viernes, noviembre 11, 2016

En la muerte de Leonard Cohen



Hay un momento en la vida de todo hombre en el que busca a "Suzanne" desesperadamente. Un momento de entrega, vaya. Then she takes you on her wavelength and you let the river answer that you´ve always been her lover. Quizá, después de todo, el amor no sea sino eso: obviar la reflexión y girar como un satélite. "Suzanne" en Grecia, "Suzanne" en La Elipa, "Suzanne" en todas las mujeres en torno a las que gravitaba a los quince, los dieciséis, los diecisiete años... Esas mujeres fuertes y magnéticas, ese chico con vocación de desvalido.

Leonard Cohen era muchas cosas pero supongo que, sobre todo, era mi madre. Sus cintas naranjas por los estantes con una caligrafía dudosa. Leonard Cohen por todos lados, como minas que uno intenta esquivar para seguir su propio camino. Nadie elige a los ídolos de los demás. He pasado cuarenta años de mi vida sin escuchar un disco de Frank Zappa y dudo que haya escuchado uno entero de Cohen, más allá del impacto que, a los once años, supuso verle tan serio, tan sombrero negro, tan Manhattan y Berlín en la televisión pública.

Desde esta distancia del pudor, Cohen siempre me pareció mejor letrista que Dylan o que Simon. Mejor "poeta", como se dice ahora. Un poeta romántico, por supuesto, pero también un poeta con mala leche, el poeta irónico de "Everybody knows", la banda sonora de los últimos treinta años y una canción extrañamente infravalorada. Ahí salen todos: de Gordon Gekko a Donald Trump, sin citar a nadie. El mundo que queda, el que intentamos analizar no es sino el mundo después de "Everybody knows", un mundo en el que todo está permitido, incluso el dislate.

La muerte de Cohen, como la de Bowie, llega después de la publicación de disco. Cuesta pensar en cómo se las apañaron para aguantar hasta el último momento al pie del cañón. Cohen, como Woody Allen, parecía intentar engañar a la muerte cambiando continuamente de dirección y nos hizo creer a todos que podía llegar a ser inmortal. Ni siquiera le creímos cuando nos explicó con su pausa habitual que no, que se moría, que no quedaba nada, que Marianne estaba otra vez más cerca de sus brazos. Los asteroides rugen y nosotros cerramos los ojos para que no nos golpeen.

Así nos va.

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Ganó Trump. Fue una sorpresa y no fue una sorpresa. Su triunfo sigue la lógica de este artículo, que ha pasado injustamente inadvertido. El mundo es un lugar mucho más peligroso, pero no por Trump sino por los que ahí le han colocado. Aunque ahora saliera a decir: "No, no, no, todo ha sido una broma", algo así como Richard Pryor en "El gran despilfarro", cincuenta millones de estadounidenses le exigirían la barbarie. Más que nada porque él les prometió que si él ganaba, el presidente serían ellos. La gente. Su gente. La que se define solo por oposición. Los amantes de la nada. La masa y su rebeldía.

martes, noviembre 01, 2016

La banalización del bien o por qué Donald Trump puede ganar las elecciones



Hay distintas interpretaciones sobre lo que puede ser "la banalidad del mal". En su origen, es decir, en Hannah Arendt y el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, la frase aludía a la capacidad de cualquiera para hacer el mal como una cosa casi funcionarial, del día a día, sin necesidad de graves psicopatías. Así, Eichmann, el tímido y ordenado Eichmann, volcado en su escritorio, haciendo números y organizando el transporte de los judíos de toda Europa hacia Auschwitz, sus cámaras de gas y sus crematorios.

También podría considerarse "banalidad del mal" no ya a atribuir al mal causas o comportamientos banales, habituales, que forman parte de la vida diaria, sino a extender el adjetivo a cualquier cosa, de manera que de tanto estar en todos lados, el mal se acabe convirtiendo precisamente en algo vulgar, ordinario. Un claro ejemplo sería el "Todo es ETA" que se puso tan de moda durante tanto tiempo. Aquella barbaridad no hacía sino banalizar el terror con mayúsculas, el verdadero, el de las bombas y los tiros en la nuca y los entierros y la extorsión. Cuando todo es ETA, había que concluir, ETA acababa no siendo nada, y eso era terrible.

