martes, noviembre 20, 2018

The White Album


 Lo que uno aprende con el tiempo es que no se puede escribir sobre cualquier cosa. Se puede, vaya, pero no siempre merece la pena. Parece sencillo pero no lo es tanto: por ejemplo, cuando Truman Capote publicó el adelanto de "Plegarias atendidas" en forma de roman-a-clef, todos sus amigos de la jet-set neoyorquina se vieron representados y decidieron hacerle el vacío, empezando por su adorada Jacqueline Kennedy Onassis. Él no dejaba de preguntarse, abatido y enfermo: "¿Con quién se creían que estaban hablando, no sabían que yo era escritor?".

No, hay gente que no quiere ser carne de relato, ni para bien ni para mal, y por eso prefiero no hablar del viernes, por mucho que me tiente, sino pasar directamente al sábado, a la fiebre repentina del Niño Bonito que no impide que acabe la noche en el Honky Tonk viendo a Beat, Beat Yeah! versionar el "White Album" de los Beatles.

El concierto es irregular y la sala es infame. Hablamos de un disco que nunca fue pensado para tocarlo en directo y los arreglos se hacen complicados, especialmente en materia vocal. Aparte, todo el mundo habla. Es un fenómeno que siempre me ha costado entender: pagar diez euros por hablar con un amigo a gritos mientras otra gente intenta cantar. Cuando los amigos en cuestión sobrepasan los 50, me parece delirante, sin más. Aun así, es un concierto que merece la pena en sí mismo porque alguien tiene que hacer estas cosas... esas son mis dos reglas de hoy: no se escribe sobre quien no quiere que escribas de él y sí se toca el disco blanco de los Beatles aunque solo sea para recordar lo maravilloso que es.

Porque el caso es que cincuenta años después no hay consenso en la materia. El propio José Manuel, cantante del grupo y fanático de los Beatles, me decía antes del concierto: "Hay un montón de truños en ese disco". No es nada nuevo, el propio Ringo Starr afirmaba algo parecido en "Anthology". Sin embargo, a mí me parece una obra maestra sin discusión. Una obra maestra en la que incluso sus dos peores canciones cumplen su cometido: "Ob-la-di Ob-la-da" es una fiesta en directo y "Revolution number nine" me tuvo acongojado de miedo cuando la escuché por primera vez en una cinta de mi madre a los once o doce años, no creo que muchos más.

Para mí, el White Album es, además, un período de mi vida. 1995-1996, aunque no solo. Desde que Pancho me compró el CD -no sé si por mi cumpleaños o por Navidad o porque le apetecía- hasta que T. decidió que no podíamos vivir instalados en "Yer Blues" o "I´m so tired". En medio, las Nocheviejas cantando "Martha my dear", los relatos titulados "Everybody´s got something to hide except for me and my monkey" (que es una frase con la que yo hubiera definido mi adolescencia, aunque fuera una frase muy equivocada), el vértigo de "Helter Skelter", incluso en la versión de U2, cuando Aitana me descubrió "Julia" y yo iba a casa de Gure solo para poner esa canción en vinilo, justo después de "Why don´t we do it on the road?" y un largo etcétera.

Sé que esto no es más que ahondar en el tópico y que nadie está obligado a que le gusten los Beatles, pero cuando se separaron de verdad, en 1969, Lennon y Ringo tenían 29 años, Paul tenía 27 y George andaba por los 26. Ya lo habían hecho todo. Yo, con 26, lo más a lo que aspiraba era a enviar cuentos a concursos y caminar con una amiga que acabaría siendo mi novia que acabaría siendo mi amiga por el barrio de Aluche durante horas para llegar al centro cultural del barrio de Latina. Claro que todo esto nos empieza a acercar peligrosamente al viernes y habíamos dicho que no, que los viernes se viven, no se escriben, así que aquí lo dejamos.

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Empiezo la correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig. Las cien primeras páginas, las anteriores a la llegada del nazismo al poder, reflejan un mundo frenético, por mucho que a ellos, hijos de José Francisco I, les resultara demasiado moderno. Es curioso cómo el cosmopolitismo impregna las cartas de Roth durante cuatro años -viajes constantes de Austria a Francia, de Francia a España, de España a Polonia, de Polonia a Alemania... como si todo fuera un único país- y de repente ese cosmopolitismo tan judío errante se convierte precisamente en una amenaza o, más bien, en un imposible.

En un abrir y cerrar de ojos, el mundo se hace diminuto. La nación se hace tribu y ellos son los extranjeros por definición y, también por definición, los apestados. Sus libros se queman, sus editoriales se niegan a seguir publicándoles, los anticipos desaparecen. De Zweig sabemos poco porque casi toda la correspondencia es en un solo sentido pero intuimos su estado de ánimo gracias a "El mundo de ayer". Zweig, el optimista, no se veía venir esto como sí se lo veía venir Arendt, la realista. De hecho, los treinta años aproximadamente que separan el temperamento del uno del de la otra parecen en ocasiones treinta lustros.

De Roth, hay momentos en los que sabemos incluso demasiado. Su obsesión por el dinero y su hipocondría. Su fervor marital y sus numerosas amantes, de todas las edades y nacionalidades, aunque preferiblemente francesas. Como amigo, no sé si es funesto pero agotador parece un rato. Por lo demás, no deja de ser curioso, en nuestros tiempos, la alegría con la que se habla de ejemplares vendidos. De acuerdo, son dos grandes de la primera mitad de siglo, pero causa cierta envidia ver su capacidad para encontrar lectores ávidos y comprometidos sin necesidad de recurrir a premios, malditismos, promociones absurdas y redes sociales. Hay en ellos, al menos en la intimidad, algo del Benno von Archimboldi de "2666". Tan alejados de la realidad que la realidad les pasó por encima.

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El Niño Bonito sigue con mocos.Para que se tranquilice, paso la noche en la cama de al lado. Por la mañana, yo no he pegado ojo y estoy intentando dormir sobre un elefante de peluche mientras él descansa plácidamente sobre dos almohadas y tiene su agüita a mano en la mesilla. Al despertar, sonríe y le digo: "¡Vaya noche me has dado!", a lo cuál él responde, extrañado, "¿de buena?" e inmediatamente se pone a cantar y a correr y a sacar todos los juguetes que aún no he tenido tiempo de recoger.

Aunque lo haré ahora mismo.