miércoles, diciembre 19, 2018

This fire is in absolute control


Recuperé mi iPod. Creo que es el que me regaló Arantxa, hace unos diez años, pero no estoy seguro. Puede incluso que fuera el que me llevaba a San Sebastián en los viajes de tren de cinco horas. No sé. En cualquier caso, recuperé mi música. La sensación maravillosa de vivir en un vídeo-clip. Hay que aclarar que no es una experiencia completa: no es una experiencia 2005, por ejemplo. El placer sigue ahí, incluso la emoción al reencontrarse con el "Don´t tell me" de Madonna, con el "Kindergarten" de DNV o con cualquier canción de Hole o Veruca Salt. Lo que no está es la promesa, no sé si me explico.

A los veinte, a los treinta, la música tiene algo inmediato en los sentidos y en la cabeza. Eso me lo explicaba LC en su momento y a mí me daba una rabia enorme y le intentaba explicar que no, que mucho mejor escribir, aunque supiera que aquella defensa era una patraña. Yo, que soy un adicto a las drogas legales, no he probado jamás una ilegal y solo me podrían explicar los efectos de un tiro de cocaína comparándolo con canciones de Elástica. Supongo que a eso se refería LC: la inmediatez de la música, el disparo al cerebro. La posibilidad de abrir todas las puertas de la percepción abriendo un solo sentido.

Las canciones de aquella época no solo eran más o menos bonitas sino que, al oírlas, eran más o menos tú. Esas sensaciones son las que ya no pueden recuperarse. Por ejemplo, "Antes", de Jorge Drexler (como verán, mi gusto musical es bastante ecléctico), que durante años consideré una preciosa historia de amor y que ahora solo consigue ponerme la piel de gallina si la imagino como una canción de su padre a su hijo. Siempre llega un momento en el que la vida y la música se separan: hay pocas canciones sobre hijos y generalmente parecen hablar de otra cosa. Menos canciones aún sobre matrimonios, alquileres y repuestos para el coche. Esto no es culpa de nadie, simplemente es así.

En consecuencia, cuando me pongo los cascos -uno tiende a no sonar, pero eso ya pasaba antes- e intento caminar por la calle como Richard Ashcroft en "Bittersweet simphony" o recuerdo cuando gritaba enloquecido "This fire is out of control", queda una especie de pose estética pero que no va más allá: ya nunca iremos contracorriente siquiera en una avenida de Londres y este fuego está tan controlado que asusta. Aun así, permanece una sensación relajante. He comparado antes la música con la cocaína pero también puede ser un excelente ansiolítico. Algo que no solo te devuelva una imagen distinta de uno mismo sino que te permita olvidar quién eres durante tres, cuatro, cinco minutos. Y, de paso, quiénes son los demás.

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Terminé la correspondencia del matrimonio Zweig. Desolador derrumbamiento en los últimos cinco años. Interno y externo. Un precipicio sin fondo en el que Stefan por momentos se convierte en Josef Roth, agobiado por todo y buscando una solución apresurada a cada problema. Ese constante "necesito parar, necesito descansar" que también me ha acompañado a mí toda la vida. Cuando ya no puedes quedarte tan tranquilo y esperar que lleguen los cheques sino que tienes que ir a buscarlos tú, eterno extranjero, de conferencia en conferencia por un mundo que ya no reconoces.

En cualquier caso, sorprenden los restos de templanza. Roth era un alcohólico, no tenía límites en su prosa ni en sus reproches. Stefan es un caballero -o pretende serlo- incluso dentro de un caos que le llevaría al suicidio. Hay en él algo de Ned Flanders a punto de estallar en cualquier momento. Todos esos "te ruego", todas esas quejas sobre-explicadas, todas esas mentiras flagrantes... Zweig no queda demasiado bien en muchas de sus cartas y Friderike no queda mucho mejor, aunque al fin y al cabo, era ella la que sacrificaba su vida por el bienestar físico y mental de un mujeriego reconocido.

Ahora bien, lo interesante de la edición es justamente su epílogo, en el que descubrimos que a Friderike le entró el síndrome Förster-Nietzsche y decidió reajustar la historia a su medida: publicó una biografía sobre su ex-marido algo dudosa, editó su correspondencia omitiendo cartas e incluso cambiando las partes más comprometidas, es decir, las que hablaban de su nueva esposa, Lotte Altmann, con la que en apariencia le unía una relación al menos cordial, pues a menudo se enviaban saludos y felicitaciones con esa educación austrohúngara que preside todo el volumen.

Persiste, en todo caso, la desazón por el escritor perdido. En sus años más terribles y angustiosos, los de las redadas policiales en Salzburgo, los del exilio en Londres, los de la separación con su esposa o los del trasiego constante entre Brasil, Estados Unidos, Argentina... con los correspondientes papeleos y gestiones burocráticas, Zweig escribió la biografía de María Estuardo, la de Erasmo de Rotterdam, relató los conflictos entre Calvino y Castellio en Ginebra, se enfrascó en las aventuras de Americo Vespucio, añadió dos momentos estelares de la humanidad a su libro original, trabajó hasta el último aliento en la figura de Montaigne y aún tuvo tiempo de escribir su autobiografía, "El mundo de ayer" (por cierto, a Friderike no le gustó nada, sentía que, incluso muerto, seguía ninguneándola). Todo esto antes de envenenarse junto a Lotte al poco de cumplir los 60 años, convencido no tanto de que vivir en guerra no merecía la pena sino que la propia posguerra supondría un esfuerzo desmedido.

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La Chica Diploma decide ponerle al Niño Bonito un capítulo de "Érase una vez la vida" o "Érase una vez el cuerpo humano" o cómo se llame eso. Es una serie que funcionó con su prima Eva y así le tiene tranquilo un rato. A los cinco minutos, sin embargo, el niño aparece en la cocina haciendo pucheros y consternado: "Mamá, ¡somos monos!". No tiene cinco años y ya toca explicarle creacionismo los días pares y la teoría de la evolución los impares.

jueves, diciembre 13, 2018

El Niño Bonito y el Niño Jesús


Al Niño Bonito le gusta la Navidad. Se lo pregunto en el coche y dice que sí, convencido. Yo no lo tengo tan claro, pero no hemos venido aquí a hablar de mí.

¿O sí?

A mí, la Navidad me gustaba cuando era sinónimo de libertad, de ocio. Me gustaba cuando veía a todo el mundo de buen humor porque era algo probablemente falso pero agradable. Ahora me cuesta mucho más: yo no estoy de buen humor nunca, mi tiempo libre coincide milimétricamente con el de mi hijo y la libertad, por tanto, es algo bastante limitado.

Sin embargo, para él es un terreno desconocido y estéticamente bonito. El árbol de navidad con sus correspondientes bolas y estrellas. Yo tuve árbol de navidad en casa durante algún tiempo cuando era niño -y también me gustaba- pero ni me planteé volver a poner uno hasta que empecé a vivir con la Chica Diploma. Más que nada porque yo puedo disfrutar la Navidad como celebración social pero no creo en ninguno de sus símbolos, así que, ¿qué sentido tendría recrearlos?

La Chica Diploma, que tampoco es que sea una creyente enfervorecida, sí tiene ese punto tradicionalista o nostálgico, si se quiere: le gusta que haya un árbol, le gusta poner las tarjetas de felicitación a la vista, le gusta poner un belén aunque sea un belén algo desorganizado... Esa fue su infancia y se resiste a abandonarla, cosa que me parece muy lógica. El belén, como digo, es mejorable. Para empezar, a Baltasar se le ha roto una pierna y aún no se la hemos pegado así que se pasa el día tumbado sobre la mesa, claro, y al Niño Bonito le da por señalarle y decir: "Está durmiendo la siesta".

En cualquier caso, su figura favorita es la del Niño Jesús. Siente verdadera fascinación por el personaje, especialmente desde que un taxista le regaló una estampita que él entendió inmediatamente como una foto que probaba sin lugar a dudas su existencia. Cuando habla del Niño Jesús -cuando repite lo que le han dicho sobre el Niño Jesús- habla de alguien que no se sabe si está vivo o muerto pero que cuida a los niños y les procura dulces sueños. ¿Cómo no creer en algo así? ¿Cómo no decirle que sí, que tiene razón, que el Niño Jesús está en el cielo (yo diría que vivo, o más bien resucitado, pero mis conocimientos de teología no dan para saber si se puede asimilar al Crucificado con el bebé redentor) y que le va a cuidar siempre.

No es que le anime a creerlo pero desde luego no le desanimo. La fe es algo envidiable y si va a ser más feliz, bienvenido sea. Si puede ser de todos los equipos, ¿por qué no va a estar a tiempo de ser de todas las religiones? El otro día, por ejemplo, intenté explicarle que, como el Niño está en el cielo, es imposible saber si existe o no. "Que nos lo diga tu papá o la abuela Cuca", me dijo, todo convencido. "Ellos están en el cielo también, así que nos pueden llamar y que nos lo digan". Cuando le expliqué que era complicado llevarse un móvil al cielo, encontró una solución más práctica: que lo escriban en un papel y nos lo tiren. Y ahí fue cuando el filósofo racionalista ya dejó de luchar y se entregó sin más al convencimiento ajeno.

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Estoy con la correspondencia entre Stefan Zweig y su esposa, Friederike. Relación extraña, ya desde el principio. Una mujer melancólica con un hombre hiperactivo. La razón por la que hay miles de cartas de Stefan Zweig en distintos archivos se debe, básicamente, a que nunca estaba en casa. Su agenda de viajes es realmente agotadora y representa precisamente esa libertad que para él era "el mundo de ayer", cuando aún no era "un judío" sino "un intelectual" o incluso "un humanista": de Salzburgo a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a París, de París a la Toscana, de la Toscana a Budapest y así sucesivamente...

Es un modelo de pareja, en cualquier caso, que no me gusta. Es lógico porque es un modelo de pareja de hace cien años. Se pasan las cartas pegándose hostias verbales y repartiéndose reproches... y eso que aún no he llegado a la parte dura, la de los años 30, la persecución y el divorcio. Ella está frustrada porque lleva una vida que no le gusta. Hay algo de Madame Bovary en el personaje. Algo de cualquier ser humano con dos dedos de frente, por otro lado: se pasa el día sin hacer nada, ordenando correspondencia ajena y cuidando a las dos hijas de su primer matrimonio mientras el otro se pasa el día de punta a punta del continente en plan "hoy he comido con Rolland, hoy he cenado con Freud, hoy he desayunado con Thomas Mann...".

Friederike soñaba con ser una gran escritora pero nunca tuvo el tiempo ni el apoyo para serlo. No sé si soñaba con ser Stefan Zweig pero sí al menos con que Stefan Zweig viera en ella a una igual y no a una taquigrafista. Por otro lado, Zweig no se corta a la hora de relatar su líbido e insinuar sus consecuencias. En demasiadas ocasiones, no parece necesario ni parece una broma que los dos acepten de igual manera. Ahí vuelven entonces los reproches y el mal rollo, un mal rollo que, sorprendentemente -hoy día, muchas de esas cartas derivarían en un divorcio inmediato- parece desaparecer en el siguiente párrafo demostrando una encomiable educación austro-húngara.

En cualquier caso, ya digo, me cuesta entender una vida marital en la que los esposos, en rigor, no comparten nada. Me parece triste. Si en la correspondencia con Roth estaba claro quién era el perdido, aquí la cosa está más competida: el niño de 50 años que se regodea en su burbuja hasta que esta dramáticamente explota o la contenida realista siempre a punto de romper la cuerda. Dos situaciones realmente desagradables.

