una piscina azul como el cielo.


Al fin y al cabo, la Chica Diploma también tiene su propio derecho a rendirse, aunque solo sea para coger fuerzas.


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El Rey Sol coloca los dados según le indica la doctora. A veces. A veces, sinceramente, no. Cuando consigue hacer algo bien, se pone muy contento y yo le aplaudo y entonces se pone más contento y no sé si a la doctora esto le parece bien o mal, pero a mí me da igual: yo voy a aplaudir a mi hijo, siempre, me da igual cuándo y por qué. Luego, reconoce círculos, cuadrados y triángulos y farfulla algo sobre un "rum-rum" que está suelto en medio de la mesa  y se lía un poco con los conceptos de "delante" y "detrás".


Hay algo emocionante en ver al Rey Sol salir adelante. Algo emocionante en verle superar etapas, corretear por los pasillos del hospital rumbo a la siguiente consulta o a la siguiente secretaría. El pulgar izquierdo siempre metido en la boca, la lengua juguetona. Al Rey Sol dan ganas de comérselo a besos todo el rato porque se palpa su fragilidad, porque es el bebote par excellence incluso a una edad a la que el resto de niños empiezan a plantearse ser otras cosas. A él le da igual, está cómodo o lo parece. El mundo le parece perfecto tal y como está. Siempre hay algo para entretenerse. Siempre hay alguien que aplaude.

domingo, abril 10, 2022

Breaking the girl


A las once y media, hay unas cuatrocientas cincuenta personas conectadas a un vídeo de YouTube; un directo que en realidad es un bucle de música para dormir. No sé si me parecen muchas o pocas. Tampoco creo que estemos todos allí para lo mismo. Al menos, me gustaría pensar que no, que detrás de nosotros hay cuatrocientas cincuenta historias distintas: el niño que no duerme, sí, pero también el adulto que necesita el ruido de tormenta, la flauta tranquila, el crepitar de las hojas. 


El Rey Sol no se duerme, pero no es culpa suya. Es culpa nuestra. Hemos vuelto muy tarde y hemos retrasado su siesta. Salimos tarde de casa, llegamos tarde a casa de la abuela, quedamos aún más tarde con la Chica Selectiva y acabamos comiendo casi a las cinco en un VIPS de la calle Julián Romea. Con todo, ha sido un buen día. Un día en el que sales de casa, ves gente, hace sol y el niño da besos a un bebé extranjero en un parque infantil siempre va a ser un buen día. La llegada oficial de la primavera, después de un invierno que se me ha hecho extrañamente largo.


Lo que nos falta con el Rey Sol es tener una buena charla. La Chica Diploma y yo no siempre lo explicitamos, pero creo que compartimos sensación: nos morimos de ganas de conversar con nuestro hijo, de preguntarle y que conteste, de que nos pregunte él, de entender sus quejas y sus alegrías. Nos morimos de ganas de un poco de normalidad después de dos años y pico. Algo más que sus intentos por comunicarse, que normalmente bastan, pero nos dejan un poco a medias. Queremos oír su voz cantarina con sentido, queremos matices, queremos algo más que su sonrisa constante sin que su sonrisa constante desaparezca. Y queremos que duerma, claro. Pero, incluso sin dormir, todo sería más fácil con lo otro. El día llegará, estoy seguro. 


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Jueves de fiesta en la Sala Cero del Palacio de la Prensa. Mucho ha cambiado en Libros del KO desde que Diego y yo nos reunimos con los chicos en La Petisqueira para un proyecto no demasiado definido hace once años. De aquello a esto: hojas y hojas con nombres de invitados hasta que una chica muy simpática te deja bajar, unas escaleras breves y una pista enorme con poca iluminación. Dos barras libres de agua y cerveza, alguna cara conocida y el habitual ataque de pánico social hasta que me encuentro con Miguel Gutiérrez y la cosa mejora.


Mejora por Miguel, mejora francamente por Carlos Marañón, que es una delicia de persona y sabe cómo tratar a un tímido nervioso, y mejora aún más cuando van apareciendo por ahí los Fran Guillén, Fermín de la Calle, Miguel Aguilar y compañía. Tiene pinta de noche mítica, la primera en muchos años, hasta que a Cenicienta se le empiezan a complicar las cosas y decide que se tiene que ir a casa, que no se la puede jugar sin dormir cuando tiene un hijo que no duerme y que no puede forzar más la voz cuando al día siguiente tiene que argumentar en la tele.


