miércoles, diciembre 19, 2018

This fire is in absolute control


Recuperé mi iPod. Creo que es el que me regaló Arantxa, hace unos diez años, pero no estoy seguro. Puede incluso que fuera el que me llevaba a San Sebastián en los viajes de tren de cinco horas. No sé. En cualquier caso, recuperé mi música. La sensación maravillosa de vivir en un vídeo-clip. Hay que aclarar que no es una experiencia completa: no es una experiencia 2005, por ejemplo. El placer sigue ahí, incluso la emoción al reencontrarse con el "Don´t tell me" de Madonna, con el "Kindergarten" de DNV o con cualquier canción de Hole o Veruca Salt. Lo que no está es la promesa, no sé si me explico.

A los veinte, a los treinta, la música tiene algo inmediato en los sentidos y en la cabeza. Eso me lo explicaba LC en su momento y a mí me daba una rabia enorme y le intentaba explicar que no, que mucho mejor escribir, aunque supiera que aquella defensa era una patraña. Yo, que soy un adicto a las drogas legales, no he probado jamás una ilegal y solo me podrían explicar los efectos de un tiro de cocaína comparándolo con canciones de Elástica. Supongo que a eso se refería LC: la inmediatez de la música, el disparo al cerebro. La posibilidad de abrir todas las puertas de la percepción abriendo un solo sentido.

Las canciones de aquella época no solo eran más o menos bonitas sino que, al oírlas, eran más o menos tú. Esas sensaciones son las que ya no pueden recuperarse. Por ejemplo, "Antes", de Jorge Drexler (como verán, mi gusto musical es bastante ecléctico), que durante años consideré una preciosa historia de amor y que ahora solo consigue ponerme la piel de gallina si la imagino como una canción de su padre a su hijo. Siempre llega un momento en el que la vida y la música se separan: hay pocas canciones sobre hijos y generalmente parecen hablar de otra cosa. Menos canciones aún sobre matrimonios, alquileres y repuestos para el coche. Esto no es culpa de nadie, simplemente es así.

En consecuencia, cuando me pongo los cascos -uno tiende a no sonar, pero eso ya pasaba antes- e intento caminar por la calle como Richard Ashcroft en "Bittersweet simphony" o recuerdo cuando gritaba enloquecido "This fire is out of control", queda una especie de pose estética pero que no va más allá: ya nunca iremos contracorriente siquiera en una avenida de Londres y este fuego está tan controlado que asusta. Aun así, permanece una sensación relajante. He comparado antes la música con la cocaína pero también puede ser un excelente ansiolítico. Algo que no solo te devuelva una imagen distinta de uno mismo sino que te permita olvidar quién eres durante tres, cuatro, cinco minutos. Y, de paso, quiénes son los demás.

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Terminé la correspondencia del matrimonio Zweig. Desolador derrumbamiento en los últimos cinco años. Interno y externo. Un precipicio sin fondo en el que Stefan por momentos se convierte en Josef Roth, agobiado por todo y buscando una solución apresurada a cada problema. Ese constante "necesito parar, necesito descansar" que también me ha acompañado a mí toda la vida. Cuando ya no puedes quedarte tan tranquilo y esperar que lleguen los cheques sino que tienes que ir a buscarlos tú, eterno extranjero, de conferencia en conferencia por un mundo que ya no reconoces.

En cualquier caso, sorprenden los restos de templanza. Roth era un alcohólico, no tenía límites en su prosa ni en sus reproches. Stefan es un caballero -o pretende serlo- incluso dentro de un caos que le llevaría al suicidio. Hay en él algo de Ned Flanders a punto de estallar en cualquier momento. Todos esos "te ruego", todas esas quejas sobre-explicadas, todas esas mentiras flagrantes... Zweig no queda demasiado bien en muchas de sus cartas y Friderike no queda mucho mejor, aunque al fin y al cabo, era ella la que sacrificaba su vida por el bienestar físico y mental de un mujeriego reconocido.

Ahora bien, lo interesante de la edición es justamente su epílogo, en el que descubrimos que a Friderike le entró el síndrome Förster-Nietzsche y decidió reajustar la historia a su medida: publicó una biografía sobre su ex-marido algo dudosa, editó su correspondencia omitiendo cartas e incluso cambiando las partes más comprometidas, es decir, las que hablaban de su nueva esposa, Lotte Altmann, con la que en apariencia le unía una relación al menos cordial, pues a menudo se enviaban saludos y felicitaciones con esa educación austrohúngara que preside todo el volumen.

Persiste, en todo caso, la desazón por el escritor perdido. En sus años más terribles y angustiosos, los de las redadas policiales en Salzburgo, los del exilio en Londres, los de la separación con su esposa o los del trasiego constante entre Brasil, Estados Unidos, Argentina... con los correspondientes papeleos y gestiones burocráticas, Zweig escribió la biografía de María Estuardo, la de Erasmo de Rotterdam, relató los conflictos entre Calvino y Castellio en Ginebra, se enfrascó en las aventuras de Americo Vespucio, añadió dos momentos estelares de la humanidad a su libro original, trabajó hasta el último aliento en la figura de Montaigne y aún tuvo tiempo de escribir su autobiografía, "El mundo de ayer" (por cierto, a Friderike no le gustó nada, sentía que, incluso muerto, seguía ninguneándola). Todo esto antes de envenenarse junto a Lotte al poco de cumplir los 60 años, convencido no tanto de que vivir en guerra no merecía la pena sino que la propia posguerra supondría un esfuerzo desmedido.

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La Chica Diploma decide ponerle al Niño Bonito un capítulo de "Érase una vez la vida" o "Érase una vez el cuerpo humano" o cómo se llame eso. Es una serie que funcionó con su prima Eva y así le tiene tranquilo un rato. A los cinco minutos, sin embargo, el niño aparece en la cocina haciendo pucheros y consternado: "Mamá, ¡somos monos!". No tiene cinco años y ya toca explicarle creacionismo los días pares y la teoría de la evolución los impares.