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Hay algo impostado en los anuncios de niños de diez años hablando entusiasmados sobre Luke Skywalker y la Estrella de la Muerte. Como si los de mi generación nos pusiéramos a jugar al Lego Bismarck y recreáramos absortos la guerra francoprusiana de 1870.

miércoles, diciembre 12, 2018

Ni feo, ni fuerte y como mucho formal


 Hay cosas que yo solo puedo hablar con mujeres. Cosas que solo puedo decir a mujeres aunque eso no quita que también las sienta hacia determinados hombres. Decir, por ejemplo, a las cinco de la mañana de un viernes: "Necesito que subas a casa, necesito que me escuches". Pensar, por ejemplo, camino de la Escuela: "Necesito que vuelvas, necesito que me salves", sin que eso roce siquiera el concepto de la sexualidad ni en rigor el de la infidelidad porque, ya digo, también los hombres podrían salvarme, también podrían escucharme... solo que yo no soy capaz de pedírselo nunca.

Mi amistad con el género masculino ha de ser cínica, distante y abandonada o no ser en absoluto. Eso, obviamente, es un problema. Algo más que un problema: una desgracia. Soy capaz de dejar que una amistad se marchite solo por no ponerle trabas, por no dejar las cosas claras. La cantidad de "mejores amigos" que he ido perdiendo con el tiempo es inagotable. No así la de "mejores amigas" que, hasta cierto punto, se han ido acumulando, lo que en algún momento supongo que dio lugar a muchos equívocos, propios y ajenos.

En el fondo, es algo que me desgarra. Puede que no haya que ser un gran psicoanalista para entender que yo tuve que asumir la marcha de mi padre desde los cuatro años mientras mi madre y mi abuela me "salvaban" día a día de cualquier problema. Puede también que eso no lo explique todo y que haya vida más allá de Freud. Inés decía que cuando estaba con chicas me comportaba de forma distinta, y con eso ella quería decir "artificial" y probablemente "agotadoramente seductora". Nunca supe si era verdad. Tampoco supe si eso la incluía a ella o no. Lo cierto es que, entre hombres, siempre me sentí un bicho raro así que es más probable lo contrario: que forzara la pose en su presencia: el más divertido, el mejor colega... una pose que nunca duraba mucho porque lo que hay es lo que hay.

Del mismo modo, diría que el reproche masculino me duele pero no me mata. El reproche femenino, sí. O casi. Hay algo de irracional en el hombre que no consigo asimilar y que de alguna manera doy por hecho. No lucho contra ello. Me temo que esto pueda ser una cuestión genética: mi hijo solo se relaciona con niñas. Tampoco percibo un esfuerzo exagerado en seducirlas así que entiendo que simplemente forman parte de su zona de comfort. Que ahí, en ese grupo, se siente seguro, en casa. Quizá algún día él mismo se haga una reflexión de este tipo y decida culparme a mí de todo. No sé, ahora mismo, de hecho, si hay alguien que me salva de cualquier abismo es él. Cuando llego y le abrazo y por un momento consigo olvidarlo todo y que nada importe.

Mujeres y niños, en definitiva. Como todo buen naufragio.

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Publicitan una película llamada "Viudas". El cartel está formado íntegramente por actrices, lo que debería de ser una buena noticia de género. Sin embargo, no están ahí como mujeres sino como compañeras de hombres. El título lo deja bien claro desde el principio. No es una historia de un grupo de mujeres que hacen algo de valor por propia iniciativa -quizá la productora pensó que eso reduciría su público objetivo- sino la de un grupo de mujeres a las que les falta algo y de alguna manera tienen que sustituirlo.

Cuando me relacionaba más con la industria del cine, al menos español, era demasiado obvio que todos los papeles femeninos estaban incompletos: la novia de, la madre de, la hermana de, la hija de. No podría decir si esto ha cambiado mucho o no porque con no liarme explicando el "past perfect" ahora mismo tengo más que suficiente. En cualquier caso, era una pena. El volumen de grandes actores masculinos en aquella época era enorme. El de grandes actrices era directamente descomunal.

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Disclaimer: yo también escribí y dirigí un corto y puse a un hombre como protagonista de un mundo en el que las mujeres giraban alrededor de él. Una magnífica oportunidad para desperdiciar el enorme talento de Guadalupe Lancho, ni más ni menos.

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En el éxito de VoX hay mucho de exaltación y, por lo que leo, esa exaltación tiene mucho que ver con el "caso Dani Mateo" en el que, en un sketch televisivo, un personaje llamado Dani Mateo e interpretado por un actor llamado Dani Mateo estornudaba y utilizaba -accidentalmente en la ficción, de ahí la ironía- una bandera española para sonarse los mocos. Al parecer, eso ofendió a mucha gente. A tanta que ahí está Dani esperando que el juez le diga que hacen con él. De todo lo absurdo de este caso, no deja de chocarme que no sean capaces de distinguir entre persona y personaje. Un actor que comete una barbaridad en pantalla no es un bárbaro. Lo próximo sería que la fiscalía llame a Christophe Waltz por antisemitismo o a Clint Eastwood por brutalidad policial.

En cualquier caso, si nos vamos al acto humorístico como tal, no veo nada que no sea opinable. Puedo imaginar perfectamente un sketch de los Monty Python en el que uno de los personajes haga exactamente lo mismo y no descarto incluso que se pueda encontrar fácilmente en algún "Flying Circus". El intransigente que se tiende a sí mismo una trampa accidental cometiendo un acto que va en contra de las ideas que defiende a ultranza. No digo con ello que sea un buen sketch o un buen chiste. En realidad me es indiferente. Lo que me extraña es el escándalo incluo fuera del ámbito VoX. Si eso lo hace Graham Chapman o John Cleese y luego pone cara de irritación culpable moviendo la cabeza en todas las direcciones mientras suenan las risas enlatadas, a todos nos parecería divertidísimo.

O no, pero en ningún caso escandaloso.

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Disclaimer (II): Habrá quien diga: "¡Estás comparando a Dani Mateo con los Monty Python!" añadiendo más indignación al asunto. Sí, lo estoy haciendo. Lo está haciendo él, vaya, y con él toda su generación. Puede que parte de sus referentes en el terreno del monólogo sean los cómicos estadounidenses de los 80 y los 90... pero el humor absurdo de los gags viene directamente de lo Python. Con mayor o menor éxito, por supuesto. Dani es mi amigo pero no es Michael Palin. No creo que también se vaya a ofender él también por eso. Estoy convencido de que él piensa algo parecido: "Guille es mi amigo pero no es Roberto Bolaño".

martes, diciembre 04, 2018

Cómo decirte, cómo contarte...


Yo estuve en el concierto original del Teatro Salamanca. No me pidan demasiados detalles porque tenía ocho años y me quedé dormido en el hombro de una mujer que no era mi abuela. Las cámaras así lo prueban porque a mí, al menos, no me censuraron. Del sabinismo ochentero tengo en general vagos recuerdos: veia a Sabina principalmente como un amigo más de la familia. Alguien que venía a casa de vez en cuando, que comía con nosotros y que se ganaba bien la vida tocando canciones que a veces, incluso, me dedicaba en los conciertos.

Los datos concretos, por supuesto, se me escapan y quedan fogonazos de memoria incierta: mi tío con una camiseta del Estudiantes, la copia Beta del concierto con su numeración original, sin editar, el hormigueo contagioso de estar ante algo realmente grande, como se comprobaría un par de años después con "Hotel, dulce hotel", aquel disco formidable en el que intentaron que un grupo de niños hiciéramos los coros de "Cuernos, cuernos, cuernos" sin saber dónde se metían.

A partir de ahí, ya sí entendí la diferencia entre el Joaquín persona y el Sabina personaje. No en toda su
extensión, por supuesto, pero al menos en parte: las fiestas post-concierto en Las Ventas, a las que siempre estábamos invitados, las noches en el Elígeme de las que solo queda la perplejidad, la lenta ascensión en la lista de ventas del citado "Hotel, dulce hotel" y después de "Mentiras piadosas". Las grabaciones a las que no solo podía ir sino que podía incluso llevar amigos sin que fuera un drama. Algo parecido a un hogar.

Quizá por eso el concierto "revival" de Galileo del pasado jueves tuviera tanto peso emocional. No solo por los recuerdos de unos tiempos definitivamente más felices en demasiados sentidos sino por el hecho simple de que, ahora, entiendo las canciones, entiendo el genio, entiendo el estado de gracia en el que vivía aquel Sabina de finales de los 70 y principios de los 80, el desgarro del "canallita". De pronto, alguna noche, te pasan calidad y de repente... El entusiasmo, en definitiva. Un entusiasmo desbordante. Años después, durante la grabación de "Física y Química" me preguntaron qué me parecía "La canción de las noches perdidas". Quizá ni siquiera me lo preguntaron sino que yo solté que no me gustaba con mi arrogancia tradicional. Mi tío y mi madre contestaron a la vez: "Eso es porque aún no la entiendes". No quise creerles.

De la actuación en sí, me gustaría destacar la felicidad en el rostro de Manolo Rodríguez. Quizá también en el de Paco Beneyto, pero Paco tiene una facilidad insólita para sonreír constantemente, para que su cara sea una linterna constante. Gente a la que envidiar. Gente feliz, disfrutando de lo que hacen como si volvieran a tener veinticinco años y volvieran a cumplir su sueño. Manolo no solo es un guitarrista sobresaliente sino que fue un compositor de primera, a menudo ninguneado. Paco nunca ha dejado de luchar por hacerse un hueco donde le han dejado y nunca ha dejado de cumplir. De Javi no se sabe nada. A ver, se sabe algo pero no lo voy a contar yo por aquí. Si hubiera que diferenciar lo "viceversa" de lo "sabinero", ellos serían los mejores referentes. Si hubiera que diferenciarlos, digo, porque la verdad es que yo, con ese Sabina pletórico siempre me sentí bastante a gusto.

*

El aniversario de la muerte de George Harrison trajo consigo el habitual número de halagos y documentales recocinados. Sigo teniendo problemas con George, la verdad. No puedo negar su facilidad, no puedo dejar de admirar "While my guitar gently weeps" o, sobre todo, "Blue Jay Way" entre muchas otras. Con todo, a veces pienso si realmente fue para tanto, al menos como compositor. Obviando el plagio descarado de "My sweet lord" -en 1975, un muy cabreado John Lennon dejaba claro que sí, que era un plagio con todas las letras, corroborando lo establecido en los tribunales-, sus canciones tienen un punto apresurado, demasiado facilón.

No pasaría nada si él mismo no se hubiera empeñado en considerarse a la altura de Lennon y McCartney, probablemente peores músicos -o peores intérpretes- que él, pero compositores y arreglistas descomunales. Su atormentamiento constante me abruma. Una incapacidad para la felicidad tremebunda, incluso teniendo todo al alcance de su mano, incluyendo a los Monty Python, que no es poca cosa. Las imágenes que quedan de él son las de un chico que a los 25 años ya parecía tener 35 y que a los 35 parecía a punto de jubilarse. No es de extrañar, en ese sentido, su admiración irredenta por Roy Orbison, para quien prácticamente creó los Travelling Wilburys.

De hecho, mientras escribo este post tengo de fondo "While my guitar..." y esa retahila de ripios rimando "sleeping" con "sweeping", etcétera, y sigo advirtiendo un exceso de sencillez. Una música maravillosa con una letra poco trabajada. Solo que, ay, yo me casé al ritmo de "Here comes the sun" y no me imagino canción más bonita en el mundo entero y solo por eso ya le quiero y supongo que es nuestro George y que hay que quererle siempre.

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Chicos atormentados: a la salida del concierto de Viceversa, varias caras conocidas me animan a que siga escribiendo porque tengo un talento descomunal. No puedo evitar una mueca de incredulidad. Me agrada, por supuesto, pero no es ya que no quiera creerlo (falsa modestia) sino que me resulta increíble en sentido estricto: alguien que a los 41 años no ha sido capaz de demostrar nada no merece mucho más que el calificativo de fracasado.

