martes, marzo 19, 2019

El chico que navegaba entre Radiohead y Frank Sinatra


Sala de urgencias oftalmológicas del hospital Nuestra Señora de América. Domingo por la tarde. Día primaveral en la calle Arturo Soria pero calor infame en las dependencias, con la calefacción aún a tope. La puntuación de los hospitales en las reseñas de Google suele ser baja porque nadie va contento a un hospital -mucho menos a urgencias- y nadie suele salir satisfecho. Ahora bien, lo de Nuestra Señora de América es escandaloso: no llega al dos sobre cinco y a alguien habrán tenido que curar...

Lo mío no es grave. O no parece grave. Tiene pinta de orzuelo, duele, pica y conviene que le echen un vistazo cuanto antes no vaya a ser que se infecte. En la sala hay otras quince personas amontonadas y una sola oftalmóloga que capea el temporal como puede. El otro día vi un reportaje en el que los médicos de urgencias reconocían que las agresiones eran su pan de cada día, que casi lo tenían asumido. Metes a quince personas que creen que se les está cayendo el ojo y les haces esperar dos horas y pico por cabeza y a alguno se le tiene que ir la olla, pero ahí nadie parece agresivo: una familia con dos niños se sienta delante de mí y muestran una paciencia estoica, una pareja de novios se enseñan fotos con famosos y otra pareja algo extraña -él le dobla la edad a ella- muestran su preocupación por si todo esto les puede arruinar su viaje a Brasil.

De todos estos grupos, los amigos de los famosetes son los más pesados. Ninguna sorpresa, en ese sentido. Porque hablan todo el rato y por el tono de condescendencia que él muestra. Todo ese "mi amor", todo ese "mi vida", todo ese no dejarle hablar nunca cuando la enferma es ella. No es el único. El señor que dobla la edad de su pareja y la quiere llevar a Brasil tiene un libro en la mano y de vez en cuando le lee extractos. A ella le duele el ojo a rabiar pero él quiere instruirla porque hay un tipo de hombre muy peligroso -o muy coñazo, sin más- que se cree Pigmalión a todas horas.

Al rato, llega un hombre de mi edad que parece venir de jugar un partido de algo -probablemente, baloncesto- y entra en la sala directamente con una gasa en el ojo. Pienso que, si hubiera un triaje de algún tipo, ese hombre tendría prioridad sobre mi orzuelo, pero esto es la selva. Esto es sentarse con el libro abierto y esperar, esperar, esperar... hasta que una voz lejana -la oftalmóloga no tiene ni enfermera- grite desde su despacho tu nombre. Y así estamos todos, quitándonos capas de ropa y desesperándonos con educación. Los teléfonos móviles suenan constantemente y nadie entiende que hay que hablar bajo, pero, en fin, suelen ser conversaciones de tres minutos que no merecen la pena ni el reproche.

Yo tengo el móvil en silencio porque siempre tengo el móvil en silencio. ¿Qué puedo perderme? Al principio era algo que hacía de vez en cuando y ahora es una costumbre asentada: no quiero saber lo que pasa ahí fuera salvo que yo lo decida. Si lo decido, entonces, de acuerdo: mirar tal resultado, consultar tal red social, mandar o contestar un mensaje. El resto del tiempo, no estoy. Si no estoy para mí, no estoy para nadie. Tengo mi biografía de Stefan Zweig sobre María Antonieta y paso página tras página ajeno al mundo. Cuando por fin dicen mi nombre, entro en consulta y efectivamente me diagnostican un orzuelo aunque, como buen hipocondríaco, desconfío del diagnóstico.

Da igual. Es lo que hay. No voy a pasar otras tres horas en otro hospital para que vuelvan a no convencerme. Salgo a la calle -un poco más de frío, noche casi cerrada, poco tiempo para que empiece el partido del Barcelona- y compro en la farmacia la crema que me han mandado. I go through the motions. Así cada día. Going through the motions and that´s all. De vez en cuando, busco un momento para quedar con alguien, si es que queda alguien ahí afuera, y no lo encuentro. Trabajo desde primera hora de la mañana hasta última de la noche, a veces sin tiempo ni para comer pero al parecer no trabajo lo suficiente. Da igual. Todo da igual. Hemos pasado del "nada es crucial" al "nada importa", que no es ni mucho menos lo mismo. He vuelto a convertir mi vida en una canción de Radiohead y me preocupa.

