España
 llegaba a México como subcampeona de Europa, lo que la convertía en una
 de las claras favoritas al título después del descalabro sufrido cuatro
 años antes en campo propio. A la corajuda selección del 84, la del 12-1
 a Malta, la de “La Furia”, la de la flor de Miguel Muñoz… se le había añadido la savia joven de la “Quinta del Buitre” del Real Madrid representada por Butragueño y Míchel, más el siempre talentoso Francisco, el expeditivo Tomás Reñones y el espídico chaval del Sporting, Eloy Olaya.
 Era un equipo rocoso y versátil, sabía competir y aquel Mundial tenía 
que ser el de su consagración. Como cada cuatro años, vaya.
Las cosas empezaron bien y mal. Que tu primer partido sea contra el Brasil de Sócrates, Zico, Careca y compañía ya es de por sí una desgracia. Que el árbitro —el infame Bambridge— no dé válido como gol un balón que bota un palmo dentro de la portería rival solo empeora las cosas… y que se te acabe de lesionar tu mejor central, Antonio Maceda, acostumbrado a formar con Goikoetxea una de las mejores parejas del panorama internacional, ya podía parecer un desastre absoluto.
Sin
 embargo, hubo cosas buenas: el equipo dominó gran parte del partido, 
tuvo oportunidades claras, los chavales no desentonaron —el gol fantasma
 fue obra de Míchel— y se había puesto a la tricampeona del mundo contra
 las cuerdas, solo batidos por un gol de Sócrates en probable fuera de 
juego tras rechace del larguero. El siguiente partido, ante Irlanda del 
Norte, se antojaba clave para la clasificación, dejando de lado a la 
Argelia de Madjer, un gran jugador perdido en un equipo falto de calidad.
Irlanda
 del Norte ya nos había montado una buena en 1982, derrotando a la 
selección 0-1 en primera ronda y condenando a España a un grupo 
imposible junto a Alemania Federal e Inglaterra, lo que derivó en la 
tempranísima eliminación de los de Santamaría en una competición que el país entero llevaba años planeando al detalle. Irlanda tenía un portero mítico, Pat Jennings, que ya sumaba 41 años y era el equivalente en el Ulster al eterno Peter Shilton inglés. Poco más, la verdad.
El miedo duró un minuto y medio, justo lo que tardó Butragueño en anotar el primer gol,
 precisamente a pase de Míchel. Los dos podrían ser hijos de Jennings y 
liaron una buena en aquella primera parte en la que España arrolló. Julio Salinas,
 otro jovencito salido del Athletic de Bilbao, ponía el 2-0 y la 
selección se echó a dormir, tanto que los irlandeses aún recortaron 
distancias y dispusieron de oportunidades para el empate. El pitido 
final fue un gran alivio: por una vez se había ganado el partido clave. La fase final se cerró con una victoria, 3-0, ante Argelia, noche de gloria para Calderé, ese infatigable rubio del Barcelona. 
Segundos
 de su grupo, los españoles se enfrentaban en octavos a un primero, en 
este caso, Dinamarca, la mejor Dinamarca de la historia. Los daneses ya 
habían dado un aviso en la Eurocopa del 84 perdiendo en semifinales y 
por penaltis precisamente ante España y paseándose en la liguilla previa
 con una goleada de escándalo ante Uruguay (6-1) y una contundente 
victoria ante la todopoderosa RFA (2-0). Era un equipo con tan buenos 
jugadores que costaba elegir al mejor: los goles eran cosa de Elkjaer Larsen, en defensa todavía daba guerra Morten Olsen, el medio del campo lo dirigían Jesper Olsen y Michael Laudrup, mientras Soren Lerby ponía el punto todoterreno que sorprendía a cualquiera.
La
 Dinamarca de 1986 era algo así como la Holanda de 1978, un equipo en 
toda la extensión de la palabra: flexible, coordinado, fuerte en todas 
las facetas, ordenado cuando había que ser ordenado y talentoso cuando 
había que tirar de talento. A los 34 minutos de partido, para aumentar 
su favoritismo, los daneses se adelantaron de penalti después de una 
entrada muy mal medida por Ricardo Gallego, improvisado central —líbero, se decía en aquellos tiempos felices— ante la baja de Maceda.
Pintaban
 bastos en Querétaro y hacía un calor insoportable. Aquel Mundial rozó 
unas temperaturas exageradas, las sombras dejando sus huellas en la 
hierba reluciente. Tanto calor hacía que los daneses se fueron viniendo 
abajo, desconcentrados, como si la fatiga y las expectativas pudieran 
con su entusiasmo inicial. Justo antes del descanso, de tanto tocar y 
tocar, los daneses acabaron por pasársela a Butragueño, así, sin más, 
para que el chaval empujara a la red el empate ante el desconcierto de 
todo el estadio.