Cenicienta es muy responsable. Demasiado, a veces. Cenicienta, además, está cansada. Para la irresponsabilidad se requieren unas dosis de energía de las que Cenicienta hace tiempo que carece. Está vieja, o, más bien, avejentada. Ha vivido mucho en muy poco tiempo o eso le parece. No recuerda conversaciones de hace un mes, necesita una agenda para tener presente cualquier futuro, no se atreve a romper ninguna regla porque está todo el rato pendiente de las consecuencias. Así, Cenicienta pilla la última carroza y se planta en casa a las doce y media, no más. La Chica Diploma medio duerme en el sofá y luego se va a la cama. Cenicienta también, pero pronto el Rey Sol les despierta a los dos y empieza una noche que es larga y es corta a la vez y que acaba, no en un karaoke ni en una página de YouTube, sino en una cama con un niño insomne al lado, mientras te clava las uñas para tranquilizarse, se chupa el dedo y emite un ruidito algo molesto para intentar calmarse. Sin éxito, por supuesto.


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Supongo que se habrá comentado muchas veces, pero es curioso que en 1991 salieran dos canciones, de dos grupos que marcarían una época, y que ambas contaran lo que es vivir bajo un puente. Kurt Cobain, 24 años, fugado de su casa de Aberdeen durante unos días, buscando donde dormir y acabando en un arroyo. Underneath the bridge, the tarp has sprang a leak. Hace poco leí la última entrevista de Cobain a "Rolling Stone", poco antes de que se embarcaran en la gira europea del "In Utero". Estaba descontento con el concierto de ese día -no había sonado bien, el redactor estaba de acuerdo-, pero se mostraba más optimista que nunca: el éxito ya no era una losa, el estómago ya no le dolía, Frances Bean volvía a estar a su lado después de los problemas con las autoridades, y por mucho que repitiera la prensa, todo iba estupendamente bien.


Preguntado por "I hate myself and I want to die", una de las canciones que no pasaron el corte del disco, Cobain insiste en que es una broma... pero que, como nadie la iba a pillar y todo el mundo se lo iba a tomar en serio, prefirieron al final no meterla. De hecho, insiste Cobain, él quería titular así el disco, como una burla a todos los que se creen que es un depresivo siempre al borde de pegarse un tiro con una escopeta. A las pocas semanas, ingresó con una sobredosis en un hospital de Roma. Muy poco después, ya de vuelta en casa, en Aberdeen, se cerró en el invernadero, escribió una carta a Frances y a Courtney y el resto es historia.


La otra canción es, obviamente, la de Red Hot Chili Peppers  Anthony Kiedis, 29 años, dieciocho ya en California, donde llegó desde Michigan con su padre. Su enloquecido padre que dio pie a una adolescencia frenética, llena de excesos. Drogas que van y vienen y escabrosas historias sexuales. Anthony, junto a su amigo Mario, cuatro noches sin dormir, en un campamento bajo el puente de una autopista de una banda latina, completamente enganchado a la heroína, completamente enganchado a las pastillas, buscando tan solo un poco de sueño para luego poder levantarse y seguir.


Por lo demás, el "Blood, Sugar, Sex, Magic" quedó como un disco redondísimo de un grupo que siempre me pareció excesivo. No tanto por "Under the bridge", sino por "Give it away" y, sobre todo, por "Breaking the girl", que es de un popismo REM que enamoraría a cualquiera. Thought you´re so clever, but now you must sever, you´re breaking the girl. Y toda una vida intentando aplicarme el cuento.

martes, abril 05, 2022

Suds and soda (the brain decoder)

 

Fue en una fiesta de carnaval en casa de mi hermano. Estaba todo el mundo, incluida la Chica Langosta y teníamos que disfrazarnos. Yo fui de terrorista. "El terrorista Patata", me decía R. por aquello de que no soltaba el bol enorme. Nos emborrachábamos, hablábamos de "The Great Escape" -Simón me preguntó qué quería decir "blow me out", pero yo no caí, como no caí en el "Mayo" de Molotov, yo siempre fui un chico inocente- y bailábamos como locos.


De esas fiestas en su casa recuerdo fragmentos sueltos que no sé si pertenecen a los mismos días. Probablemente, no, pero había un chico vestido de Sherlock Holmes y probablemente ese chico siguiera, dormido, mientras los demás apagábamos las luces y escuchábamos "Wish you were here". Sé que bajé a la calle a buscar algo que se le había perdido a M., pero no recuerdo el qué. Soy consciente de que, nada más empezar a sonar el primer sonido de violines, me levanté como una exhalación y me puse a saltar gritando "Friday, Friday".