*

Hablando de la biografía de María Antonieta, hay que decir que empecé la lectura con muchas dudas. Durante años, el libro de Zweig se tomó como la gran referencia en la materia, pero creo recordar que en los últimos años ha caído en desgracia. Algo que estaba mal, algún dato desmentido...la lectura de las primeras hojas -y son más de quinientas- se hace un poco pesada porque desconfío continuamente de lo que el autor me cuenta, como si en vez de un libro de historia estuviera leyendo una ficción, sin más.

Ahora bien, qué ficción. A las cien páginas uno ya se ha olvidado de posibles inexactitudes y a las doscientas está volcado en la lectura. Como siempre. Investigando sobre el libro, encontré una reseña de alguien que decía que Zweig era un escritor menor, autocomplaciente, con demasiado gusto por el folletín y el psicodrama. Es cierto que en términos de ficción, las novelas y los cuentos de Zweig no son de la más alta categoría... pero los retratos. ¡Ah, los retratos! Qué maravilla. Dejemos a un lado su batiburrillo mental en torno a la mujer como concepto, su capacidad para mostrar un irritable tono de superioridad con respecto al "carácter femenino" y la fascinación a la vez con la que habla de sus personajes y los lleva más allá de las convenciones de género que él mismo ha dado por buenas momentos antes, probablemente influido por el espíritu de su tiempo -primer cuarto del siglo XX- y su entrega absoluta al psicoanálisis de Freud.

A las trescientas páginas, los ojos directamente vuelan. Vuelan sobre esa catarata de hechos. Hechos que probablemente no estén del todo fundamentados y sobre los que habría mucho que discutir pero que cuadran precisamente porque Zweig no solo no es un escritor menor sino que es un escritor enorme, capaz de hacer literatura de calidad incluso metiendo una frase entre exclamaciones en cada página, que en principio no parece una gran idea. Versalles, las Tullerías, Varennes, el Temple, la Convención, las sucesivas guillotinas... Es cierto que hay momentos demasiado "románticos", que pierden aún más pie con las pesadas explicaciones freudianas, pero aun así compensa. Zweig consigue lo que pocos logran: que seas feliz leyéndole, que obvies la veracidad y te empapes en la verosimilitud. Que te dejes de preguntas y de historias. Que quede solo el texto y ni siquiera te preocupes en andar dando por culo con exégesis e historias.

*

Otras cosas que he hecho y que recuerdo sin venir a cuento: componer la letra del himno de la Copa Colegial. Eso en términos más glamourosos, por decir algo. ¿Quieren algo poco glamouroso, algo de lo que uno hace por ganar una miseria pero poder aportar algo a la familia, a la crianza de un niño de apenas unos meses? Recorrerse Madrid en invierno, frío gélido, amago de nieve, acabar en Sanchinarro o en Moratalaz o en La Moraleja o en Tres Cantos, con tu libreta, con tu supuesto prestigio de periodista deportivo de revista "cool" y anotar las canastas de chicos y chicas para luego, de madrugada casi, poder escribir las crónicas en casa, ya casi cuarenta años, viernes noche de insomnio porque el niño no va a dormir de todas maneras. Estadísticas y estadísticas y tono épico porque quieren tono épico... todo para que al día siguiente la crónica aparezca con mi nombre, efectivamente, pero con el texto completamente cambiado porque hay alguien que se cree que puede hacerlo mejor que yo, que no sirvo ni para escribir crónicas de partidos de adolescentes.

Sí, eso lo he hecho yo y no solo fundar revistas, igual que he ido con mis libros y mis apuntes de centro cultural en centro cultural, de domicilio en domicilio, recaudando 15,20,25 euros por una clase, confiando en que la siguiente no se cancele, que no haya cambios de horarios, que nadie se levante sin ganas de dar clase de inglés y mande un mensaje de madrugada... La indefensión absoluta. La precariedad. Lo asombroso de mi vida es la capacidad con la que he convivido con algo parecido al lujo y algo parecido a la miseria. Hijo de mi tiempo, supongo. A veces, más que una canción de Radiohead, un himno decadente de Frank Sinatra.