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Seguir "Operación Triunfo" me resulta abrumador. Un grupo de chicos y chicas claramente sobreexcitados que tienen una semana para aprender a cantar dos minutos de canción y que solo con no desafinar -algo que no siempre ocurre- les quieren hacer creer que son artistas de tomo y lomo. Lo dice alguien que pone en cuestión a George Harrison, así que imaginen mis problemas con Famous. Con todo, el programa merece la pena solo por leer la reseña del día siguiente en El País, firmada cada semana por Juan Sanguino, un hombre cuya facilidad para la cultura pop y la ironía mezclada con el verdadero interés me provocan una envidia descomunal.

lunes, diciembre 03, 2018

El mundo de ayer


La buena noticia es que Europa -iba a decir Occidente pero me ha parecido un pleonasmo- ha estado sin matarse setenta y cinco años. La tarea era tan improbable que no se había producido nunca antes en la Historia. Setenta y cinco años de paz, de tratados, de reconciliación entre enemigos acérrimos y de tolerancia e incluso empatía con respecto al otro. Setenta y cinco años que incluyeron en su tramo final incluso la supresión de las fronteras, la concesión de no sentirte extranjero allá donde fueras, e incluso la creación de una moneda común para reforzar los vínculos.

La mala noticia es que eso se va a acabar. Muy pronto. Se va a acabar porque a algunos no les gusta y porque a otros siempre les ha parecido insuficiente. Siempre han sospechado. Los adalides de la paz ideal a menudo han piado contra la paz real como si la dieran por hecho. Y no. La paz se basa en la aceptación legal y moral del otro, en considerar inimaginable que haya que matar al divergente para conseguir afirmar ninguna idea propia. El mejor ejemplo es que allí donde eso se ha producido, no ha habido duda en llamar "terrorismo" a esas acciones, incluso "terrorismo de estado" si era el gobernante el que se saltaba la ley.

La ley. A eso quería llegar yo. Estos setenta y cinco años han sido los años de esplendor de la ley basada en los valores ilustrados. Años que han acabado con totalitarismos y con nostalgias. Años en los que el nacionalismo ha jugado un papel francamente residual aunque a menudo violento. Una ley para proteger a las minorías y para asegurar la igualdad de oportunidades. Una ley que viene de arriba a abajo, es decir, dictada por las élites para la obediencia más o menos complaciente de las masas. A los franceses les dijeron que tenían que perdonar y perdonaron. A los ingleses les explicaron que había que olvidar los bombardeos y los olvidaron. A los alemanes les dejaron claro que ese perdón y ese olvido solo dependía de que abandonaran su unilateralismo supremacista y lo abandonaron, convirtiéndose en el socio por excelencia de todo su entorno.

¿Fue lo más "justo"? Puede que no. Los "justos", que decía Camus, siempre consideraron que aquello se quedaba corto. Demasiados nazis en las calles e incluso en las administraciones -cierto-, demasiadas compensaciones sin recibir, demasiado hambre propio para ayudar a los culpables a remontar el vuelo. Pero era eso o matarse en otros quince años y esa gente ya se había matado dos veces en treinta y no estaba por la labor. Eligieron la paz, quizá imperfecta, la del pacto y la cesión. No funcionó mal y cuando funcionó mal siempre se podía echar la culpa a Estados Unidos de todo y respirar orgullosos.

En España sucedió algo parecido. Lo llamamos "transición". Consistía en que los que tenían el poder lo cedían de forma pacífica -algo insólito también en este país- y reconocían como iguales a los adversarios políticos a los que habían perseguido, encarcelado, torturado y ejecutado durante cuarenta años. No solo reconocían sus derechos sino que se obligaban a sí mismos a la obligación de obedecerles si estos llegaban al poder, como sucedió a los pocos años. A cambio, los perseguidos renunciaban a la venganza. A cualquier tipo de venganza. Eso implicaba un olvido aún mayor que el europeo porque los asesinos y sus cómplices seguían ahí, paseando por las mismas calles de los mismos pueblos, sin responsabilidad alguna que depurar, sin explicaciones que dar al respecto.

A nuestros padres, a nuestros abuelos... les pareció bien. Y les pareció bien porque no querían volver a matarse. De nuevo, el practicismo tan mal visto en nuestros días de inmediatez y redes sociales. Europa y España apostaron durante décadas por el "progreso": construir un estado de derecho con base social, ampliar las prestaciones de desempleo, educación y sanidad. Invertir en ciencia, en investigación, en todo aquello que pudiera hacer nuestra vida (y la de nuestros vecinos) mejor. Se creó la cultura popular global, es decir, iconos reconocibles en todos los países y que de alguna manera servían para unirnos en comunidades apátridas. Se mejoró, se ahuyentó el fantasma de la guerra y el enfrentamiento y cuando aparecieron problemas puntuales -la inmigración postcolonial. por ejemplo-, se intentó, con mayor o menor éxito, buscar una solución sensata, equilibrada y racional.

Durante 75 años, Europa fue el espacio de la racionalidad, del debate en torno a ideas reconocibles aunque a menudo enfrentadas. Cada vez queda menos de eso. Aquí y en Estados Unidos. Con la llegada de VoX al parlamento andaluz se habla mucho del fascismo, pero VoX no es un movimiento fascista -Abascal detesta el "estatalismo"- sino ultraconservador, a la manera de la alt-right mundial. VoX es la réplica española de Bannon, Le Pen, Farage, Salvini, Orban y compañía. Gente asentada en el odio y en la mentira. Gente con la que es imposible dialogar en términos sensatos y que de hecho odian la sensatez, que apelan solo a los intestinos y encima a los intestinos patrios. Gente que no tiene adversarios sino enemigos y que los tiene por todos lados o, si no, los inventa.

Mucha gente ha comparado el éxito de VoX con el de Podemos. Entiendo la asimilación hasta cierto punto. A mí no me gusta nada Podemos y no me gusta nada precisamente por su parte irracional, la que comparte con VoX: el antieuropeísmo, la antiglobalización, la concepción del "pueblo" como algo anterior y superior a la ciudadanía y por lo tanto a la ley. Con todo, no consigo que me dé el mismo miedo un partido que pide una renta básica general -por económicamente disparatado que eso pueda ser- que un partido que habla de reconquistas, que tiene a los inmigrantes por ladrones, que repudia el matrimonio homosexual desde el punto de vista legal y moral y que pretende penalizar el aborto. Pero esta es una opinión puramente personal, por supuesto.

Yo crecí en el Madrid de los noventa. No era un Madrid fácil. Los años de los Ultras Sur y del Frente Atlético; de los apuñalamientos, de las pintadas contra negros, rojos y maricones. Los años en los que tener un amigo de otro color era exponerte al peligro -y ser el amigo de otro color, ya ni te digo-. Fueron los años en los que Bases Autónomas y su legión de skinheads campaban a sus anchas por Moncloa o por Malasaña haciendo "redadas de cerdos" al modo SA en los años veinte y principios de los treinta. Cómo desapareció eso, no lo sé, pero de repente un día ya no estaban. Supongo que tendrían que ver las campañas de sensibilización de los gobiernos de González y Aznar o al menos el acuerdo común del resto de la ciudadanía de que aquello era saltarse una línea sagrada de convivencia.

No sé qué pasará ahora. Ni en Europa ni en España. No sé qué le espera a mi hijo. No sé si él tendrá un gobierno que le defienda de esos excesos o uno que los abrace "sin complejos", como defendía hoy Javier Maroto en el programa de Carlos Alsina. El mismo que se casó con su pareja aprovechando la regulación socialista del matrimonio homosexual. Da la sensación de que el principal problema de los resultados de VoX es el efecto contagio, un efecto que ya existía antes de las elecciones: la lucha de PP y Ciudadanos por competir por ese electorado contando las mismas mentiras sobre inmigración y delincuencia, las bases clásicas de todo pogromo.

No sé cuánto tardarán en reaparecer los skinheads ante la llamada a obviar los complejos. No sé qué futuro legal le espera a mis amigas lesbianas casadas. En el colegio de mi hijo, al ser internacional, hay multitud de negros, hindúes, asiáticos... por supuesto, son negros, hindúes y asiaticos ricos, lo que en principio debería protegerles de alguna manera... pero cuando tengan diez, quince, veinte años, lo que los animales verán no será a un rico sino a un negro. Un enemigo. No sé si mi hijo se pondrá de su lado o preferirá mirar hacia otro. En realidad, la "batalla" de la que tanto se habla es esa: ¿estaremos con ellos o mantendremos tranquilos nuestros privilegios sin meternos en líos? Es la pregunta en Estados Unidos, es la pregunta en Europa Central, es la pregunta en la Europa mediterránea, ha sido la pregunta en el País Vasco y en Cataluña durante décadas y es la pregunta ahora en el resto de España, porque si VoX ha sacado doce escaños en Andalucía, donde no existía, ¿cuántos sacará en Madrid, en Castilla y León, en Murcia...?

El problema, en cualquier caso y como decía antes, no es VoX, ni siquiera es la alt-right globalizada. El problema está en la masa que ya se ha cansado de obedecer. Que se ha cansado de escuchar. Que se ha cansado de pensar. La masa que consume mensajes y opiniones de ciento cincuenta caracteres. El pensamiento reducido al aquí y ahora. En los últimos años se ha celebrado mucho ese "empoderamiento" del pueblo pero eso nunca ha llevado a nada bueno. Ayer, en La Sexta, un tertuliano hablaba de que este país necesitaba una "catarsis" y supongo que entre eso y "un nuevo amanecer" no hay tanta diferencia. Si los extremismos funcionan no es porque se retroalimenten el uno al otro sino porque hay una base previa de electores deseando llegar al extremo. Electores que no saben lo que es la paz porque no saben lo que es la guerra. Que no entienden de equilibrios porque siempre han saltado con red.

José Ortega y Gasset escribió "La rebelión de las masas" entre 1929 y 1930. Es un libro maravilloso y de plena actualidad. Lo que vino de 1930 en adelante lo sabemos todos. Zweig hablaba con nostalgia de "el mundo de ayer", el previo a la masacre de 1914 con sus elegantes costumbres. Entre 1870 y 1914, los europeos habían conseguido también dejar de matarse o al menos matarse lo menos posible. Ahora, nosotros somos Zweig y somos Ortega y, como a ellos, no se nos escuchará porque aquí ya nadie escucha y si alguien pretende hablar o razonar, se convierte no ya en un "intelectual" sino en un "periolisto" al que acribillar en Twitter. Estamos más cerca y más lejos que nunca. Los últimos cinco años no nos han dado ni un solo motivo para ser optimistas.

jueves, noviembre 29, 2018

Bohemian Rapsody


Hay algo casi amateur en "Bohemian Rhapsody", algo que choca con la evidente importancia del grupo. Es muy probable que el hecho de que los ex-miembros de la banda sean los productores de la película no ayude en absoluto a que el director y los guionistas se atrevan a escarbar más allá de lo obvio. Algunas escenas son pueriles, sobre todo las que tienen que ver con las creaciones de las canciones y la actuación de Rami Malek es desigual: probablemente se habría sentido más a gusto en un papel más arriesgado.

De entre las cosas que se echan en falta en la película hay una que llama la atención, aunque se toque de refilón: el origen parsi de Farrokh Bulsara. Tiene que haber algo en esos veinte años de vida huyendo de Zanzíbar a la India y de la India a Gran Bretaña que merezca algún tipo de atención. Entre otras cosas porque el suyo no es un caso aislado: George Michael, otra de los grandes músicos de los ochenta y noventa y para algunos el sucesor de Mercury como gran voz británica, no dejaba de ser Georgios Kyriacos Panayiotou, aunque el documental sobre su vida también pase por alto todos los problemas que un hijo de inmigrantes podía tener en aquella vieja Inglaterra que luchaba con la nueva a finales de los sesenta y principios de los setenta. De M.I.A., directamente, mejor ni hablamos.