Todo esto tuvo que ser en 1995, ¿no? Estaba en la universidad, pero no más allá del primer curso. No estaba T. por ningún lado, desde luego. Luego, otro año, hubo un concierto de dEUS pero no recuerdo dónde. No era uno de los lugares habituales. Me suena que alguna sala por la Avenida de Brasil, pero puedo equivocarme muy fácilmente. ¿Tal vez Doctor Esquerdo? Eso sería 1997, pero, entonces, ¿cuándo fue la excursión a Cuéllar? ¿Cuándo fue ese concierto del grupo de Simón que acabó en una casa congelada en Pajares del Fresno, durmiendo, como tantas veces, en la cama de la Chica Langosta pero sin la Chica Langosta?


No sé, yo todo esto lo tenía completamente atado en mi memoria, pero han pasado veinticinco años y los últimos ocho han sido escasos en horas de sueño. Me acuerdo del chico que le cantaba con un aire algo desquiciado lo de "yo te quiero pá follar, no te creas que es pá más", como si eso fuera posible y me acuerdo de Pink Floyd. Todo lo demás, borroso, muy borroso. Una Nochevieja en otra casa con muérdago en cada puerta. Hace veinte años ya de eso. Al día siguiente -a la noche siguiente, más bien- me eché novia. Fue de las mejores decisiones que haya tomado en mi vida.


*

Cuando Nadia entra por la puerta, yo le pido al Niño Bonito que coja ropa interior, se vaya al salón y se vista. Le pido que le diga a Nadia que su padre no puede más, que no ha dormido y que por favor le acompañe al colegio. Le pido que cierre la puerta y que me deje seguir alargando este último sueño que empezó a las cinco y que en rigor es el primero, no hubo nada antes. Me duele la garganta y estoy atontado, pero no sé qué parte es el resfriado y qué parte es esta nueva sucesión de noches insomnes. Estoy llevando al cuerpo a límites insospechados.


Esto es a las 8.20 aproximadamente. A las 9.30, se despiertan la Chica Diploma y el Rey Sol, algo desconcertados. ¿Por qué nadie les ha despertado antes? Porque nadie estaba despierto. A las 10.30 o así me levanto de la cama y sé que es un día perdido. Un día a contrapié, al que hay que cogerle la rueda antes de que coja demasiado tiempo. Demasiados días así, si he de ser sincero. Yo estoy convencido de que si durmiera vería las cosas de otra manera y tomaría mejores decisiones o las tomaría más tranquilo, pero... ¿era así antes de 2014? ¿Tomé un montón de decisiones maravillosas que me llevaron a lo más alto? Diría que no, la verdad.


En fin, hay que coordinar cosas, hay que cuadrar agendas, hay que cancelar y aplazar y buscar huecos en los días. Sé que he hecho algo mal, que otra vez he hecho algo mal, pero no sé cómo salir de esta. No importa, lo averiguaré. Cada camino tiene a su vez su vereda. Siempre. Solo hay que coger la brújula y aprender a orientarse, punto. Al final, todo saldrá bien, ya saben, y si no sale bien es que no es el final.


*


Fui al cine por primera vez en dos años y medio. Un pase de prensa. Cinco o seis personas, no más, en los Golem a las diez de la mañana. Un frío atroz, por otro lado -de ahí, probablemente, el catarro- y un viento de enero del que es complicadísimo protegerse. Tengo la sensación de que llevamos demasiados meses de invierno, aunque supongo que son cosas mías. En cualquier caso, es un buen rato. Pasear por Martín de los Heros e intentar recordar dónde estaba ese bar al que íbamos Ester, Lorena y su novio. Era una especie de sótano, con música en directo de vez en cuando. Un piano y una voz, poco más. Muy felices años veinte.


Un día hicimos una "Noche de los Ochenta", antes de que se hiciera tan popular. Pillamos varias pelis en el vídeo-club y nos hinchamos a palomitas. Puede que el novio de Lorena no fuera su novio aún. Puede que, como Gatsby, intentara seducirla a base de excesos. Recuerdo la entrada a su casa en Conde de Orgaz como el que recuerda la entrada a un castillo inglés por la noche, las verjas abriéndose y el vigilante acechando. No sé qué ha sido de ninguno de ellos, es una verdadera lástima. No sé qué ha sido del sitio del jazz, pero parece que ahora es un bar más de viernes por la noche, sin demasiadas complicaciones. Copas baratas y palante.


También busco la librería "Ocho y medio", en la que entrevisté a Julio Medem hace ya once o doce años, pero tampoco la encuentro. Eso debe de ser culpa mía porque veo en internet que sigue abierta. No sé, igual no llegué a esa altura, pero juraría que estaba enfrente de los Golem, en su momento, los Alphaville... en su momento el punto de reunión de todo ese grupo de pedantes ramireños que luego se juntaban en cualquier casa y bailaban a ritmo de dEUS y Blur. 


Nosotros, es decir, ellos.