Sin embargo, lo que está de moda ahora es, en cierto modo, banalizar el bien. Eso, al menos, pensaba yo mientras veía la indignación institucionalizada en la investidura de Mariano Rajoy del pasado sábado. Hasta qué punto hemos hecho del bien algo tan habitual que lo hemos olvidado y ahora resulta que todo es horrible y todo es una vergüenza y todo hay que cambiarlo de arriba abajo y nada sirve... el bien se ha hecho algo tan habitual que su ausencia en cualquier aspecto de nuestra vida nos resulta intolerable.

Si se piensa, debería ser una buena noticia, pero no lo es en absoluto en el momento en el que uno se engancha al bien como si fuera un derecho inalienable, una condición "de suyo" de la naturaleza y todo lo que le aleja del mismo se convierte en objeto de rencor y odio.

En esto tiene mucho que ver la publicidad, por supuesto. Ya lo explicaba en aquel librito que publiqué en su momento sobre la acampada de Sol de 2011. La coincidencia de una serie de anuncios y de narrativas que apuntaban a la liberación absoluta del individuo mediante la consecución inmediata de sus deseos. "Tú decides", "tú puedes cambiar", "tú eres la hostia puta... y no te mereces nada menos que esto que te estoy vendiendo". Incluso el cristianismo te obligaba a esperar mil años a que el bien triunfara sobre el mal y encontraras tu recompensa. Ahora, todo es exprés.

Y como es exprés y es gratis, ha de conseguirse de inmediato y según mis propias condiciones. Ese es el populismo de hoy en día y es curioso ver cómo difiere del nacionalismo con el que a menudo -incomprensiblemente- se alía. La cultura, el entorno, la sociedad, sus leyes... como opresores del individuo. Todo, al final, es culpa de otro. Absolutamente todo. Y nada va bien, por supuesto. Todo es un horror. El mensaje cala en España, cala en Europa y está a punto de calar a lo grande en Estados Unidos, en lo que sería sin duda un momento realmente histórico de nuestra civilización, el momento en el que un hombre -Trump- no solo se erige en Mesías salvador y redentor sino que renuncia a ser líder de nada.

Porque no hay en Trump idea alguna, ni siquiera patriotismo más allá del eslogan. Su "Make America Great Again" no dice nada de América y solo pretende apelar al ego herido de cada uno de sus votantes potenciales: "Lo que TÚ podrías llegar a ser si yo gobernara este país y no esa casta podrida de Washington". En esencia es el mismo mensaje que el de Pablo Iglesias pero sin tanta matraca de lucha de clases. Precisamente por eso todos los ataques de campaña han acabado beneficiándole de alguna manera: Trump es un hombre que necesita demostrar que no le hace falta un partido detrás, que no necesita los más mínimos modales de conducta y que puede hacer con los demás -mujeres, inmigrantes, quién sea si le molesta...- lo que se le antoje. Un maverick, por decirlo en la jerga del siglo XIX.

Ese y no otro es su mensaje y eso y no otra cosa es lo que atrae a decenas de millones de estadounidenses. Esa sublimación estética de acabar votando a Patrick Bateman, convencidos de que el riesgo siempre será para los otros y nunca para ellos mismos, que son la hostia también, como los clientes de Orange. En eso estamos todos y mientras tanto, "el bien" o lo que queda del bien, es decir, un estado de razonable bienestar, unas mejoras pactadas, unos acuerdos entre iguales, una ciudadanía activa que no se divida en justos e injustos... va cayendo en el más absoluto olvido. Primero, porque demasiados lo dieron tan por hecho que se olvidaron de cuidarlo; segundo, porque los egos no entienden de consensos, solo de voluntades.

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Con todo, a mí siempre me parecía que había algo tierno en la manera en que Bisbal llamaba "Laura" a Chenoa. Todos los demás lo hacían en privado pero él lo hacía en público: siempre Laura, siempre ella, sin artificios. Me parecía una bonita manera de no poner distancia, de reconocer el vínculo a pesar de los años. La persona que es artista y no la artista que, saquemos los pañuelos, también es persona. Había ahí algo tan bonito y tan cómplice que quizá no hacía falta hacerlo público, con discursos de por medio y repeticiones de moviola. Pero no contábamos con la torpeza humana, claro. Entre las características del egomaníaco del siglo XXI está también el absoluto desprecio a mostrar cuando se puede explicar a gritos sobre un escenario.