También choca la ausencia de contexto. No hay una cronología digna de ese nombre. Los éxitos aparecen y desaparecen como si nada. De repente están tocando en un tugurio, luego están vendiendo muchísimo, luego están sacando "A night at the opera" y para cuando uno acaba de pestañear ya están medio separados y preparando el Live Aid de 1985. Eso no es lo peor: lo peor es la oportunidad perdida de dar voz a una generación de artistas. La historia de Queen, la historia de Mercury, no se puede contar sin la interacción en los 70 con Led Zeppelin, con los Rolling Stones, con la influencia del movimiento glam británico, con Elton John o con, por supuesto, David Bowie. De hecho, la banda sonora incluye unos cuantos segundos de "Under pressure" y obvia todo su apasionante proceso de creación, lucha de egos incluida.

En cuanto al grupo, no son más que figurantes. Figurantes amables. Productores ejecutivos, vaya, no dejemos de insistir. Siempre apoyan a Freddie, todas sus peleas son banales, el éxito nunca se les sube a la cabeza... y todos calan desde el principio a ese Yoko Ono que acaba convirtiéndose en la película Paul Prenter, el culpable de todos los males del cantante y de la banda. Un ajuste de cuentas puede que merecido pero sin duda exagerado dentro del tono dulzón de la película.

Por lo demás, el grupo es interesante y es un buen musical, interpretado -ahí sí- de forma magistral. Si uno es capaz de obviar las carencias y evadirse un rato, puede pasarlo bien sin demasiados esfuerzos. Yo lo pasé bien, al menos. Éramos dos en la sala, lo que eso quiere decir sobre el estado de la industria del cine en este país ya es otro debate para otro día.

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Como biopic "amable" era obvio que no iba a entrar en los últimos años de Mercury enfermo. Tiene sentido, aunque nos prive de cosas maravillosas como su colaboración con Montserrat Caballé -es que por no salir, no sale ni la soprano- o los esfuerzos ímprobos en la grabación de "Innuendo". Siguiendo la estela del propio musical de Broadway, los guionistas prefieren terminar en lo más alto, con la enfermedad recién anunciada y Mercury ofreciendo, pese a todo, una exhibición de vitalidad en Wembley.

No me parece mala idea. Recuerdo perfectamente a Mercury en Wembley y eso que yo tenía solo ocho años, aunque muy bien llevados. Recuerdo, en general, aunque con lagunas lógicas, las casi veinticuatro horas de música sin parar, desde Londres a Philadelphia. La fascinación por la elegancia de David Bowie, por el carisma de Bono, por el estilo sutil de Sting... Es probable que confundiera la iniciativa de Bob Geldof con el empalagoso "We are the world" porque creo que fueron en años sucesivos y en torno a las mimas hambrunas, pero es que, de hecho, el concierto de Philadelphia se cerró con esa canción igual que el de Londres lo hizo con el "Do they know it´s Christmas?"

Aparte de los nombres o de la propia curiosidad, recuerdo la verdadera excitación de mi madre y mi tío, la sensación de que estaban viviendo algo histórico y que de alguna manera era el resumen de su infancia, su adolescencia y su juventud. Quizá conviene hacer un recuento de algunos de los nombres que participaron: The Style Council, The Boomtown Rats, Ultravox, Spandau Ballet, Elvis Costello, Sade, Sting y Phil Collins a dúo, Bryan Ferry, U2, Dire Straits, Elton John, Paul McCartney, Joan Baez, The Four Tops, Black Sabbath, Crosby, Stills, Nash and Yooung, The Beach Boys, Simple Minds, Pretenders, Madonna, Tom Petty, The Cars, Eric Clapton, Led Zeppelin, Duran Duran, Mick Jagger, Tina Turner y Bob Dylan.

Tuvieron que pasar décadas hasta que algo parecido se repitiera para mi generación. No hablo del Live 8 de 2005, al que tengo por un pequeño fracaso, sino las descomunales ceremonias de inauguración y clausura de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Sin duda, yo las hubiera disfrutado con el mismo entusiasmo con el que mi madre y mi tío disfrutaron de aquellos míticos conciertos ochenteros. Solo que mi padre estaba enfermo. Se estaba muriendo. Y yo no estaba para fiestas.

jueves, noviembre 22, 2018

Your innocence is treasure, your innocence is death... your innocence is all I have


Justo antes de salir a la guardería, el Niño Bonito nos pide que no le pongamos su gorro de invierno. "Hace frío", le explico, pero él sigue sin estar de acuerdo. "Las niñas juegan con él, me tapan los ojos para que no vea y me caigo". Al parecer, también hay otro niño al que el gorro le hace gracia y le gusta tirarlo a los charcos cuando llueve. Me quedo un poco bloqueado. En realidad, no es nada que uno no pueda esperar de niños de cuatro años. El otro día, esas mismas niñas y él se besaban y se abrazaban y celebraban juntos cada vez que caía un bolo en la bolera. Todas las mañanas, cuando le dejo, le están esperando para seguir achuchándole, hasta un punto que a veces él parece considerar poco decoroso.

El problema está en su reacción. En su querer no molestar. No les dice nada a las niñas porque ellas saben que eso está mal. No les dice nada a las profesoras porque entonces teme que dejen de ser sus amigas. Hay en todo este tipo de circunstancias un punto de incredulidad por su parte como si realmente no entendiera que alguien pueda hacer algo que al otro no le gusta sin pedirle perdón inmediatamente y sentirse culpable.

La culpabilidad, ese es el tema. Un sentido moral de los actos unido a una inocencia desoladora. ¿Cómo será su mundo cuando esa inocencia se rompa para siempre? Hasta ahora, todos nos movemos por códigos razonables. Códigos con lo que lo más que puede pasar es que un niño te tire el gorro al suelo cuando llueve. ¿Y cuándo lleguemos al siguiente nivel? El Niño Bonito es bonito entre otras cosas por eso, por su rectitud a menudo exagerada. A su madre y a mí nos entran ganas de liarnos a bofetadas con cualquiera que pueda molestarle pero él nunca sabría hacer algo así porque también forma parte de lo que no entiende.

A veces, pienso que sin la Chica Diploma estaríamos perdidos. No sé muy bien por qué si al fin y al cabo yo pasé por mi infancia y mi adolescencia sin apenas pisar cristales y mostrando un excelente sentido de la palabra correcta a la persona correcta para evitar líos. Ahora bien, el cálculo y la inocencia no son lo mismo. El Niño Bonito será capaz de calcular, por supuesto, pero los dilemas morales seguirán y junto a los suyos, los de su padre. La incomprensión del mal en el mundo, por decirlo de manera definitivamente naïf. De momento, ese mal le toca muy de refilón, pero, ¿cómo protegerle cuando le llegue en cascada? Y lo que es más importante, ¿cómo enseñarle a que se defienda solo?

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Sigo con las cartas entre Joseph Roth y Stefan Zweig. La paciencia de Zweig es infinita. Voy por 1934 así que Roth lleva siete años diciendo que está enfermo y a punto de morir y que por favor le mande dinero. Mientras tanto, no se ahorra ninguna lección moral. A veces, incluso acierta. Otras, francamente, no es más que un vocinglero empeñado en el "todos contra mí". Por otro lado, no deja de resultar entrañable la amabilidad con la que uno le llama al otro embobado y el otro le llama al uno borracho. Es una correspondencia que no hay por dónde cogerla y que uno no acaba de entender cómo no se da por acabada de un portazo en cualquier momento.

Ahora bien, hay veces que Roth puede incluso caerme simpático. Supongo que por los mismos motivos que Zweig: efectivamente es un borracho, efectivamente está enfermo y efectivamente está sin un duro. La persecución a los judíos ha llegado ya al punto en el que publicar y cobrar está cada vez más complicado y Roth se resiste a todo como gato panza arriba, a zarpazos. De su experiencia se deducen dos cosas hasta cierto punto compatibles: A) que los autores siempre han tendido a quejarse mucho y B) que los editores muestran una larga tradición de comportarse como miserables, razón por la cual, quizá, muchos de ellos siguen haciéndolo en nuestros días y lo ven como algo de lo más normal.

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Puedo entender que alguien piense que condenar públicamente un régimen extinto hace cuarenta y cuatro años no sea la labor fundamental de las cortes. Lo que me cuesta mucho entender es que, una vez que la cuestión llega a cortes y hay que pronunciarse al respecto, decidas abstenerte.

martes, noviembre 20, 2018

The White Album


 Lo que uno aprende con el tiempo es que no se puede escribir sobre cualquier cosa. Se puede, vaya, pero no siempre merece la pena. Parece sencillo pero no lo es tanto: por ejemplo, cuando Truman Capote publicó el adelanto de "Plegarias atendidas" en forma de roman-a-clef, todos sus amigos de la jet-set neoyorquina se vieron representados y decidieron hacerle el vacío, empezando por su adorada Jacqueline Kennedy Onassis. Él no dejaba de preguntarse, abatido y enfermo: "¿Con quién se creían que estaban hablando, no sabían que yo era escritor?".

No, hay gente que no quiere ser carne de relato, ni para bien ni para mal, y por eso prefiero no hablar del viernes, por mucho que me tiente, sino pasar directamente al sábado, a la fiebre repentina del Niño Bonito que no impide que acabe la noche en el Honky Tonk viendo a Beat, Beat Yeah! versionar el "White Album" de los Beatles.

El concierto es irregular y la sala es infame. Hablamos de un disco que nunca fue pensado para tocarlo en directo y los arreglos se hacen complicados, especialmente en materia vocal. Aparte, todo el mundo habla. Es un fenómeno que siempre me ha costado entender: pagar diez euros por hablar con un amigo a gritos mientras otra gente intenta cantar. Cuando los amigos en cuestión sobrepasan los 50, me parece delirante, sin más. Aun así, es un concierto que merece la pena en sí mismo porque alguien tiene que hacer estas cosas... esas son mis dos reglas de hoy: no se escribe sobre quien no quiere que escribas de él y sí se toca el disco blanco de los Beatles aunque solo sea para recordar lo maravilloso que es.

Porque el caso es que cincuenta años después no hay consenso en la materia. El propio José Manuel, cantante del grupo y fanático de los Beatles, me decía antes del concierto: "Hay un montón de truños en ese disco". No es nada nuevo, el propio Ringo Starr afirmaba algo parecido en "Anthology". Sin embargo, a mí me parece una obra maestra sin discusión. Una obra maestra en la que incluso sus dos peores canciones cumplen su cometido: "Ob-la-di Ob-la-da" es una fiesta en directo y "Revolution number nine" me tuvo acongojado de miedo cuando la escuché por primera vez en una cinta de mi madre a los once o doce años, no creo que muchos más.

Para mí, el White Album es, además, un período de mi vida. 1995-1996, aunque no solo. Desde que Pancho me compró el CD -no sé si por mi cumpleaños o por Navidad o porque le apetecía- hasta que T. decidió que no podíamos vivir instalados en "Yer Blues" o "I´m so tired". En medio, las Nocheviejas cantando "Martha my dear", los relatos titulados "Everybody´s got something to hide except for me and my monkey" (que es una frase con la que yo hubiera definido mi adolescencia, aunque fuera una frase muy equivocada), el vértigo de "Helter Skelter", incluso en la versión de U2, cuando Aitana me descubrió "Julia" y yo iba a casa de Gure solo para poner esa canción en vinilo, justo después de "Why don´t we do it on the road?" y un largo etcétera.

