domingo, febrero 14, 2016

The hateful eight


Hay un momento de la película en el que pienso "esto es una puta obra de arte". Me pasa a menudo con Tarantino. Por ejemplo, en "Malditos bastardos", cuando Christoph Waltz asesina a la actriz alemana antes de explicarle por qué va a asesinarla; por ejemplo, en "Django unchained", varias veces, pero sobre todo en la cena con Leonardo di Caprio y posteriormente justo antes del tiroteo que acaba con di Caprio y el propio Waltz.

Por cierto, Waltz cumple 60 años en octubre. Hasta los 53 trabajó casi exclusivamente en Austria y Alemania.

No puedo contar exactamente qué momento de "The hateful eight" me reconcilia con el cine en general porque sería un "spoiler" pero basta con decir que lo protagoniza Samuel L. Jackson, que ya es decir bastante, y que tiene lugar en torno a las dos horas de película. Hasta entonces, la película es poco más que una obra de teatro con dos actos diferenciados y sus respectivos escenarios. Actores que van andando por las tablas, diálogos entrecruzados, una auténtica maravilla de puesta en escena. 

El problema es que después de ese momento mágico, llega una media hora prescindible. Lo mismo que sucede en "Malditos bastardos" y en "Django", por cierto. Es imposible que Tarantino haya escrito esos monólogos definitivos y no se dé cuenta de que después de eso es inútil seguir, que ahí tiene que acabar la película. Se da cuenta y aun así sigue porque él quiere contar otra cosa o se considera suficientemente genial como para hacer de su genialidad una anécdota.

En definitiva, "The hateful eight" es una película que puede exasperar a muchos y lo entiendo. Hay una hora y pico que es casi Chejov, otra hora más o menos que remite al mejor Tarantino en su relación entre personajes y una media hora de excesos y vueltas sobre lo mismo. Explicaciones que sobran. Con todo, es maravillosa, claro, como casi todo lo que ha hecho este hombre con la excepción, quizá, de "Kill Bill vol. 1", un error que compensó con creces en la magnífica segunda parte.

Cuesta entender que la película haya pasado tan desapercibida en las nominaciones a los Oscar. más allá de la presencia de Jennifer Jason Leigh en la categoría de actriz secundaria. Supongo que Tarantino y Hollywood se llevan mal y tampoco van a hacer ningún esfuerzo por solucionar sus problemas a estas alturas. Jason Leigh lo hace bien, desde luego. Kurt Russell también está fantástico, como podría estarlo Tim Roth si no nos diera la sensación de que está imitando todo el rato al Waltz de "Django". 

Mención aparte merecería el veteranísimo Bruce Dern, padre de Laura, y que ya bordara el papel de anciano desvalido en "Nebraska", una de las mejores actuaciones de 2013.

Sin embargo, por encima de todos sigue estando Samuel L. Jackson. Un prodigio. Que no vaya a llevarse ningún premio por su actuación solo se explica asumiendo que la gente se ha acostumbrado tanto a que sea un actor prodigioso que ya ni lo valora. 

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Esperanza Aguirre dimite. Otra vez. Primero lo hizo de presidenta de la comunidad y dejó a su segundo. Ahora lo hace de presidenta del partido, supongo que para ponerle algún palo en la rueda a Cifuentes desde fuera. No es ninguna noticia porque no hay nada en Aguirre que pueda sonar verosímil. Se va ahora porque de todas maneras se tendría que ir en unos meses y así puede apelar a la dignidad que no ha tenido durante tantos años mirando a otro lado en el mejor de los casos.

De todos modos, lo que más gracia me ha hecho del asunto ha sido la batalla en Twitter entre Podemos y Ciudadanos, ambos atribuyéndose la creación de la comisión en la que declaró Aguirre el pasado viernes y colgándose la medalla de la dimisión como si una cosa tuviera que ver con la otra. Miren, no, si algo ha demostrado Aguirre a lo largo de su trayectoria es que Aguirre hace siempre lo que le da la gana y su agenda no depende de la de los demás. Pelearse por un mérito que ni es tuyo ni es del otro tiene un punto infantil que me desagrada, pero qué se le va a hacer. La política entendida como dos periodistas que se gritan en Twitter por la exclusiva de algo que no existe.

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Muere demasiada gente. Todo el rato. Cuando yo era inmortal, es decir, cuando yo me consideraba joven e inmortal y la muerte, como decía Borges, era siempre cosa de otros, tanto obituario no me afectaba tanto. Ahora, las cosas han cambiado: rozo los cuarenta años, el cerco se estrecha y pienso que, como mucho, me queda la mitad de mi vida por delante. Y no suele ser la mejor mitad, precisamente. Las noches, en ese sentido, son terribles. Una pesadilla tras otra. No tanto la angustia de la muerte como el qué vendrá después de la muerte. La conciencia de lo efímero, lo insignificante. 

Ahora bien, en estos casos lo mejor es hacer lo que David Hume cuando se planteaba el "yo" como haz de percepciones: llamar a los amigos para jugar al bridge o, en mi caso, ponerme un partido del Barça. Solo que no siempre es sábado ni domingo, claro. En ocasiones, ni siquiera es miércoles.