Hay distintas interpretaciones sobre lo que puede ser "la banalidad del mal". En su origen, es decir, en Hannah Arendt y el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, la frase aludía a la capacidad de cualquiera para hacer el mal como una cosa casi funcionarial, del día a día, sin necesidad de graves psicopatías. Así, Eichmann, el tímido y ordenado Eichmann, volcado en su escritorio, haciendo números y organizando el transporte de los judíos de toda Europa hacia Auschwitz, sus cámaras de gas y sus crematorios.
También podría considerarse "banalidad del mal" no ya a atribuir al mal causas o comportamientos banales, habituales, que forman parte de la vida diaria, sino a extender el adjetivo a cualquier cosa, de manera que de tanto estar en todos lados, el mal se acabe convirtiendo precisamente en algo vulgar, ordinario. Un claro ejemplo sería el "Todo es ETA" que se puso tan de moda durante tanto tiempo. Aquella barbaridad no hacía sino banalizar el terror con mayúsculas, el verdadero, el de las bombas y los tiros en la nuca y los entierros y la extorsión. Cuando todo es ETA, había que concluir, ETA acababa no siendo nada, y eso era terrible.
Sin embargo, lo que está de moda ahora es, en cierto modo, banalizar el bien. Eso, al menos, pensaba yo mientras veía la indignación institucionalizada en la investidura de Mariano Rajoy del pasado sábado. Hasta qué punto hemos hecho del bien algo tan habitual que lo hemos olvidado y ahora resulta que todo es horrible y todo es una vergüenza y todo hay que cambiarlo de arriba abajo y nada sirve... el bien se ha hecho algo tan habitual que su ausencia en cualquier aspecto de nuestra vida nos resulta intolerable.
Si se piensa, debería ser una buena noticia, pero no lo es en absoluto en el momento en el que uno se engancha al bien como si fuera un derecho inalienable, una condición "de suyo" de la naturaleza y todo lo que le aleja del mismo se convierte en objeto de rencor y odio.
En esto tiene mucho que ver la publicidad, por supuesto. Ya lo explicaba en aquel librito que publiqué en su momento sobre la acampada de Sol de 2011. La coincidencia de una serie de anuncios y de narrativas que apuntaban a la liberación absoluta del individuo mediante la consecución inmediata de sus deseos. "Tú decides", "tú puedes cambiar", "tú eres la hostia puta... y no te mereces nada menos que esto que te estoy vendiendo". Incluso el cristianismo te obligaba a esperar mil años a que el bien triunfara sobre el mal y encontraras tu recompensa. Ahora, todo es exprés.
Y como es exprés y es gratis, ha de conseguirse de inmediato y según mis propias condiciones. Ese es el populismo de hoy en día y es curioso ver cómo difiere del nacionalismo con el que a menudo -incomprensiblemente- se alía. La cultura, el entorno, la sociedad, sus leyes... como opresores del individuo. Todo, al final, es culpa de otro. Absolutamente todo. Y nada va bien, por supuesto. Todo es un horror. El mensaje cala en España, cala en Europa y está a punto de calar a lo grande en Estados Unidos, en lo que sería sin duda un momento realmente histórico de nuestra civilización, el momento en el que un hombre -Trump- no solo se erige en Mesías salvador y redentor sino que renuncia a ser líder de nada.
Porque no hay en Trump idea alguna, ni siquiera patriotismo más allá del eslogan. Su "Make America Great Again" no dice nada de América y solo pretende apelar al ego herido de cada uno de sus votantes potenciales: "Lo que TÚ podrías llegar a ser si yo gobernara este país y no esa casta podrida de Washington". En esencia es el mismo mensaje que el de Pablo Iglesias pero sin tanta matraca de lucha de clases. Precisamente por eso todos los ataques de campaña han acabado beneficiándole de alguna manera: Trump es un hombre que necesita demostrar que no le hace falta un partido detrás, que no necesita los más mínimos modales de conducta y que puede hacer con los demás -mujeres, inmigrantes, quién sea si le molesta...- lo que se le antoje. Un
maverick, por decirlo en la jerga del siglo XIX.
Ese y no otro es su mensaje y eso y no otra cosa es lo que atrae a decenas de millones de estadounidenses. Esa sublimación estética de acabar votando a Patrick Bateman, convencidos de que el riesgo siempre será para los otros y nunca para ellos mismos, que son la hostia también, como los clientes de Orange. En eso estamos todos y mientras tanto, "el bien" o lo que queda del bien, es decir, un estado de razonable bienestar, unas mejoras pactadas, unos acuerdos entre iguales, una ciudadanía activa que no se divida en justos e injustos... va cayendo en el más absoluto olvido. Primero, porque demasiados lo dieron tan por hecho que se olvidaron de cuidarlo; segundo, porque los egos no entienden de consensos, solo de voluntades.
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Con todo, a mí siempre me parecía que había algo tierno en la manera en que Bisbal llamaba "Laura" a Chenoa. Todos los demás lo hacían en privado pero él lo hacía en público: siempre Laura, siempre ella, sin artificios. Me parecía una bonita manera de no poner distancia, de reconocer el vínculo a pesar de los años. La persona que es artista y no la artista que, saquemos los pañuelos, también es persona. Había ahí algo tan bonito y tan cómplice que quizá no hacía falta hacerlo público, con discursos de por medio y repeticiones de moviola. Pero no contábamos con la torpeza humana, claro. Entre las características del egomaníaco del siglo XXI está también el absoluto desprecio a mostrar cuando se puede explicar a gritos sobre un escenario.