Sé que esto no es más que ahondar en el tópico y que nadie está obligado a que le gusten los Beatles, pero cuando se separaron de verdad, en 1969, Lennon y Ringo tenían 29 años, Paul tenía 27 y George andaba por los 26. Ya lo habían hecho todo. Yo, con 26, lo más a lo que aspiraba era a enviar cuentos a concursos y caminar con una amiga que acabaría siendo mi novia que acabaría siendo mi amiga por el barrio de Aluche durante horas para llegar al centro cultural del barrio de Latina. Claro que todo esto nos empieza a acercar peligrosamente al viernes y habíamos dicho que no, que los viernes se viven, no se escriben, así que aquí lo dejamos.

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Empiezo la correspondencia entre Joseph Roth y Stefan Zweig. Las cien primeras páginas, las anteriores a la llegada del nazismo al poder, reflejan un mundo frenético, por mucho que a ellos, hijos de José Francisco I, les resultara demasiado moderno. Es curioso cómo el cosmopolitismo impregna las cartas de Roth durante cuatro años -viajes constantes de Austria a Francia, de Francia a España, de España a Polonia, de Polonia a Alemania... como si todo fuera un único país- y de repente ese cosmopolitismo tan judío errante se convierte precisamente en una amenaza o, más bien, en un imposible.

En un abrir y cerrar de ojos, el mundo se hace diminuto. La nación se hace tribu y ellos son los extranjeros por definición y, también por definición, los apestados. Sus libros se queman, sus editoriales se niegan a seguir publicándoles, los anticipos desaparecen. De Zweig sabemos poco porque casi toda la correspondencia es en un solo sentido pero intuimos su estado de ánimo gracias a "El mundo de ayer". Zweig, el optimista, no se veía venir esto como sí se lo veía venir Arendt, la realista. De hecho, los treinta años aproximadamente que separan el temperamento del uno del de la otra parecen en ocasiones treinta lustros.

De Roth, hay momentos en los que sabemos incluso demasiado. Su obsesión por el dinero y su hipocondría. Su fervor marital y sus numerosas amantes, de todas las edades y nacionalidades, aunque preferiblemente francesas. Como amigo, no sé si es funesto pero agotador parece un rato. Por lo demás, no deja de ser curioso, en nuestros tiempos, la alegría con la que se habla de ejemplares vendidos. De acuerdo, son dos grandes de la primera mitad de siglo, pero causa cierta envidia ver su capacidad para encontrar lectores ávidos y comprometidos sin necesidad de recurrir a premios, malditismos, promociones absurdas y redes sociales. Hay en ellos, al menos en la intimidad, algo del Benno von Archimboldi de "2666". Tan alejados de la realidad que la realidad les pasó por encima.

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El Niño Bonito sigue con mocos.Para que se tranquilice, paso la noche en la cama de al lado. Por la mañana, yo no he pegado ojo y estoy intentando dormir sobre un elefante de peluche mientras él descansa plácidamente sobre dos almohadas y tiene su agüita a mano en la mesilla. Al despertar, sonríe y le digo: "¡Vaya noche me has dado!", a lo cuál él responde, extrañado, "¿de buena?" e inmediatamente se pone a cantar y a correr y a sacar todos los juguetes que aún no he tenido tiempo de recoger.

Aunque lo haré ahora mismo.

jueves, noviembre 15, 2018

Un especialito en el hospital de Villalba



Hubo momentos que no sé si merece la pena recordar, pero, en fin, ya que estamos... Por ejemplo, los siete días del hospital. Esa sensación de que han cambiado las reglas, de que ya el juego no te pertenece en absoluto. Cada mañana podía traer una sorpresa en la que tú no tenías arte ni parte, solo tu cuerpo. Las noches... creo que ya he hablado de las noches, así que mejor hablar de los días. Tenía un libro sobre Anquetil a mano, pero apenas leía, me faltaba concentración. Dedicaba las mañanas a esperar visitas y a devorar la programación matinal de verano de Telecinco, con sus tronistas y sus anuncios de crédito instantáneo.

Todo giraba, como es habitual, en torno a la visita del doctor. Era un hombre serio pero sensato. Resultado de la ecografía, resultado de la resonancia, resultado de los análisis... un día las cosas iban bien, pero, ¿el siguiente?, ¿qué garantía había? Las enfermeras y enfermeros eran un encanto. Muy jóvenes, probablemente de prácticas. Yo, ahí, era poco más que el número de mi habitación y el diagnóstico en su cuadernillo. Intentaba ser agradable, demostrarles que de alguna manera era especial, pero no lo conseguía. Un número y un diagnóstico y pocos matices.

Al tercer o cuarto día empecé a acostumbrarme. La enfermedad no era tan grave y las tardes se llenaban de visitas. Una vez, incluso, vino a verme mi hijo. Como no le dejaban subir a planta -tampoco habría sido una gran idea- bajé yo al vestíbulo después de prometer varias veces a la encargada que no me escaparía. Él estaba mosqueado porque tenía tres años pero no era idiota. No sé si verme con quince kilos menos, una vía en la mano y un pijama azul enorme como única ropa le ayudó a tranquilizarse. Jugamos un rato a echar carreras y le dejé ganar siempre. Por lo demás, me pareció que ponía una extraña distancia, casi instintiva.

A los cinco días me dieron el alta. Uno no se imagina hasta qué punto su ropa es su vida. Cuando llegué a casa, me pasé la mañana mareado. Mi mujer y mi hijo se habían ido a pasar el día fuera y ahí estaba yo, en la planta de arriba, muerto de miedo. No un miedo a morir, exactamente, sino miedo a volver. Es lo que tienen los diagnósticos difusos. Miedo, también, a dejar de depender de mí mismo, aunque fuera una semana. Un especialito entre tomas de temperatura. Un miedo natural pero algo absurdo, lo sé: todos volvemos y todos morimos, a menudo las dos cosas.

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También estuvo lo de la editorial T. La editorial que me llamó para un proyecto, que me felicitó mil veces, incluso en público, que me encargó tres traducciones y que decidió que no iba a pagarme la tercera porque no les gustaba. No solo porque no les gustaba sino porque yo había hecho todo mal a propósito, según la teoría de la editora, que no dejaba de ver "caballos de Troya" en lo que no eran más que malas interpretaciones o torpezas, sin más. Después de cuatro meses traduciendo y enviando religiosamente cada entrega en su plazo me encontré despedido, insultado y sin un duro. No solo eso, sino que además acusado de estafador.

La verdad es que ahora que lo pienso eso fue peor que lo del hospital y quizá lo del hospital fue una consecuencia, nunca lo sabremos. Los emails llenos de barbaridades, los mensajes de amigos llamando ladrón al atracado, los burofax sin contestar, los contratos sin validez alguna... Conseguí un abogado pero tardamos un año en recibir una respuesta. No digo ya una respuesta positiva sino una respuesta de algún tipo. El libro se publicó, por supuesto, con mi traducción al 95%, pero no se dignaron ni poner mi nombre como autor.

Un Titanic lleno de matones baratos, eso es la sub-industria editorial española.

Podría haberles acusado de plagio y podría haberles llevado a los tribunales por impago, pero todo eso costaba más de lo que podía ganar. Al final, una vez que la editora se hubo marchado a aguas más calientes, el director financiero aceptó pagarme la mitad de la traducción, es decir, más o menos, lo que me había gastado en el abogado. "Entiende que en esta editorial teníamos cosas más urgentes que llegar a un acuerdo por esto", me dijo, y todavía me ofreció seguir colaborando con ellos.

 Por entonces, yo ya estaba en otro proyecto con otra editorial, esta vez como escritor. Un proyecto que tenía muy buena pinta y que estaba acordado para su publicación en verano de 2018, pero no pudo ser, claro, porque ellos querían otro Anquetil y supongo que yo no soy Paul Fournel, así que lo más optimista es confiar en que se cumpla el nuevo acuerdo de sacarlo en 2020, aunque eso suponga reescribir el libro de nuevo. Dos libros y una traducción a cambio de quién sabe, ¿mil euros, con suerte? Y luego dicen que el pescado es caro.

martes, noviembre 13, 2018

Maravillas de la condición humana


De la exposición sobre Auschwitz en el Canal me quedo con pocas cosas. Pocas cosas nuevas, quiero decir. El horror es tal que resulta complicado cuantificarlo en metros cuadrados. El horror en cada pequeña y cada gran historia durante más de una década en más de media Europa. El horror en la muerte, el frío, la tortura, los niños gaseados, las vidas destrozadas, el exilio... pero sobre todo en la burocratización, los años y años de documentación del proceso, el afán por "superarse" de Höss y compañía, la larga cadena en la que nadie, absolutamente nadie, reconoce al otro como un ser humano.

Entre las muestras se encuentran un par de extractos de la entrevista de Günter Gauss a Hannah Arendt de 1964. En ambos se recrea en la incredulidad de la situación: "Teníamos enemigos, claro. Todo el mundo tiene enemigos, ¿por qué no nosotros? El problema fueron los amigos...". Exacto, lo que ella llama "la uniformización" y especialmente, pues es su caso, la uniformización en el ámbito intelectual. En pocas palabras, "el vacío" alrededor, una suerte de "cordón sanitario". En la entrevista, que, por supuesto, está en YouTube y merece una hora de su tiempo, deja claro que ella ya consideraba inevitable el ascenso de los nazis en 1931, así que nada de lo que pasó de 1933 en adelante la pilló desprevenida.

¿Nada? Bueno, nada salvo el horror, precisamente. Arendt no parece entender el horror -ella se fue en 1933, a las pocas semanas de la victoria electoral de Hitler y la quema del Reichstag, cuando el exilio aún era una opción si tenías los contactos adecuados- y es el gran abismo que le cuesta saltar. A diferencia de otras víctimas, Arendt era alemana, no ya en la acepción étnica o incluso nacional del término sino en la cultural: los que hicieron eso no dejaban de ser sus afines. Tal vez su interpretación de la actuación de Eichmann (su juicio y posterior reportaje datan de 1961) tenga que ver con eso, con un intento de justificar racionalmente a un igual. En Israel, desde luego, no se lo tomaron tan bien. Puede que incluso la palabra "funcionario" tenga sus límites de aplicación.

Cuando leí el libro de Arendt me convenció la tesis principal, pero ahora no lo veo tan claro. Quizá, insisto, desde el punto de vista racional, pero no desde el emotivo. En la entrevista con Gauss se entrevé algo místico de Arendt con la lengua alemana, a lo Heidegger. Un triunfo de "lo alemán" frente a los alemanes concretos. Arendt reconoce que, aunque viva en Estados Unidos y escriba en inglés, la "lengua materna" sigue siendo un consuelo, un hogar. "Heimat". Cuando apunta a culpables, apunta alto: los intelectuales, los que fabularon una narrativa racional en torno a Hitler y sus matones (el mismo Heidegger, aunque no lo nombre). Sin embargo, parece disculpar al "pueblo". Parece, insisto, aunque en sus libros se documenta muy bien hasta dónde puede llegar "el pueblo" cuando se le va la mano. Cuando se toca este tema, no está muy claro si Arendt amaga y no da o si da tantas veces que simplemente acaba agotada.

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Hay algo que me desagrada de "Cómo ser Bill Murray", el libro de Gavin Edwards y no es tanto el propio Bill Murray sino los intentos desesperados de Gavin Edwards por que Bill Murray nos caiga bien. Esa constante glorificación del soplapollismo con aires de evangelista: "Bill llegó y transformó la tranquila sala de espera en una fiesta maravillosa". Bien, que le pregunten a todo el mundo, a ver si está de acuerdo. Todo lo que se cuenta en el libro sobre Bill Murray es el catálogo del peterpanista: relaciones imposibles, gamberrismo caprichoso, pequeñas dosis de paternalismo y una ex mujer que le acusa de maltrato. Por lo demás, faltas continuas de profesionalidad excusadas por su carácter de "genio". También es cierto que ni la traducción ayuda ni el propio título en español, que se distancia demasiado del original "The Tao of Bill Murray", un título que en parte explicaría e incluso justificaría el tono pseudoreligioso.

