Andrés Barba es un escritor que ha pasado suficientes filtros como para saberse a salvo. A salvo de tener que demostrar nada, a salvo de las pandillas literarias, a salvo de la crítica despiadada… A salvo en resumen de todo lo que no es escribir y que acecha sin embargo al joven escritor que intenta hacerse camino en el mundo editorial. Justo lo que Barba ya ha hecho.
Por eso puede permitirse escribir una  pequeña novela sobre la primera adolescencia como “Agosto, octubre”.  Pequeña en lo extenso y pequeña en el alcance: el libro no pretende  cambiar el mundo, narra la historia de un adolescente al que el verano  se le echa encima en forma de pueblo con mar, pandilleros, primeras  peleas, primeros tocamientos y primera experiencia con la muerte. Eso es  todo y todo eso, efectivamente, ya lo habíamos visto antes.
Lo prodigioso de Barba es que te hace  sentir que estás ante algo único. Como si nunca hubiéramos leído ni  visto nada sobre experiencias iniciáticas. Es un escritor preocupado en  contar y que da los detalles justos pero sin caer en secretos ni  efectismos. Describe cuando hace falta, dialoga cuando hace falta pero  sobre todo narra: estados internos y externos. Vaya si se agradece.  Entre los muchos elogios que recibe el autor en la solapa del libro  destaca el de Mario Vargas Llosa y de hecho hay algo que une “Agosto,  octubre” con el formidable relato largo “Los cachorros” del autor  peruano: la sensación ambigua y peligrosa de camaradería y violencia, el  riesgo dentro de lo cotidiano, la imprevisibilidad del protagonista  dentro de la clásica agonía adolescente…
El estilo es distinto, eso sí. Mientras  Vargas Llosa en esa obra impone un ritmo vertiginoso, Barba es más  pausado, el narrador se detiene más en cada momento, hace que degustemos  el ambiente veraniego, las terrazas anodinas, el grupo de chicos y el  grupo de chicas, la sensación de “No pertenezco aquí” que el joven Tomás  vive de forma culpable, como si cada cosa que hiciera fuera una  demostración: tiene que ser el más fuerte y defenderse a sí mismo, tiene  que cuidar de su hermana pequeña (vestigios de Salinger), tiene que  consagrarse como amante, tiene que querer más a su moribunda tía y  respetar a sus padres. Todos los “tengo que” de la conciencia de un  adolescente que se van disparando hasta la explosión final que,  obviamente, no les voy a contar aquí.
Hay algo tremendamente diáfano y claro  en los paisajes y la prosa de Barba y a la vez algo oscuro y sórdido  esperando aparecer en cualquier momento. No es la historia de una  adolescencia soñada e idílica pero tampoco es la historia de una  adolescencia golpeada y traumática. O no demasiado traumática. El punto  en el que el lector es el que decide sobre el trauma en vez de que se lo  impongan a sangre y fuego.
Andrés Barba, un señor escritor, sin duda, por si estaba fuera de su radar, que ya lo dudo.

