lunes, diciembre 03, 2018

El mundo de ayer


La buena noticia es que Europa -iba a decir Occidente pero me ha parecido un pleonasmo- ha estado sin matarse setenta y cinco años. La tarea era tan improbable que no se había producido nunca antes en la Historia. Setenta y cinco años de paz, de tratados, de reconciliación entre enemigos acérrimos y de tolerancia e incluso empatía con respecto al otro. Setenta y cinco años que incluyeron en su tramo final incluso la supresión de las fronteras, la concesión de no sentirte extranjero allá donde fueras, e incluso la creación de una moneda común para reforzar los vínculos.

La mala noticia es que eso se va a acabar. Muy pronto. Se va a acabar porque a algunos no les gusta y porque a otros siempre les ha parecido insuficiente. Siempre han sospechado. Los adalides de la paz ideal a menudo han piado contra la paz real como si la dieran por hecho. Y no. La paz se basa en la aceptación legal y moral del otro, en considerar inimaginable que haya que matar al divergente para conseguir afirmar ninguna idea propia. El mejor ejemplo es que allí donde eso se ha producido, no ha habido duda en llamar "terrorismo" a esas acciones, incluso "terrorismo de estado" si era el gobernante el que se saltaba la ley.

La ley. A eso quería llegar yo. Estos setenta y cinco años han sido los años de esplendor de la ley basada en los valores ilustrados. Años que han acabado con totalitarismos y con nostalgias. Años en los que el nacionalismo ha jugado un papel francamente residual aunque a menudo violento. Una ley para proteger a las minorías y para asegurar la igualdad de oportunidades. Una ley que viene de arriba a abajo, es decir, dictada por las élites para la obediencia más o menos complaciente de las masas. A los franceses les dijeron que tenían que perdonar y perdonaron. A los ingleses les explicaron que había que olvidar los bombardeos y los olvidaron. A los alemanes les dejaron claro que ese perdón y ese olvido solo dependía de que abandonaran su unilateralismo supremacista y lo abandonaron, convirtiéndose en el socio por excelencia de todo su entorno.

¿Fue lo más "justo"? Puede que no. Los "justos", que decía Camus, siempre consideraron que aquello se quedaba corto. Demasiados nazis en las calles e incluso en las administraciones -cierto-, demasiadas compensaciones sin recibir, demasiado hambre propio para ayudar a los culpables a remontar el vuelo. Pero era eso o matarse en otros quince años y esa gente ya se había matado dos veces en treinta y no estaba por la labor. Eligieron la paz, quizá imperfecta, la del pacto y la cesión. No funcionó mal y cuando funcionó mal siempre se podía echar la culpa a Estados Unidos de todo y respirar orgullosos.

En España sucedió algo parecido. Lo llamamos "transición". Consistía en que los que tenían el poder lo cedían de forma pacífica -algo insólito también en este país- y reconocían como iguales a los adversarios políticos a los que habían perseguido, encarcelado, torturado y ejecutado durante cuarenta años. No solo reconocían sus derechos sino que se obligaban a sí mismos a la obligación de obedecerles si estos llegaban al poder, como sucedió a los pocos años. A cambio, los perseguidos renunciaban a la venganza. A cualquier tipo de venganza. Eso implicaba un olvido aún mayor que el europeo porque los asesinos y sus cómplices seguían ahí, paseando por las mismas calles de los mismos pueblos, sin responsabilidad alguna que depurar, sin explicaciones que dar al respecto.

A nuestros padres, a nuestros abuelos... les pareció bien. Y les pareció bien porque no querían volver a matarse. De nuevo, el practicismo tan mal visto en nuestros días de inmediatez y redes sociales. Europa y España apostaron durante décadas por el "progreso": construir un estado de derecho con base social, ampliar las prestaciones de desempleo, educación y sanidad. Invertir en ciencia, en investigación, en todo aquello que pudiera hacer nuestra vida (y la de nuestros vecinos) mejor. Se creó la cultura popular global, es decir, iconos reconocibles en todos los países y que de alguna manera servían para unirnos en comunidades apátridas. Se mejoró, se ahuyentó el fantasma de la guerra y el enfrentamiento y cuando aparecieron problemas puntuales -la inmigración postcolonial. por ejemplo-, se intentó, con mayor o menor éxito, buscar una solución sensata, equilibrada y racional.

Durante 75 años, Europa fue el espacio de la racionalidad, del debate en torno a ideas reconocibles aunque a menudo enfrentadas. Cada vez queda menos de eso. Aquí y en Estados Unidos. Con la llegada de VoX al parlamento andaluz se habla mucho del fascismo, pero VoX no es un movimiento fascista -Abascal detesta el "estatalismo"- sino ultraconservador, a la manera de la alt-right mundial. VoX es la réplica española de Bannon, Le Pen, Farage, Salvini, Orban y compañía. Gente asentada en el odio y en la mentira. Gente con la que es imposible dialogar en términos sensatos y que de hecho odian la sensatez, que apelan solo a los intestinos y encima a los intestinos patrios. Gente que no tiene adversarios sino enemigos y que los tiene por todos lados o, si no, los inventa.