No, no creo que haya nada de especial en la faceta "humana" de Bill Murray, que me interesa más bien poco. Otra cosa es el Bill Murray actor o el Bill Murray cómico, en general. Si él no se sabe cambiar el personaje al llegar a casa ya es asunto suyo. El Bill Murray cómico nos ha dejado momentos maravillosos, aunque es curioso cómo Edwards pasa por encima del que probablemente sea su mayor taquillazo: "Space Jam", con Michael Jordan recién regresado a las canchas de baloncesto tras la muerte de su padre. Si a Murray hay que quererle por su cinismo, me parece bien. Sin cinismo, no hay humor. Ahora bien, todo dentro del escenario, a ser posible. Fuera, como las personas mayores.

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Cuando le digo a la gente que me quiero quedar en Valdemoro, se extrañan de que me guste un sitio que está tan lejos de todo. ¡A estas alturas!

jueves, noviembre 08, 2018

Cajas de música difíciles de parar


Al rato de poner la canción, me doy cuenta del error. Un error didáctico y sobre todo un error personal. Son las seis de la tarde, la clase no ha ido bien y estoy en medio de una de mis crisis existenciales autocomplacientes. Mientras Madonna canta en la pantalla -recuerdo ese vídeo como uno de los primeros que vi, a los siete años, quizá junto al "Say, say, say" de Michael Jackson y Paul McCartney, cuando eran amigos- yo me siento completamente absurdo y frustrado. Nadie está aprendiendo nada. Nadie está mostrando la más mínima voluntad de aprender algo y ahí en medio quedo yo, el chico sin vocación, apoyado en una pared y revisando las imágenes de una infancia lejanísima.

Lo peor, con todo, es cuando llega el estribillo: "We are living in a material world, and I am a material girl". Me evado del vídeo, me evado de Madonna y el pensamiento se va al documental de Scorsese sobre George Harrison, que casi comparte título. Ser George Harrison. Haber sido George Harrison. Tener la más mínima esperanza de que en algún futuro uno pueda llegar a ser George Harrison. Se me ocurren cosas mejores pero no muchas. Nada de eso es posible ya. Ni ser George ni ser Ringo ni ser Neil Apinall, por poner un nombre.

No ser nada de lo que uno soñó ser. De lo que uno sigue convencido de que podría haber sido de haberle puesto más empeño, de haber tenido algo más de suerte, de haber sabido calmar el carácter cuando hizo falta, o al menos modularlo... Así, el chico que quería ser George Harrison se queda por un momento paralizado y con ganas de llorar mientras repasa la letra con sus alumnos, que apenas han entendido una palabra. No es culpa suya. El profesor va dando palos de ciego porque no sabe hacer otra cosa. Es lo que ha hecho toda su vida. Lo curioso, lo incomprensible, es que a algunos les siga atrayendo esa imagen de hombre perdido, tan perdido como si fuera un alumno más, y se queden ahí, esperando el siguiente disparate.

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Por la noche, nada más llegar a Madrid desde Valdemoro, me paso por Tipos Infames para la presentación del libro de Marcos Pereda. Llego tarde, por supuesto, pero me da tiempo a comprar algunos libros y unirme a la clásica procesión al bar. No conozco a nadie salvo a Marcos pero pronto la conversación se llena de nombres comunes, normalmente para criticarlos, porque es lo que se hace en estos casos. Se me ha pasado la angustia y estoy de relativo buen humor, pero prefiero no entrar en la carnicería porque veo todo eso como algo ajeno. Completamente ajeno. Me repito a mí mismo que ya no quiero estar ahí, que no quiero publicar en grandes periódicos ni en grandes editoriales, que estoy bien en mi perfil bajo, que sé que tengo el talento pero no el valor y no pasa nada, que los editores, las agentes, los críticos... son algo que prefiero reservar a los demás.

Obviamente, es una narrativa falsa, pero necesaria. Uno no puede estar a punto de derrumbarse por ser profesor de inglés en Valdemoro y a las tres horas suspirar de alivio porque es profesor de inglés en Valdemoro y no tiene que lidiar constantes batallas miserables de ego. El funcionariado, hasta cierto punto, te mantiene puro, y eso es más importante que la nómina a fin de mes, nada despreciable. En cualquier caso, es la narrativa que necesito en este momento y la pienso apurar al máximo hasta que se acabe esta crisis. Cuando teníamos veinte años temíamos la mediocridad. A los cuarenta, lo que da pánico es el fracaso. Ahora bien, ambos términos dependen de una valoración, sea externa o interna: sentirse un mediocre o sentirse un fracasado. Incluso, yendo más allá, pillarle el gustillo.

Yo, cualquiera que lea esto lo sabe, me siento ambas cosas. Mediocre cuando tuve que serlo y fracasado ahora que me toca por edad. Y en público finjo que me da igual y en privado -este blog, como buena muestra de fracaso, no lo lee nadie- reconozco que no, que me hiere, que me duele, que me agobia... y que, sobre todo, me bloquea. Que no tengo fuerzas ni ganas de revertir la situación. Cuando me despido de la Chica Contexto le digo que no volveré a publicar más. Luego le digo que es mentira, que algo más publicaré por una cuestión de ego, casi de ludopatía, como el que echa unas moneditas a la máquina del bar por si acaso.

Al fin y al cabo, yo he estado ahí, con todos: si sale Albert Espinosa en la tele, tengo mi anécdota con Albert. Si alguien hace una versión de Christina Rosenvinge, tengo mi anécdota con Christina. La mayoría de los que empiezan a copar halagos y premios en revistas y periódicos fueron compañeros de tertulia o de Facebook cuando eran tan desconocidos como yo. A mí me gustaría no sentir envidia y pensar que tengo lo otro, lo que tanto pedía en aquellos años: la chica, la estabilidad, el amor sin reservas. Pero no sé hasta qué punto esa no es otra narrativa y tampoco sé en qué lugar me deja.

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Lengua de Trapo me envía un ejemplar de "Cajas de música difíciles de parar", el libro sobre el disco de Nacho Vegas. Es todo un detalle porque de paso me envía además uno sobre Los Planetas. El origen de todo está algunos posts atrás, en el libro con portada de Vegas e interior de Morente. El libro está bien. Sobre todo Nacho está muy bien, muy comedido. Yo también tengo mis anécdotas con Nacho, por supuesto, más o menos de esa época, cuando se suponía que era un heroinómano, cocainómano y adicto al sexo. No sé, conmigo Nacho siempre fue un encanto. Comimos en un bareto cerca del Paseo de Rosales, hablamos de todo con una naturalidad tremenda y después le dedicó a Hache "Nuevos planes, idénticas estrategias" en lo que fue la única frase que pronunció en su concierto de Galileo.

Yo sé que el personaje público de Nacho puede caer mejor o peor. Yo creo que a mí me caería mal si no conociera hasta cierto punto el privado. Detrás de algunas bravuconadas, en el fondo no hay más que un Michi Panero que baja la mirada cuando habla de su padre, cigarrillo en la mano y farfulleo listo en la boca. No sé hace cuántos años que no le veo. No sé cuántos años hace que no veo a Albert o a Christina o incluso a Ray (la última vez fue en la Feria del Libro, los dos firmábamos en la misma caseta. Llegó una hora tarde apestando a alcohol, me dio un abrazo enorme y yo me sentí como un niño con superzings nuevos). Iba a decir "no sé si me importa" pero, a estas alturas del post, sería una tontería como un piano jugar a las ambigüedades.

martes, noviembre 06, 2018

Festival In-Edit Madrid 2018



En su documental sobre George Michael, George Michael insiste en la idea de que a George Michael habría que considerarle a la altura de Prince, Madonna o Michael Jackson como icono de los ochenta y parte de los noventa. Hay algo de exagerado en la premisa, lo que no quita para que "Freedom" sea una película muy necesaria y que George Michael, efectivamente, fuera uno de los más importantes músicos de pop y RnB de su época, probablemente subestimado por su pasado "boy band" y su incapacidad para encajar en el sistema.

Ahora bien, por mucho que se empeñe y por mucho que le avalen sus amigos -Stevie Wonder, Ricky Gervais... y Kate Moss-, el músico británico nunca estuvo a la altura de sus compañeros estadounidenses. Ni su carrera profesional dio para tanto ni su fama le persiguió por el mundo más allá de aquel glorioso 1987. "Wham!" fue un fenómeno puramente británico que alcanzó a parte del continente y todos sus discos a partir de "Older" (1993) estuvieron condenados casi a la irrelevancia salvo tres o cuatro singles y varios videoclips formidables.

Con todo, está bien que se recuerde lo que fueron esos años de 1987 a 1993. Que se recuerde incluso "Careless whisper" o "Last Christmas", ya puestos, excelentes canciones pop. Que se haga hincapié en lo que supuso "Faith" para una generación que no sé si es la mía pero se le acerca. Ver al chico de los pantalones cortos ajustados vestirse de rockero con una guitarra eléctrica y sumergirse en el universo estadounidense fue una auténtica sorpresa y la calidad de todo el disco está fuera de toda duda: hay espacio para el gamberrismo desafiante de "I want your sex" (especialmente la segunda parte, la que tiene al piano como protagonista), para el macarrismo de "Faith", para la condescendencia de "Father Figure", para el dramatismo romántico de "One more try" e incluso para el amago disco que es "Monkey" o la melancolía night-club de madrugada de "Kissing a fool".

El disco es tan completo que asusta. Los registros que alcanza musicalmente son tan variados que le valieron todo tipo de premios. No era un disco fácil, por mucho que ahora lo parezca. Las letras eran brillantes y ajustadas al tema: sociales cuando tenían que ser sociales ("Hand to mouth"), insinuantes cuando tenían que serlo y desgarradas cuando tocaba el turno. Su voz nunca sonó como en ese disco aunque ya se apreciara una tendencia al reverb que le acompañaría durante toda su carrera. Fue número uno en medio mundo y la gira, cortesía de Pepsi, le llevó incluso al otro medio.

Ahora bien, al margen de "Faith", la carrera de George Michael fue algo errática. No hubo un "Bad" que respaldara "Thriller", ni un "Purple Rain" que continuara "1999". "Listen without prejudice (vol. 1)" es un disco con demasiados altos y bajos. Tiene, por supuesto, la inmensa "Praying for time", que, como se dice en el documental, podría haber sido escrita por John Lennon, y la divertidísima "Freedom", donde quizá pretende anunciar su homosexualidad sin atreverse del todo. ¡Cómo olvidar el impacto que supuso ver a Linda Evangelista y compañía recitar la letra en el vídeo! En ese sentido, incluso antes de cumplir los treinta años, Michael ya había dado muestras de ser un artista vanguardista y rompedor... dentro de la industria de la que estamos hablando, por supuesto.

¿Qué pasó a partir de ahí? Ni se sabe bien ni se explica del todo en el documental: peleas con Sony, juicios, rescates de David Geffen, un disco ("Older") bastante peor de lo que su autor creía y a partir de ahí, éxitos puntuales junto a Queen o a Elton John y más portadas por sus escándalos que por su música. Cuando murió, en la nochebuena de 2016, murió como un músico menor, empeñado en rescatar su imagen mediante el citado documental que ahora sale a la luz. Si me parece injusto que se compare con Madonna, más injusto me parece condenarle a la mediocridad. La película pasa muy rápido por encima de muchas cosas -de entrada, los casi quince años de nula creatividad- pero al menos deja claro que aquel hombre era especial en muchos sentidos, tal vez demasiados.