Aquel
 error marcó el final de una era que se suponía que empezaba. Dinamarca 
terminó de derrumbarse en una segunda parte infame: a la salida de un 
córner, Butragueño volvió a remachar libre de marca y de cabeza un balón
 desviado en el primer palo para subir el 2-1 al marcador. A renglón 
seguido, “El Buitre” recibía un balón en profundidad y caía derribado en
 el área. Goikoetxea anotaría el penalti. Con los daneses volcados a un 
ataque imposible, aquel rubio aparecido en el escalafón mundial un par 
de años antes, en la remontada ante el Anderlecht que llevó al Madrid a 
alzarse con la Copa UEFA, se puso las botas: primero finalizó una 
preciosa jugada de equipo llegando solo desde atrás y seguidamente 
volvió a forzar otro penalti en uno de sus regates eléctricos dentro del
 área. Esta vez lo lanzó él y, por supuesto, lo anotó.
Los
 niños nos habíamos ido a dormir y de repente despertamos rodeados de 
bocinazos. La madrugada de España era una fiesta: “Se nota, se siente, 
el Buitre presidente”. Pasarán los goles de Iniesta y Torres y una generación, quizá dos, seguiremos recordando Querétaro y el 5-1.
 Así de caprichosa es la memoria. El país se llenó de euforia. Eran los 
ochenta y todo iba bien. Maravillosamente bien. El PSOE se preparaba 
para una segunda mayoría absoluta, acabábamos de ingresar en la Unión 
Europea y ningún coronel chiflado se atrevería a asaltar el Congreso de 
un país donde los goles caían de cinco en cinco.
El
 rival en cuartos no tenía nada que ver con la poderosa Dinamarca. La 
veterana selección belga se nos aparecía como una chinita comparada con 
la montaña danesa. Había un veterano incansable, llamado Ceulemans, un jovencito Scifo, y aparte tenían al portero del Bayern de Munich, Jean-Marie Pfaff,
 un hombre de reflejos desesperantes, que ya tendría tiempo de jugársela
 la temporada siguiente al mismísimo Real Madrid en su enésimo asalto a 
la Copa de Europa. En semifinales, oteaba Argentina guiada por la mano 
de Maradona. En la final, quién sabe.
A
 los belgas no les sobraba talento pero tampoco les faltaba ni un gramo 
de fuerza ni un punto de experiencia. Llevaron el partido a un terreno 
agotador, pesado, propio para que los críos europeos cayeran dormidos 
ante tanta contundencia. Desde la cama, uno podía ver a la selección 
intentarlo una y otra vez pero sin ideas. Butragueño apenas apareció y 
cuando lo hizo se encontró con Pfaff. La desesperación del 0-0. Los 
españoles siempre nos hemos manejado muy mal en el 0-0 y eso no vendrá 
ni un Capello ni un Mourinho a 
cambiarlo. El aficionado español teme al empate porque de alguna manera 
teme al destino, a la prórroga y a los penaltis. En ese sentido, es 
incorregible.
En
 pleno ataque de ansiedad, y aún en la primera parte, el citado 
Ceulemans remataba de cabeza un centro desde la izquierda. De nuevo, la 
defensa fallaba en la marca en el peor momento. Con el 0-1, Bélgica se 
encerró y dejó que España inventara, es decir, utilizó nuestras armas. 
La selección, acostumbrada a los espacios y el contraataque, tuvo que 
reinventarse. Eloy salió por un fallón Julio Salinas, y Señor lo hizo por Tomás Reñones, en un intento de quebrar de nuevo la garganta de José Ángel de la Casa.
Lo
 intentamos por la izquierda, por la derecha, por el centro, pero Pfaff 
era mucho Pfaff. La histeria continuó hasta el minuto 85, balón que 
llega a la banda después de un córner, con todo el equipo volcado en el 
área belga, pase hacia atrás a la llegada de Señor, quien, de nuevo, 
entre un mar de piernas, la rompe con la pierna izquierda ante un 
portero desconcertado y sin visibilidad. Aquel nuevo gooool de Señor
 tenía que ser como el gol de Maceda ante Alemania, el pasaporte in 
extremis a la gloria. Lágrimas de angustia antes de respirar con la 
prórroga.
No pudo ser.
Confiábamos
 en El Buitre, pero El Buitre estaba muerto. Lo intentó Eloy, el 
escurridizo Eloy, un chiquillo de 22 años que había entrado como de 
sorpresa en la lista, los tiempos en los que el Sporting de Gijón era 
una referencia en cada convocatoria. No sirvió de nada. Llegaron los 
penaltis como llegaron ante Dinamarca en 1984 pero Arconada
 —“Arcotodo” en el colegio al día siguiente— no estaba. Señor marcó el 
primero, pero la cosa se torció cuando Eloy falló el segundo. Bélgica 
aún tenía que anotar cuatro veces para aprovechar ese fallo. Lo 
desesperante fue la facilidad con la que lo hizo. Zubizarreta, en una tanda que le descalificó de inmediato como parapenaltis para el resto de su carrera,no se acercó siquiera a detener ninguno de los lanzamientos belgas.
Cada
 jugador de blanco llegaba al punto fatídico, tocaba y se iba levantando
 los brazos. Barra libre de felicidad. Mientras, en el medio del campo, 
solo como siempre quedan solos los que fallan, sentado entre lágrimas, 
quedaba Eloy, un chico que quedaría marcado por ese fallo que ni 
siquiera una carrera llena de goles en Gijón y Valencia pudo borrar. El 
penalti de Eloy Olaya como el penalti de Joaquín 16 años después. Dos chavales y un destino. El fútbol, señores, es así. Bélgica, por supuesto, no pasó de semifinales.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"