En la foto, Rosa y yo apretamos las caras y sonreímos. Es la
típica que uno se hace borracho, a altas horas de la madrugada, probablemente
en un bar de Barcelona, momento carismático en el que alguno de los dos decide
alargar la mano con la cámara y utilizarla de espejo. Es una foto de las de
antes: nada que se pueda guardar en un ordenador y meter en cualquier momento
en una papelera de reciclaje.
No. La foto me acompaña en cada mudanza, metida entre un
montón de cartas y recuerdos de un tipo que en algún momento fui yo.
En la parte de atrás hay una dedicatoria. Una dedicatoria de
Rosa, probablemente del día que me fui de Solmeliá. Tiene sentido. Ella volvió
de Barcelona un domingo y yo lo hice un martes, en los dos días de en medio le
dio tiempo a revelar todo el carrete, sacar la foto, escribir algo bonito que
no recuerdo –y no voy a levantarme ahora para comprobar cuáles eran exactamente
las palabras porque la exactitud no juega ningún papel en todo esto- y darme a
mí la copia, sin saber a ciencia cierta si ella se quedó con el original.
Sin saber, por tanto, si yo también la acompaño en sus
mudanzas como ella me acompaña en las mías.
En esa foto yo tengo 25 años aún. Ella ha cumplido 26 pero
pocos días antes. En mi cara ya hay un rastro de nostalgia de lo que vendría
luego, de los años vacíos, la distancia. Había en mi relación con Rosa el pacto
que siempre hay en mi relación con cualquier mujer: si no vas a dejar que te
cuide, entonces, por favor, cuídame tú a mí. Rosa me cuidaba a pesar de todos
mis empeños por emanciparme, era las cuerdas que ataban a Ulises al palo del
barco. Me colocaba bien la ropa por las mañanas y me deseaba un buen día en el
colegio.
Rosa era entrañable. Permitía aquello con lo que un obsesivo
desconfiado siempre sueña: la rendición. Uno podía rendirse perfectamente ante
Rosa y saber que no iba a aprovechar el momento para lanzar un contraataque. Si
algo he echado de menos todos estos años –no solo de Rosa, pero también- es esa
confianza en el tiempo, esa complicidad del que te ha visto desnudo así que no
necesitas ir tapándote cada parte del cuerpo con infinitas manos. La comodidad.
Yo echaba de menos la comodidad de Rosa como he echado de menos la comodidad de
tanta otra gente que se ha acabado cansando de cuidar o ser cuidada.
La foto recoge un instante que cambió la vida de los dos.
Nueve años después, en una Terraza de Santa Ana, los dos lo admitimos. Ella no
recuerda la foto y yo no recuerdo las palabras, pero de alguna manera estamos
de acuerdo en que sí, yo necesitaba que me cuidaran mucho, y ella también, y
los dos teníamos la esperanza de que así, al menos, uno de los dos acabaría
saliendo a flote.
Yo siempre estuve convencido de que acabaría siendo ella. El
tiempo se ha limitado a darme la razón.