jueves, diciembre 13, 2018

El Niño Bonito y el Niño Jesús


Al Niño Bonito le gusta la Navidad. Se lo pregunto en el coche y dice que sí, convencido. Yo no lo tengo tan claro, pero no hemos venido aquí a hablar de mí.

¿O sí?

A mí, la Navidad me gustaba cuando era sinónimo de libertad, de ocio. Me gustaba cuando veía a todo el mundo de buen humor porque era algo probablemente falso pero agradable. Ahora me cuesta mucho más: yo no estoy de buen humor nunca, mi tiempo libre coincide milimétricamente con el de mi hijo y la libertad, por tanto, es algo bastante limitado.

Sin embargo, para él es un terreno desconocido y estéticamente bonito. El árbol de navidad con sus correspondientes bolas y estrellas. Yo tuve árbol de navidad en casa durante algún tiempo cuando era niño -y también me gustaba- pero ni me planteé volver a poner uno hasta que empecé a vivir con la Chica Diploma. Más que nada porque yo puedo disfrutar la Navidad como celebración social pero no creo en ninguno de sus símbolos, así que, ¿qué sentido tendría recrearlos?

La Chica Diploma, que tampoco es que sea una creyente enfervorecida, sí tiene ese punto tradicionalista o nostálgico, si se quiere: le gusta que haya un árbol, le gusta poner las tarjetas de felicitación a la vista, le gusta poner un belén aunque sea un belén algo desorganizado... Esa fue su infancia y se resiste a abandonarla, cosa que me parece muy lógica. El belén, como digo, es mejorable. Para empezar, a Baltasar se le ha roto una pierna y aún no se la hemos pegado así que se pasa el día tumbado sobre la mesa, claro, y al Niño Bonito le da por señalarle y decir: "Está durmiendo la siesta".

En cualquier caso, su figura favorita es la del Niño Jesús. Siente verdadera fascinación por el personaje, especialmente desde que un taxista le regaló una estampita que él entendió inmediatamente como una foto que probaba sin lugar a dudas su existencia. Cuando habla del Niño Jesús -cuando repite lo que le han dicho sobre el Niño Jesús- habla de alguien que no se sabe si está vivo o muerto pero que cuida a los niños y les procura dulces sueños. ¿Cómo no creer en algo así? ¿Cómo no decirle que sí, que tiene razón, que el Niño Jesús está en el cielo (yo diría que vivo, o más bien resucitado, pero mis conocimientos de teología no dan para saber si se puede asimilar al Crucificado con el bebé redentor) y que le va a cuidar siempre.

No es que le anime a creerlo pero desde luego no le desanimo. La fe es algo envidiable y si va a ser más feliz, bienvenido sea. Si puede ser de todos los equipos, ¿por qué no va a estar a tiempo de ser de todas las religiones? El otro día, por ejemplo, intenté explicarle que, como el Niño está en el cielo, es imposible saber si existe o no. "Que nos lo diga tu papá o la abuela Cuca", me dijo, todo convencido. "Ellos están en el cielo también, así que nos pueden llamar y que nos lo digan". Cuando le expliqué que era complicado llevarse un móvil al cielo, encontró una solución más práctica: que lo escriban en un papel y nos lo tiren. Y ahí fue cuando el filósofo racionalista ya dejó de luchar y se entregó sin más al convencimiento ajeno.

*

Estoy con la correspondencia entre Stefan Zweig y su esposa, Friederike. Relación extraña, ya desde el principio. Una mujer melancólica con un hombre hiperactivo. La razón por la que hay miles de cartas de Stefan Zweig en distintos archivos se debe, básicamente, a que nunca estaba en casa. Su agenda de viajes es realmente agotadora y representa precisamente esa libertad que para él era "el mundo de ayer", cuando aún no era "un judío" sino "un intelectual" o incluso "un humanista": de Salzburgo a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a París, de París a la Toscana, de la Toscana a Budapest y así sucesivamente...

Es un modelo de pareja, en cualquier caso, que no me gusta. Es lógico porque es un modelo de pareja de hace cien años. Se pasan las cartas pegándose hostias verbales y repartiéndose reproches... y eso que aún no he llegado a la parte dura, la de los años 30, la persecución y el divorcio. Ella está frustrada porque lleva una vida que no le gusta. Hay algo de Madame Bovary en el personaje. Algo de cualquier ser humano con dos dedos de frente, por otro lado: se pasa el día sin hacer nada, ordenando correspondencia ajena y cuidando a las dos hijas de su primer matrimonio mientras el otro se pasa el día de punta a punta del continente en plan "hoy he comido con Rolland, hoy he cenado con Freud, hoy he desayunado con Thomas Mann...".

Friederike soñaba con ser una gran escritora pero nunca tuvo el tiempo ni el apoyo para serlo. No sé si soñaba con ser Stefan Zweig pero sí al menos con que Stefan Zweig viera en ella a una igual y no a una taquigrafista. Por otro lado, Zweig no se corta a la hora de relatar su líbido e insinuar sus consecuencias. En demasiadas ocasiones, no parece necesario ni parece una broma que los dos acepten de igual manera. Ahí vuelven entonces los reproches y el mal rollo, un mal rollo que, sorprendentemente -hoy día, muchas de esas cartas derivarían en un divorcio inmediato- parece desaparecer en el siguiente párrafo demostrando una encomiable educación austro-húngara.

En cualquier caso, ya digo, me cuesta entender una vida marital en la que los esposos, en rigor, no comparten nada. Me parece triste. Si en la correspondencia con Roth estaba claro quién era el perdido, aquí la cosa está más competida: el niño de 50 años que se regodea en su burbuja hasta que esta dramáticamente explota o la contenida realista siempre a punto de romper la cuerda. Dos situaciones realmente desagradables.

*

Hay algo impostado en los anuncios de niños de diez años hablando entusiasmados sobre Luke Skywalker y la Estrella de la Muerte. Como si los de mi generación nos pusiéramos a jugar al Lego Bismarck y recreáramos absortos la guerra francoprusiana de 1870.