El Real Madrid de baloncesto había sido
con diferencia el club más grande de la historia. Más grande incluso que
su sección de fútbol, o con menos competencia: temporadas enteras
invicto en España, siete Copas de Europa, jugadores legendarios,
entrenadores ganadores… El Madrid significaba la excelencia hasta que en
el camino se cruzó un chaval que les volvió completamente locos a
todos. Había nacido en Sibenik, Croacia, y su nombre era Drazen Petrovic.
La cosa empezó en Atenas, mayo de 1985. La desconocida Cibona de Zagreb se enfrentaba al Real Madrid de los Fernando Martín, Corbalán, Biriukov, Robinson, Jackson, Romay, Del Corral, Iturriaga, Rullán…
Aquello pintaba a octava Copa de Europa y baño de masas en el Pabellón
de la Ciudad Deportiva hasta que llegó Drazen y mandó parar: 36 puntos
en una final memorable en la que acabó bailando literalmente a sus
rivales mientras sonreía a la grada y el pobre Itu buscaba una silla con
la que atizarle.
Eso, a Meneghin, no se lo haces, parecía decirle con la mirada.
Durante años, Petrovic fue la pesadilla de los madridistas, aún en shock después de esa derrota. Un shock que duró bastante, por cierto. El Madrid ganó la siguiente liga ACB pero cedió la iniciativa al Barcelona de Aíto García Reneses durante dos años enteros. Aquel equipo seguía con sus clásicos Epi, Solozábal, Sibilio, Jiménez, Trumbo, Costa… pero había incorporado a un pivot devastador, Audie Norris, llamado a marcar época.
Con la balanza inclinada del lado catalán, a Mendoza
se le ocurrió el golpe de mano perfecto para recuperar el mando en
España y Europa: fichar al demonio. Si no puedes con tu enemigo,
extiéndele un cheque. Eran los tiempos de la Quinta del Buitre y los
fracasos en baloncesto se entendían poco y mal. Los gritos de “Sí, sí,
sí, hijoputa Petrovic” se convirtieron en un sonoro “Sí, sí, sí, me mola
Petrovic” entre los aficionados merengues. Al menos entonces el Madrid
se preocupaba de sus enemigos y no de los enemigos de sus enemigos.
La prensa lo bautizó como “la liga de
Petrovic”. Su superioridad era insultante: anotaba, dirigía y
desquiciaba. A veces a los contrarios y a veces a sus compañeros.
Fernando Martín, tras su aventura americana, no entendía que aquel
chaval se saltara todas las tradiciones y los escalafones del club. Lo
que ahora se llama “señorío”. Petrovic fue al baloncesto lo que Mourinho ha sido al fútbol: un transgresor individualista. Un “ganador”, de acuerdo, pero de difícil convivencia.
El caso es que él solito ganó la Recopa, anotando 62 puntos en la final contra el Snaidero de Óscar Schmidt Becerra.
A Martín, aquella noche, se lo llevaban los demonios mientras parecía
musitar “no es esto, no es esto”. Ya habían ganado la Copa en A Coruña
así que quedaba la liga para el triplete. Como siempre, el Barcelona
había hecho una sólida primera fase y una segunda excelente. Contaría
con el factor cancha a favor en caso de quinto partido en la final
aunque el favorito, como no, era el de siempre…
Apostar contra Drazen en los 80 era como apostar contra Jordan en los 90: una insensatez.
El primer partido de aquel play-off
fue devastador: el Barcelona ganó 94-69 en una época en la que no pasar
de 70 puntos en un partido de baloncesto era casi un ridículo. Petrovic
se tomaría la venganza en el segundo, 81-88. Mirando las cosas en
perspectiva, probablemente nunca se verá tanta calidad en una cancha de
baloncesto ACB. Quizá sea todo una cuestión de melancolía, pero eran dos
equipos inmensos con dos de sus mejores plantillas de todos los
tiempos.
El duelo se trasladó a Madrid. El
Barcelona volvió a golpear primero (86-100) y quedó a un solo punto en
el cuarto partido de llevarse el campeonato (88-87). La eliminatoria,
como estaba previsto, se decidiría en el por entonces vetusto Palau
Blaugrana, con su parqué años ochenta. Era el día de Petrovic por
excelencia: una final en un campo donde todo el mundo le odiaba. Aquí la
leyenda va por barrios: el barcelonismo apela a la heroica y el
excelente hacer de los Epi, Norris y compañía… mientras el madridismo
siempre recordará el arbitraje del bigotudo Neyro, que eliminó él solito a media plantilla blanca, les pitó más de 40 faltas, incluida una técnica a Lolo Sainz y obligó a los blancos a acabar con cuatro jugadores el partido.
No es tarea de esta columna rearbitrar partidos de hace 22 años. Ya es lo que faltaba, para eso pregunten a Roncero.
Lo cierto, y eso es innegable, es que el cambio de guardia ya estaba
ahí presente. Aquella liga fue la tercera consecutiva del Barcelona. En
los 22 años siguientes, los culés ganarían 10 ligas más y el Madrid,
pese a contar con Sabonis, Herreros, Djordjevic y algunos de los mejores jugadores del momento, se quedaría en 5.
Petrovic, expulsado —cómo no— en ese
último partido de la temporada, se marchó de vacaciones a Portland y una
vez allí decidió que no, que no volvía. Aquello sí que fue un palo
importante para una sección ya a la deriva, sentenciada meses después
con la muerte de Fernando Martín en accidente de coche. El croata, por
acción y por omisión, fue la cabeza visible de un largo fin de ciclo. El
Madrid de Saporta y Ferrándiz quedaba
en el recuerdo mientras Epi agitaba su toalla en el banquillo y Drazen
pensaba que, lo que era él, al Palau ya no volvía más.
Artículo perteneciente a la serie "No pudo ser" en Jot Down