Mucha gente ha comparado el éxito de VoX con el de Podemos. Entiendo la asimilación hasta cierto punto. A mí no me gusta nada Podemos y no me gusta nada precisamente por su parte irracional, la que comparte con VoX: el antieuropeísmo, la antiglobalización, la concepción del "pueblo" como algo anterior y superior a la ciudadanía y por lo tanto a la ley. Con todo, no consigo que me dé el mismo miedo un partido que pide una renta básica general -por económicamente disparatado que eso pueda ser- que un partido que habla de reconquistas, que tiene a los inmigrantes por ladrones, que repudia el matrimonio homosexual desde el punto de vista legal y moral y que pretende penalizar el aborto. Pero esta es una opinión puramente personal, por supuesto.

Yo crecí en el Madrid de los noventa. No era un Madrid fácil. Los años de los Ultras Sur y del Frente Atlético; de los apuñalamientos, de las pintadas contra negros, rojos y maricones. Los años en los que tener un amigo de otro color era exponerte al peligro -y ser el amigo de otro color, ya ni te digo-. Fueron los años en los que Bases Autónomas y su legión de skinheads campaban a sus anchas por Moncloa o por Malasaña haciendo "redadas de cerdos" al modo SA en los años veinte y principios de los treinta. Cómo desapareció eso, no lo sé, pero de repente un día ya no estaban. Supongo que tendrían que ver las campañas de sensibilización de los gobiernos de González y Aznar o al menos el acuerdo común del resto de la ciudadanía de que aquello era saltarse una línea sagrada de convivencia.

No sé qué pasará ahora. Ni en Europa ni en España. No sé qué le espera a mi hijo. No sé si él tendrá un gobierno que le defienda de esos excesos o uno que los abrace "sin complejos", como defendía hoy Javier Maroto en el programa de Carlos Alsina. El mismo que se casó con su pareja aprovechando la regulación socialista del matrimonio homosexual. Da la sensación de que el principal problema de los resultados de VoX es el efecto contagio, un efecto que ya existía antes de las elecciones: la lucha de PP y Ciudadanos por competir por ese electorado contando las mismas mentiras sobre inmigración y delincuencia, las bases clásicas de todo pogromo.

No sé cuánto tardarán en reaparecer los skinheads ante la llamada a obviar los complejos. No sé qué futuro legal le espera a mis amigas lesbianas casadas. En el colegio de mi hijo, al ser internacional, hay multitud de negros, hindúes, asiáticos... por supuesto, son negros, hindúes y asiaticos ricos, lo que en principio debería protegerles de alguna manera... pero cuando tengan diez, quince, veinte años, lo que los animales verán no será a un rico sino a un negro. Un enemigo. No sé si mi hijo se pondrá de su lado o preferirá mirar hacia otro. En realidad, la "batalla" de la que tanto se habla es esa: ¿estaremos con ellos o mantendremos tranquilos nuestros privilegios sin meternos en líos? Es la pregunta en Estados Unidos, es la pregunta en Europa Central, es la pregunta en la Europa mediterránea, ha sido la pregunta en el País Vasco y en Cataluña durante décadas y es la pregunta ahora en el resto de España, porque si VoX ha sacado doce escaños en Andalucía, donde no existía, ¿cuántos sacará en Madrid, en Castilla y León, en Murcia...?

El problema, en cualquier caso y como decía antes, no es VoX, ni siquiera es la alt-right globalizada. El problema está en la masa que ya se ha cansado de obedecer. Que se ha cansado de escuchar. Que se ha cansado de pensar. La masa que consume mensajes y opiniones de ciento cincuenta caracteres. El pensamiento reducido al aquí y ahora. En los últimos años se ha celebrado mucho ese "empoderamiento" del pueblo pero eso nunca ha llevado a nada bueno. Ayer, en La Sexta, un tertuliano hablaba de que este país necesitaba una "catarsis" y supongo que entre eso y "un nuevo amanecer" no hay tanta diferencia. Si los extremismos funcionan no es porque se retroalimenten el uno al otro sino porque hay una base previa de electores deseando llegar al extremo. Electores que no saben lo que es la paz porque no saben lo que es la guerra. Que no entienden de equilibrios porque siempre han saltado con red.

José Ortega y Gasset escribió "La rebelión de las masas" entre 1929 y 1930. Es un libro maravilloso y de plena actualidad. Lo que vino de 1930 en adelante lo sabemos todos. Zweig hablaba con nostalgia de "el mundo de ayer", el previo a la masacre de 1914 con sus elegantes costumbres. Entre 1870 y 1914, los europeos habían conseguido también dejar de matarse o al menos matarse lo menos posible. Ahora, nosotros somos Zweig y somos Ortega y, como a ellos, no se nos escuchará porque aquí ya nadie escucha y si alguien pretende hablar o razonar, se convierte no ya en un "intelectual" sino en un "periolisto" al que acribillar en Twitter. Estamos más cerca y más lejos que nunca. Los últimos cinco años no nos han dado ni un solo motivo para ser optimistas.