En medio de la fiesta, inicio de un larguísimo atardecer, se me acerca una chica a la que no conozco de nada y me dice: "Eres muy simpático, me caes muy bien". ¿No sería eso fantástico? Me refiero a que fuera verdad. ¿No sería fantástico que yo fuera muy simpático, que cayera muy bien a todo el mundo? De todos los superpoderes que puedo imaginarme, ese sería el que sin duda pediría llegado el momento. Ser simpático. Caer muy bien. No solo a una persona en una fiesta, sino en general. Que la gente me viera, que me viera durante, pongamos, un par de horas, un vistazo rápido y casual de vez en cuando, y decidiera: "Ese chico tiene que ser simpático".
Por lo demás, es una fiesta maravillosa porque no tengo urgencias. La gente me dice que hable con este o con el otro, pero yo no lo hago. No lo hago porque sé que no puedo. Porque sé que no soy simpático y que no voy a caerle bien a nadie; al revés, se notará la ansiedad, se notarán las ganas de agradar, y así no hay presión ninguna, solo hay fiesta en el sentido más puro del término, con mis gafas de sol hasta que no hay sol, con los pantalones de mi boda y con una camisa azul marino que me ha comprado mi mujer exclusivamente para el evento. Sonriendo siempre porque siempre hay que sonreír, eso sí que no le hace daño a nadie, convencido de que los demás estarán pensando: "¿De qué se ríe exactamente el gilipollas ese?"
Todos salvo la chica. La chica se sienta con sus amigos -me suena su cara, probablemente salga en televisión, digamos que tiene sentido en ese contexto- y yo me siento con las chicas del "120 minutos" e intento empaparme de juventud. Cuando entra la noche, me lanzo con los economistas a la pista de baile, pero no soy yo hombre que me arranque a bailar "Slo-mo" ni C. Tangana ni siquiera Rosalía. Sí me animo un poco con "Saturday night (lirarirarirarirá)", pero poco más. Y cada vez que me giro y empiezo la siguiente ronda, pienso que probablemente esté a destiempo, que solo soy un cuarentón desfasado en una fiesta de empresa concebida ya a esas horas para otras edades y que lo mejor es que coja mi sonrisa, mi halago, mi economista... y me vaya a casa a dormir, que mañana madrugo. O casi.
*
Por cierto, la palmada del "Saturday night (lirarirarirarirá)". Hay un mundo en esa palmada. Un mundo que no me quedaba claro a los dieciséis años, en el Negresco de Cuenca, bailando en las fiestas de San Mateo, pero que sí me queda claro ahora, tres décadas después. El baile es la palmada, si uno lo piensa bien. Lo que lo diferencia del de "La Macarena", por ejemplo. La distinción entre civilización y barbarie, entre intensidad y coreografía. En la palmada, está un "allá vamos", está un "bien, otra vez" nietzscheano, está el atreverse de nuevo con lo mismo, sin complejos.
Lo que pasa es que sí que iba desacompasado, no eran imaginaciones mías, y al final tuve que rendirme y seguir bebiendo. Habían puesto unos chorizos fritos de cena que eran una barbaridad y había que aprovechar la coyuntura. La gente fue desapareciendo. No digo que se fueran yendo, digo que fueron desapareciendo, una bomba de humo tras otra hasta que llegó la mía. La piscina permaneció sorprendentemente tranquila, como si todos supiéramos que vivimos en un mundo lleno de consecuencias. En mis tiempos, las fiestas de empresa no eran así, claro que en mis tiempos éramos de una inocencia desoladora y así acabamos: uno, traumatizado de por vida, y la otra, despedida a la semana...
Cosas que no hice (y de las que me siento orgulloso, porque estuve a punto): explicar que Whigfield se casó con Fernandisco. Explicar que la versión tecno de "I drove all night" probablemente esté inspirada en la de Cindy Lauper... pero que el primero en cantarla, poco antes de su muerte -de hecho, puede que sea una canción póstuma- fue Roy Orbison. No resultar excesivamente pedante ni excesivamente coñazo, vaya. Parecer uno más, que, ya hemos dicho, debería considerarse el primer objetivo vital. But then again...
*
El documental de Loco Mía. Sí, señor. Denme toda la nostalgia que sea capaz de absorber. Blow, blow me out, I am so sad I don´t know why. Denme libros de Juan Sanguino, denme reportajes sobre cualquier Tenerife-Real Madrid. Denme algo que me recuerde a mi infancia, a mi adolescencia, algo que no sea este blog, que no sea otro más de mis libros sobre mí mismo. Denme una perspectiva ajena a mis fenómenos noventeros.
El documental de Loco Mía, que es a lo que iba... Nunca, en todos mis años de fanático musical preadolescente, pensé que aquello no era un grupo prefabricado, una especie de Enigma o de Amnesia. Una excentricidad calculada. Y, sin embargo, me equivocaba. Eran de verdad, con sus éxitos, con sus cálculos, con sus maldades. Estéticamente insoportables, si se me permite, pero de verdad. Me da la sensación de que el documental se inclina del lado de Javier Font en su guerra con José Luis Gil, pero ¿cómo no hacerlo?
De un lado, está un loco. Del otro lado, está el loco que pretende que el otro loco se comporte como un cuerdo. Si vas a hacer todo eso, mejor hacerlo a lo Font, por supuesto. Con faldas y a lo loco. Sin lógicas ni historias, solo desenfreno. Y el otro ahí, intentando ganar dinero y paseándolos como si fueran los Beatles y él fuera Brian Epstein. Dan penita los de en medio, eso sí. Mucha penita. Los que se engancharon a la locura y acabaron sin juguete. En el mejor de los casos. Han envejecido bien, en cualquier caso, y eso ya es algo. Bastante, diría. Los que no han muerto, claro.