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Por lo demás, mi experiencia en el Festival In-Edit se limita, desgraciadamente, solo a otras tres películas. El documental sobre M.I.A. me interesa mucho más cuando habla de sus inicios y su consagración con "Paper planes" que cuando habla sobre política. Sé que es un comentario frívolo pero es así. Sri Lanka me resulta demasiado ajeno como para involucrarme de lleno en el drama de la resistencia tamil. Sin embargo, Justine Frischmann me pilla a la vuelta de la esquina, con su gesto torcido en la boca, ya recuperada de la adicción a la heroína, discutiendo con Maya y reconociendo: "Ya sé que eres muy especial, ya sé que eres más especial que yo" y uno se puede imaginar a Justine repitiendo esas palabras a sus egocéntricos ex novios, al Brett Anderson o al Damon Albarn de turno.

"Studio 54" merece muchísimo la pena, hasta el punto de que se hace corto, como si hubiera demasiadas posibles ramificaciones como para centrar el documental solo en los años 1977 y 1978, los del apogeo y posterior caída de la mano de Steve Rubell e Ian Schruger. De entrada, está el contexto de los años setenta en Nueva York, que no es cualquier cosa: la decadencia, la pobreza extrema, la delincuencia salvaje, la subcultura que seguía ahí años después cuando Martin Scorsese decidió mofarse de ella en la mítica "Jo, qué noche". Luego, está la "jet set" de la época, esa extraña mezcla de Truman Capote en zapatillas de fieltro y Michael Jackson recién cumplidos los dieciocho. El auge de la cocaína frente a la heroína y el crack de los barrios pobres. La rebelión del travestismo y la homosexualidad, y la promiscuidad descarada en los tiempos anteriores al SIDA... el éxito y la borrachera de éxito y la cárcel y la redención... En realidad, si se piensa, "Studio 54" debería haber sido una serie de Netflix de diez episodios y no un documental de hora y media, pero solo por ver a Bill Murray darle paso a John Belushi en los orígenes de "Saturday Night Live" la experiencia ya merece la pena.

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No me gustó tanto "The King", el extraño documental sobre Elvis Presley, tan extraño que la Chica Diploma acabó durmiéndose en mi hombro. Ni se acaba de hablar por completo de Elvis ni acaba de quedar clara la metáfora constante con Estados Unidos entendido como imperio. Hay una línea que intenta hablar también de decadencia y de sobredosis y se entiende que esa sobredosis que acabará con América como los somníferos acabaron con Elvis será Donald Trump, pero no se llega a explicar del todo por qué ni cómo. Mucho Bernie Sanders y poca sustancia.

Tal vez  habría sido mejor quedarse de nuevo con la música, con lo improbable de Sun Records, con la mezcla de blues, rock and roll y country blanco que hay en esos primeros discos, con la influencia del "Coronel Parker" , las películas en Hawai, la mili en Alemania, las peleas con los Beatles. Uno espera aprender algo nuevo de una de las figuras clave en la música moderna del siglo XX y se encuentra con un director que reconoce varias veces a cámara que no tiene ni idea de qué hacer con lo que está grabando.

En cuanto a lo demás, como siempre, mucha oferta con muy buena pinta: el documental sobre Rubén Blades que pusieron un domingo a las cuatro de la tarde, hora algo imposible, la película sobre "Desolation Center", el "revival" de Burning y cuando Colomo les grabó cantándole a Carmen Maura lo de "¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?". En fin, horas y horas de cine que ya no se pueden dedicar en exclusiva como en 2004, cuando uno iba acreditado a ver películas sobre el festival de Monterrey o la música de Dusminguet. Con todo, es una gran noticia que el festival se haya vuelto a instalar en Madrid. Ojalá sea por muchos años.

lunes, octubre 29, 2018

Paper planes


 En la época de los politonos, yo tenía el "Paper planes" de MIA y supongo que eso pretendía ser una declaración de intenciones. Ese era el tono de llamada general -ahora daría igual, ahora siempre tengo el teléfono en vibrador o en silencio- y luego estaban las excepciones: por ejemplo, Álida tenía reservada "Luces de Neón" y Aída Prados era "Audrey", de los Piratas, por alguna asociación de ideas incomprensible ya que Audrey, como todo el mundo sabe, siempre fue Laura Cuello.

La fascinación por "Paper Planes" llegó hasta mi primera novela, que terminaba precisamente con un tiroteo en el que las balas del libro se mezclaban con las de la canción, y mi fascinación por Aída Prados me la sigue recordando Facebook de vez en cuando y llegó a límites exagerados, lo que demuestra la paciencia que han tenido la mayoría de mujeres conmigo y la razón que tienen todas las que "prefirieron no hacerlo". También es cierto que Aída se fue a otro país y que desde la distancia las tormentas no dan tanto miedo.

El otro día, para qué negarlo, estaba triste, pero alguien me rescató y eso siempre es bonito. Quizá  me acostumbré demasiado a rescatar y a que me rescataran, es decir, a vivir todo el puto día al filo del campo de centeno.  La Chica Diploma, que suficiente hace, me sugirió que me apuntara a un curso para conocer gente con gustos afines pero yo temo a la gente con gustos afines y en cualquier caso no quiero nuevos amigos sino recuperar a los viejos. No quiero una nueva vida, me basta con la de siempre. Si ya me cuesta cambiar de bar para desayunar, imaginen lo que sería este ejercicio de innovación. No, la vida no es un Futmondo.

Alguien escribió en mi muro la semana pasada algo así como que era duro envejecer y darte cuenta de que ya no vas a ser una estrella de rock. Tiene razón pero en parte: yo nunca quise ser una estrella de rock; me parece algo así como el infierno en la tierra. Yo echo de menos otra cosa. Otra cosa superior: la capacidad de sentirme una especie de dios de mi propio universo, con politonos incluidos. Habrá quien diga que ser padre es exactamente eso... pero no, ser padre consiste en montarle un universo a otro y amueblárselo. Una especie de hostelero, vaya, con todos mis respetos...

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Por la mañana, el Niño Bonito me pregunta, después de diez minutos bajo una ducha que no funciona y escuchando el disco de Sia en el que sale su cara en la portada: "Papá, ¿tú, cómo te rindes?" y yo dejo la pregunta sin contestar.

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También por la mañana, esta vez durante el desayuno. Él está con una extraña combinación de leche de almendras, pan de castaña y brownie de chocolate y yo relleno una cartulina que nos han dado en el cole con una foto suya para que expliquemos qué le hace especial. La cartulina lleva una semana en casa y nunca hemos sabido qué demonios hacer con ella pero habrá que hacer algo, supongo. Lo primero que se me ocurre es escribir "everything" y devolverla sin más. Al final, me decido a preguntarle y nos ponemos a lanzar ideas los dos juntos: sus ricitos, su sonrisa, sus amigos del cole, determinados juguetes, los títeres, el fútbol -sobre todo si el Valladolid está de por medio, porque el Madrid no hace más que darle disgustos-, la comida sana...

Con cada cosa adjunto un dibujito, o un garabato, más bien. No sé dibujar y yo lo sé y él lo sabe. Cuando acabo, se lo doy y se pasea por la casa con el "special" en la mano: se lo enseña a su madre, se lo enseña al espejo, se lo enseña al portero, se lo enseña al del garaje y lo guarda como oro en paño mientras vamos al colegio. En ese momento, entiendo de qué se trataba todo esto: no tanto de saber qué hace a un niño especial sino de hacer especial a un niño durante una mañana con su cartulina. Y de paso a sus padres, claro, nos conocen como si nos hubieran parido.

jueves, octubre 25, 2018

Making a murderer 2



No voy a decir que la primera parte de "Making a Murderer" no fuera tendenciosa porque lo es desde el mismo título. Con todo, conseguía dar una imagen de cierta objetividad o, si se quiere, de cierta perplejidad ante un caso que deja demasiadas dudas. Incluso sin oír del todo "a la otra parte" -¿pero qué tiene que decir "la otra parte" que no dijera en el juicio, en los interrogatorios, en las conferencias de prensa, incluso en la condena?- el relato era vibrante por lo que tenía de pura cultura del espectáculo: teoría de la conspiración, sentimentalismo y una buena ración de "Perry Mason para millenials".

Otra cosa es la segunda parte, y no sé si eso es bueno o malo. Si desde el principio estás convencido de que la policía conspiró para detener y acusar a Avery -y la mayoría de los que vimos la primera parte, lo estamos-, no es fácil que encuentres algo nuevo que te haga confirmar o cambiar tu opinión. Sí puede haber detalles legales importantes, pero todos siguen la misma línea de lo que sabemos desde 2015. Hay menos espectáculo y algunos críticos lo han señalado amargamente... pero eso no hace al documental menos valioso sino diferente, sin más. Esta ya no es la historia de un hombre acusado por un crimen que nunca cometió, como "El Fugitivo", sino la historia de dos hombres que se pudren en la cárcel mientras nadie puede hacer nada por ellos, mientras su familia se viene abajo y los patriarcas mueren lentamente ante la cámara.

Si la primera parte era la historia de una indignación, esta segunda es la historia de una derrota. Todas las expectativas, incluso las más razonables, acaban viniéndose abajo en un solo rótulo. El negocio está a punto de quebrar. Avery está abrumado por la fama y los moscones se le acercan para aprovecharse de él. El espectáculo, ahora, está en otro lado, y sin duda los autores de esta segunda parte lo sabían. En buena parte, estamos ante el relato acerca del relato: qué hicieron los grandes medios, cómo reaccionó el público ante la primera entrega. Una cosa muy cervantina, si se quiere.

El problema, constantemente, es Kathleen Zellner. Siento decir esto porque en realidad yo no tengo ni idea de quién es Kathleen Zellner, pero la televisión no tiene nada que ver con quién es la gente sino con lo que parece ser, mucho más en un serial que se basa en la premisa "No te fíes de nadie". Zellner es demasiado mediática, en ese sentido, demasiado espectacular, como si fuera a contrasentido respecto a la narrativa del resto del documental. Zellner es el tipo de persona que la cultura popular estadounidense nos ha mostrado como sospechosa: alguien para quien tuitear forma parte de su trabajo, una especie de presidente Trump, con sus exclamativas y todo.

Son demasiadas horas de discursos triunfalistas y análisis minuciosos y muy pocos segundos investigando por qué esos esfuerzos no llevan a ningún lado, es decir, ¿cuánta gente puede odiar realmente a Steven Avery hasta el punto de quedar ciegos ante tanta prueba que se vende continuamente como decisiva? En realidad, supongo, la razón no hay que buscarla en el odio sino en el simple tedio, la pereza, el "statu quo". No movais el avispero, dejadlo como está. Conseguir "que la familia de Teresa Halbach descanse por fin" no depende tanto de la verdad sobre su asesinato sino del hecho de que el estado haya cumplido con su labor: adjudicarse el monopolio de la violencia.

Es obligatorio que, igual que hay dudas en un lado, las haya en el otro: ¿por qué la familia de Halbach está tan satisfecha con la versión oficial? ¿Por qué todos los jueces, uno pot uno, rechazan sin más las peticiones de un nuevo juicio? Al final volvemos a lo mismo: la culpa es del sistema. Y puede que sea verdad y por lo tanto ahí ya no hay indignación sino impotencia y no hay espectáculo sino pura monotonía, pura desidia, la llamada de la mañana, la llamada de la tarde y la llamada de la noche... En definitiva, que sí, te hace pensar, como hacía pensar "The Confession Tapes" pero de tanto pensar acabas planteándote incluso si no te estarán engañando las dos partes.

Más que nada porque suele pasar.

