La contraportada habla de “novela negra” y no seré yo quien
le quite la ilusión, pero delimitar la escritura de Uribe a un solo género me
resulta complicado. “Los que hemos amado” no es solo una novela con crímenes
sin resolver, conspiraciones y persecuciones a culpables e inocentes -que también-,
sino sobre todo una muestra completísima de personajes, complejidades, análisis
psicológicos y viajes agotadores.
Leyendo las peripecias de Sergio Santos, el chaval de
Algorta sin padre ni madre ni perro que le ladre que decide seguir a su amigo
Eder más allá de cualquier frontera, uno no puede evitar recordar al Tom Ripley
de Patricia Highsmith, con sus inseguridades, sus miedos, su ingenio
desesperado e incluso su sexualidad ambigua, donde la admiración y la líbido se
acaban entremezclando.
Lo fascinante de la novela de Uribe no es solo el viaje de
Santos por País Vasco, Madrid, Marruecos, Canarias, Andalucía, Castilla-León,
Asturias… un post-adolescente en continua huida, sino los sutiles engaños a los
que se somete al lector desde el principio hasta el final: pistas falsas, tensión
constante, amenaza acechante al girar cada página. Uno nunca llega a saber más
que el narrador, es decir, el propio Santos. Eso es un tremendo acierto.
Descubrimos la sordidez y el delito a la vez que el chico descubre el mundo que
le rodea. Un mundo en el que nada es lo que parece y ni siquiera pretende
serlo.
Santos no se engaña en ningún momento y ahí sí que no
pretende camelar a nadie: el viaje es un viaje a las tinieblas y no a las olas.
Bastan las primeras 30 páginas para darse cuenta de eso.
Lo prodigioso llega cuando el lector se da cuenta de que no
solo no sabe más de lo que sabe Santos sino que ni siquiera sabe lo que sabe
Santos. Primero, la realidad aparece fragmentada y luego, de la nada, aparece
la memoria en un juego estilístico admirable. En la novela hay tanto de jerga
criminal-administrativa como de carga psicológica. Más de lo segundo, me
atrevería a decir. Cada personaje es una amenaza. Cada pausa genera un ataque
de ansiedad.
Todo esto sin malditismos ni detectives que flirtean con
rubias platino ni frases demoledoras sacadas de una película de Humphrey
Bogart. No. En el libro de Uribe los adolescentes hablan como adolescentes sin
que eso suponga que tengan que hablar como gilipollas, tendencia muy común en
la narrativa contemporánea. Adolescentes vascos a principios de los 80, con
todo lo que eso supone de contexto común sin necesidad de desarrollarlo.
En definitiva, “Los que hemos amado” es una excelente novela
que trasciende su género. Igual que el protagonista reivindica los novelones
del oeste que se vendían en quioscos, Uribe ejemplifica aquí la calidad de un
género demasiadas veces asociado al misterio barato, la copa de whisky y el
cigarrillo con la ceniza colgando. Es una lectura frenética y gozosa, sin
concesiones ni adornos innecesarios, pero siempre dispuesta a sorprender al
lector. Se agradece.
Que este libro no haya tenido mayor repercusión mediática o
comercial es algo que, sinceramente, se entiende con dificultad.