jueves, noviembre 08, 2018

Cajas de música difíciles de parar


Al rato de poner la canción, me doy cuenta del error. Un error didáctico y sobre todo un error personal. Son las seis de la tarde, la clase no ha ido bien y estoy en medio de una de mis crisis existenciales autocomplacientes. Mientras Madonna canta en la pantalla -recuerdo ese vídeo como uno de los primeros que vi, a los siete años, quizá junto al "Say, say, say" de Michael Jackson y Paul McCartney, cuando eran amigos- yo me siento completamente absurdo y frustrado. Nadie está aprendiendo nada. Nadie está mostrando la más mínima voluntad de aprender algo y ahí en medio quedo yo, el chico sin vocación, apoyado en una pared y revisando las imágenes de una infancia lejanísima.

Lo peor, con todo, es cuando llega el estribillo: "We are living in a material world, and I am a material girl". Me evado del vídeo, me evado de Madonna y el pensamiento se va al documental de Scorsese sobre George Harrison, que casi comparte título. Ser George Harrison. Haber sido George Harrison. Tener la más mínima esperanza de que en algún futuro uno pueda llegar a ser George Harrison. Se me ocurren cosas mejores pero no muchas. Nada de eso es posible ya. Ni ser George ni ser Ringo ni ser Neil Apinall, por poner un nombre.

No ser nada de lo que uno soñó ser. De lo que uno sigue convencido de que podría haber sido de haberle puesto más empeño, de haber tenido algo más de suerte, de haber sabido calmar el carácter cuando hizo falta, o al menos modularlo... Así, el chico que quería ser George Harrison se queda por un momento paralizado y con ganas de llorar mientras repasa la letra con sus alumnos, que apenas han entendido una palabra. No es culpa suya. El profesor va dando palos de ciego porque no sabe hacer otra cosa. Es lo que ha hecho toda su vida. Lo curioso, lo incomprensible, es que a algunos les siga atrayendo esa imagen de hombre perdido, tan perdido como si fuera un alumno más, y se queden ahí, esperando el siguiente disparate.

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Por la noche, nada más llegar a Madrid desde Valdemoro, me paso por Tipos Infames para la presentación del libro de Marcos Pereda. Llego tarde, por supuesto, pero me da tiempo a comprar algunos libros y unirme a la clásica procesión al bar. No conozco a nadie salvo a Marcos pero pronto la conversación se llena de nombres comunes, normalmente para criticarlos, porque es lo que se hace en estos casos. Se me ha pasado la angustia y estoy de relativo buen humor, pero prefiero no entrar en la carnicería porque veo todo eso como algo ajeno. Completamente ajeno. Me repito a mí mismo que ya no quiero estar ahí, que no quiero publicar en grandes periódicos ni en grandes editoriales, que estoy bien en mi perfil bajo, que sé que tengo el talento pero no el valor y no pasa nada, que los editores, las agentes, los críticos... son algo que prefiero reservar a los demás.

Obviamente, es una narrativa falsa, pero necesaria. Uno no puede estar a punto de derrumbarse por ser profesor de inglés en Valdemoro y a las tres horas suspirar de alivio porque es profesor de inglés en Valdemoro y no tiene que lidiar constantes batallas miserables de ego. El funcionariado, hasta cierto punto, te mantiene puro, y eso es más importante que la nómina a fin de mes, nada despreciable. En cualquier caso, es la narrativa que necesito en este momento y la pienso apurar al máximo hasta que se acabe esta crisis. Cuando teníamos veinte años temíamos la mediocridad. A los cuarenta, lo que da pánico es el fracaso. Ahora bien, ambos términos dependen de una valoración, sea externa o interna: sentirse un mediocre o sentirse un fracasado. Incluso, yendo más allá, pillarle el gustillo.

Yo, cualquiera que lea esto lo sabe, me siento ambas cosas. Mediocre cuando tuve que serlo y fracasado ahora que me toca por edad. Y en público finjo que me da igual y en privado -este blog, como buena muestra de fracaso, no lo lee nadie- reconozco que no, que me hiere, que me duele, que me agobia... y que, sobre todo, me bloquea. Que no tengo fuerzas ni ganas de revertir la situación. Cuando me despido de la Chica Contexto le digo que no volveré a publicar más. Luego le digo que es mentira, que algo más publicaré por una cuestión de ego, casi de ludopatía, como el que echa unas moneditas a la máquina del bar por si acaso.

Al fin y al cabo, yo he estado ahí, con todos: si sale Albert Espinosa en la tele, tengo mi anécdota con Albert. Si alguien hace una versión de Christina Rosenvinge, tengo mi anécdota con Christina. La mayoría de los que empiezan a copar halagos y premios en revistas y periódicos fueron compañeros de tertulia o de Facebook cuando eran tan desconocidos como yo. A mí me gustaría no sentir envidia y pensar que tengo lo otro, lo que tanto pedía en aquellos años: la chica, la estabilidad, el amor sin reservas. Pero no sé hasta qué punto esa no es otra narrativa y tampoco sé en qué lugar me deja.

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Lengua de Trapo me envía un ejemplar de "Cajas de música difíciles de parar", el libro sobre el disco de Nacho Vegas. Es todo un detalle porque de paso me envía además uno sobre Los Planetas. El origen de todo está algunos posts atrás, en el libro con portada de Vegas e interior de Morente. El libro está bien. Sobre todo Nacho está muy bien, muy comedido. Yo también tengo mis anécdotas con Nacho, por supuesto, más o menos de esa época, cuando se suponía que era un heroinómano, cocainómano y adicto al sexo. No sé, conmigo Nacho siempre fue un encanto. Comimos en un bareto cerca del Paseo de Rosales, hablamos de todo con una naturalidad tremenda y después le dedicó a Hache "Nuevos planes, idénticas estrategias" en lo que fue la única frase que pronunció en su concierto de Galileo.

Yo sé que el personaje público de Nacho puede caer mejor o peor. Yo creo que a mí me caería mal si no conociera hasta cierto punto el privado. Detrás de algunas bravuconadas, en el fondo no hay más que un Michi Panero que baja la mirada cuando habla de su padre, cigarrillo en la mano y farfulleo listo en la boca. No sé hace cuántos años que no le veo. No sé cuántos años hace que no veo a Albert o a Christina o incluso a Ray (la última vez fue en la Feria del Libro, los dos firmábamos en la misma caseta. Llegó una hora tarde apestando a alcohol, me dio un abrazo enorme y yo me sentí como un niño con superzings nuevos). Iba a decir "no sé si me importa" pero, a estas alturas del post, sería una tontería como un piano jugar a las ambigüedades.