*

Leí "Omega", de Bruno Galindo y Víctor Lenore, sobre el disco de Enrique Morente y Lagartija Nick. Me gustó. Yo en realidad había comprado "Cajas de música ifíciles de parar", acerca del disco de Nacho Vegas, pero me encontré con un error de imprenta como una catedral. En el fondo, salí ganando: el libro sobre Morente está bien, algo deslavazado -como el propio Morente- pero bien. Un libro de los que te puedes leer sin haber escuchado en tu vida el disco del que trata ni cualquier otro disco de Morente. De hecho, el libro consigue que me lo acabe sin siquiera provocarme ningún interés en reparar mi error y escuchar "Omega" cuanto antes. No hace falta. Sé que no me va a gustar, o al menos lo intuyo. No lo consideren una crítica sino un acierto: si lo sé es porque Galindo y Lenore me lo han dejado suficientemente claro. Como detalle, la editorial se ha comprometido a enviarme el de Nacho Vegas y el escrito a propósito de "Una semana en el motor de un autobús", el mítico disco de Los Planetas.

Disco que, por supuesto, tampoco he escuchado.

martes, octubre 23, 2018

Deal with it, rock and roll...


 La imagen es la de un hombre de cuarenta y un años arrastrándose por el suelo a las tres y media de la mañana. Un hombre que cada vez que intenta incorporarse siente el peso del vértigo sobre su cuerpo y necesita volver al parqué, apoyarse en los codos como un recluta patoso, y llegar al dormitorio. Un hombre que se despertó media hora antes ya mareado y cuyo mareo le obligó a tumbarse en el sofá y ahora busca consuelo en la cama, un consuelo silencioso para que su mujer no se despierte, para que su hijo no se preocupe...

Cuando consigue tumbarse, piensa que el vértigo puede ser un ictus y que quizá esté haciendo el tonto con tanta demora y tanto no querer molestar. Por otro lado, está cómodo. Mientras no se mueva, cabeza sobre la almohada, está cómodo y no tiene sueño porque ya no tiene sueño nunca o al menos no ese sueño plácido que te va llevando y te acuna. El sueño, ahora, hay que trabajárselo y es el sueño del que no sabe dónde vivirá en un año, dónde trabajará, a qué colegio irá su hijo, cuántos miembros tendrá su familia, cómo podrá pagar cualquiera de esos cambios...

El sueño de alguien que no disfruta de su trabajo, que no disfruta de sus horarios, que con los años ha aumentado su capacidad para disfrutar de cada vez menos cosas. Un sueño a intervalos: dos horas dormido, dos horas despierto, dos horas dormido... un sueño angustioso, en cualquier caso. A menudo sueña que no tiene responsabilidades, que todo es como era antes, con red. Un hombre que busca ganar dinero -porque necesita dinero- en lugares donde sabe que no lo va a encontrar y que a la vez se siente incapaz de seguir mendigando donde puede que sí le den limosna.

Un hombre, ya digo, que cree que puede tener un ictus y entonces su hijo, ¿qué?; entonces, su esposa, ¿qué? Un hombre que se sentiría culpable si se muriera ahí mismo y quizá por ello repite la operación a la inversa: se tira de la cama al suelo, repta en dirección al salón y se arroja de cualquier manera al sofá, donde ha dejado su móvil para consultar los síntomas. Síntomas que, por supuesto, no coinciden con lo suyo porque lo suyo -él lo sabe- es una mezcla de ansiedad, de angustia, de frustración, de rabia y de agotamiento.

Al día siguiente, el hombre repetirá sus rutinas porque ya las ha aceptado tal y como son y la alternativa sería deshacerse de ellas, pero eso es inviable. Un hombre, hasta cierto punto, condenado, así se siente y así se resigna. Al menos su mente. Su cuerpo, no. Su cuerpo, cada cierto tiempo, le recuerda que así no puede seguir. ¿Y él qué hace? Sigue de todos modos. Sigue porque ha dejado de buscar alternativas y, como le pasó a Pedro con el lobo, si a estas alturas viniera con que está deprimido o algo así, nadie le creería. Sus problemas son demasiado banales como para que nadie se los tome en serio: vive en el barrio de Chamartín, tiene un hijo precioso, una mujer maravillosa, cobra un buen sueldo de funcionario, sus alumnos le respetan, ha publicado más libros de los que probablemente soñara jamás y Facebook le recuerda cada día todo lo que fue: director de revistas, organizador de festivales, entrevistador de estrellas del cine, de la música, del deporte...

Su vida sin sueño es, pues, una vida soñada y sus vértigos no son nada ante lo que Sean Bateman no pudiera contestar con un "Deal with it, rock and roll". Lee mucho. Ve series de vez en cuando -ahora está con la segunda temporada de "Making a Murderer"- y no va al cine por una cuestión de apatía más que otra cosa. Durante años, en medio de las agitaciones veinteañeras, un amigo le sugería que se rindiera, que la paz estaba en la rendición. Ahora siente que se ha rendido y que en vez de alivio siente algo parecido a una traición a sí mismo. Como si él ya no fuera él. Problemas unamunianos.

Da igual. El hombre se queda en la cama mientras su mujer se encarga del niño -preocupado, este se acerca cada cinco minutos para despertarle y verificar que está bien, que no le pasa nada- y luego, ya se sabe, la rutina. No una rutina a lo Steven Avery, claro, por eso nadie entiende la queja, probablemente ni siquiera él mismo, pero una rutina de alfombras al tinte y barbas afeitadas e informes de ausencia para el centro laboral. Fitter, happier...Un hombre que sabía que, probablemente, su vida acabaría convirtiéndose en una canción de Radiohead pero que nunca imaginó que fuera a ser esa.

jueves, octubre 18, 2018

Björn Borg, John McEnroe y Manuel Jabois



En su artículo del miércoles en El País, Jabois escribe esto:

Panero dice que salió a la calle gritando: “¡Éramos tan felices!”, que es una de mis frases favoritas de todos los tiempos porque siempre tengo la sensación de haber sido feliz, nunca de serlo. Y a veces pienso que ciertas felicidades, como ciertos amores, se sabe que lo han sido con tanto retraso que uno se pasa la vida maldiciendo haber estado, no estar.

Yo también repetía "¡Éramos tan felices!" cuando era adolescente y yo tampoco sabía a qué me refería. Probablemente, Jabois y yo vimos "El desencanto" en el mismo pase de televisión, puede que en La 2 y puede que en Canal Plus. No sé, tengo la cinta de VHS por algún lado. Por supuesto, todo ese párrafo podría haber aparecido en este blog y me jugaría lo que fuera a que ha aparecido de forma casi literal varias veces porque Jabois y yo compartimos la misma estética y las mismas referencias.

La diferencia, quizá, es que yo no puedo imaginar esa frase sin la noche en el Desert con la Chica Langosta y sus amigas. Mis parrafadas ni siquiera alcohólicas pero con el inimitable tono arrastrado tan Panero, tan Michi, tan de vuelta de todo a los diecinueve años. Del mismo modo, no puedo imaginar aquella noche y aquella perorata sobre el desencanto sin escuchar de fondo el viento gélido que da inicio al "Planet Telex" de Radiohead y te transporta a su estribillo: "Everything is broken, everyone is broken", que es mi estado de ánimo habitual y supongo que, de alguna manera, lo que me hace interesante.

*

Pero, interesante, ¿para quién? Cuando leo el artículo, escribo inmediatamente a Manu algo así como "me asusta hasta qué punto somos tan parecidos" y él me contesta, muy amablemente, como siempre, que yo soy su gran referente en temas de melancolía y nostalgia. No sé cómo tomármelo así que me lo tomo a bien. Sinceramente, con Jabois yo siempre he tenido una relación muy de Salieri y Mozart, aunque en realidad nunca haya visto la película y la película tampoco tenga mucho que ver con la realidad. En cualquier caso, soy uno de los referentes de Manu y eso está bien porque desde luego Manu es uno de mis referentes y es el Mozart de esta generación y eso lo llevo diciendo desde antes de que le contrataran en El Mundo, cuando se dedicaba a los Apuntes en Sucio sin más y hablaba de Massimo Ghirotto.

Supongo que todo esto confirma mi malditismo, que, estéticamente, no tiene por qué estar tan mal. El problema es que la estética se acaba colando siempre en la ética y no puedo evitar un cierto sentimiento de rabia, de injusticia. Un sentimiento que no es nuevo y del que Manu no tiene culpa alguna pero que me corroe: una especie de "¿por qué tengo que ser yo el maldito?, ¿por qué tengo que escribir yo en mi blog que no lee casi nadie que soy uno de los referentes de uno de los mejores escritores del país?, ¿por qué tengo que ir a Valdemoro a explicar el pasado simple en vez de escribir, sin más, mejor o peor, igual que Salieri componía, mejor o peor y gozaba de un cierto respeto?". En definitiva, ¿por qué demonios no existo si las palabras son casi idénticas?

La Chica Diploma no tiene muy claro que deba escribir estas cosas porque cree que a Manu le puede sentar mal pero yo sé que a Manu no le va a sentar mal porque Manu no tiene arte ni parte en esto. Manu no obliga a nadie a escribir mil veces: "Lean al gran Jabois". Manu se limita a escribir y a hacerlo como los ángeles. Yo me limito a escribir y a gritar en mi propio ágora, en mi diminuto tonel al sol: "Hey, que yo también puedo hacerlo. No tan bien, claro, pero suficiente"... y después me pongo a preparar la siguiente clase. Además, yo quiero a Manu y Manu me quiere a mí. No nos vemos, apenas conseguimos mantener conversaciones de más de diez minutos y la única vez que conseguimos quedar para hacer algo juntos -ver una película- resultó que el cine estaba cerrado. Pero nos queremos. Quizá porque un día, una madrugada, vimos a Michi Panero repetir su frase y pensamos que en el futuro podríamos intentar ser como él... sin tener muy claras las consecuencias.

*

Por cierto, el artículo iba sobre la película sobre la rivalidad entre Borg y McEnroe, así que la busco en Filmin y me pongo a verla. Está bien. Quizá se queda un poco a medias: no sé si a alguien a quien no le guste el tenis le va a poder gustar la película y a la vez no sé si el verdadero amante del tenis va a pasar por alto las abundantes faltas de coherencia y de "raccord" dentro de los partidos. Por lo demás, no acabo de ver en la película rivalidad alguna porque McEnroe en todo momento parece una excusa para hablar de Borg, como el propio personaje se queja ya en los primeros diez minutos.

De McEnroe, pese a lo que le dice Peter Fleming en una secuencia, se sigue hablando incluso 35 años después de su esplendor. Todos le conocemos. Conocemos sus victorias y conocemos sobre todo su vida licenciosa y su gusto por el espectáculo. ¿Qué sabemos de Borg? Poca cosa. La película le coloca en el lugar que merece: como uno de los tres candidatos a mejor jugador de todos los tiempos junto a Roger Federer y Rod Laver. Un hombre que ganó seis Roland Garros, cinco Wimbledons consecutivos, jugó (y perdió) cuatro finales del US Open y ni siquiera se dignó a pisar Australia más de una vez y quizá porque le pillaba de paso para cualquier otra cosa.

Todo esto antes de los 25 años, porque a los 26 ya estaba (parcialmente) retirado. ¿Hasta dónde podría haber llegado de haberse tomado en serio su profesión, de no haberse quemado tanto de torneo en torneo, de haber conseguido vencer de verdad todas esas pasiones internas que le obligaban a acabar con todo, a echarse a perder en yates y discotecas hasta acabar en la bancarrota? Hay en Borg mucho de Panero y por lo tanto mucho de Jabois y mucho de mí, solo que yo, insisto, tampoco me tomo tan en serio mis obligaciones estéticas.