viernes, octubre 10, 2014

Mr. Medicine



El taxista empieza fuerte y nada más darle la dirección me comenta: "Bueno, ¿qué?, al final parece que la chica se va a salvar" y aunque yo respondo con evasivas e incluso mantengo una conversación por teléfono, aquello se convierte en algo parecido a lo de Roberto Benigni en "Noche en la tierra", una deriva de manual que acaba en la apología de España ante todo y la retahila de males de la izquierda. Hasta ahí todo normal, pero hay dos cosas que me inquietan: una, tiene mi edad. Lo dice orgulloso: "Que yo tengo 37 años, ¡eh!", como si tener 37 años fuera un argumento de autoridad. Dos, en un momento dado cita una película o un libro que no corresponde con el resto del estereotipo. La pena es que no recuerdo cuál.

Es una sensación horrible porque el nombre no vuelve, está ahí pero no lo alcanzo: lo que queda es el taxista enloquecido que cita también a los Fragel Rock como ejemplo y repite: "Yo una dictadura no se la deseo a  la gente que quiero" varias veces, como si le gustara tanto la frase que no dejara de repetírsela a cada cliente: una de la tarde en un Madrid lluvioso, calles cortadas por la preparación del desfile militar, atasco que nos acompaña hasta Padre Damián. Es otoño y hay algo triste en la noticia. Algo de "ya no hay vuelta atrás" que choca con lo que siempre ha sido mi idea de octubre: un nuevo comienzo, un nuevo curso, nuevas oportunidades.

A mí me gustaba tanto el otoño que pensé en empezar una novela con su apología, pero luego me di cuenta de que ningún lector de editorial iba a pasar de esa primera página. Al final, escribí cualquier otra cosa. Dio igual, nadie la leyó tampoco.

Esto del ébola me está dejando un poco tocado. Me llega a cabrear tanto como si me obligaran a ver un maratón de ocho horas de "Punto pelota". Quizá se trate de eso, de intentar cabrearte hasta el límite, pero no veo las ventajas más allá de tenerme enganchado a los informes matinales de Ana Rosa Quintana o Susanna Griso, las miserias bien remuneradas de los tertulianos afines y la indignación sin matices de los otros. En medio, algún que otro familiar, algún experto al que le dejan hablar y luego olvidan lo que ha dicho.

Esta noche, mientras el niño decidía que él no iba a dormirse salvo que nos lo curráramos un poco, me puse a pensar en aquello de "el guante le golpeó la cara", lo peligroso que era dar por buena una versión tan incomprobable. Ya lo dije el otro día: el testimonio de una enferma de ébola en estado crítico con ya diez días de fiebre y agotamiento detrás igual no es el más fiable. En cualquier caso, me sorprendió lo alegremente que decimos aquello de "la cara" y todo lo que esa tesis tan generalista conlleva: el simple contacto cutáneo con el virus podría transmitir el virus.

Obviamente, es de imaginar que eso no fue así: que el contacto fue con alguna mucosa, fueran ojos, boca o nariz o que alguna secreción del traje pudo contactar con sudor de la auxiliar, pero, en ese caso, ¿por qué no se especifica? "El guante no rozó sino que tocó una mucosa facial y hubo suficiente exposición como para que pudiera haber contagio". Supongo que porque no se sabe, que es la raíz de todo esto. Se habla sin saber y a partir de ahí es todo una bola de nieve.

Ahora bien, puestos a decir cualquier cosa, que al menos tenga sentido y no sea demasiado alarmante: "Se tocó la cara", repiten, "accidentalmente", matizan, como viniendo a decir que no lo hizo por joder aunque en algunas tertulias parece que lo pongan en duda. Yo no soy un hombre religioso, pero sí quiero pensar que algo de piedad hay en mí. El uso de cadenas que pertenecen a la iglesia católica para atacar salvajemente a alguien que si contrajo el virus probablemente lo hiciera por cambiar el pañal a un sacerdote moribundo me parece repugnante. No ya repugnante para la sociedad, sino para los propios católicos de base.

Ayer hablaba con mi madre sobre la repatriación de los dos enfermos. Ella seguía defendiéndolo. Yo no. Entiendo la defensa por una cuestión de empatía humana y de deseo de ayudar a prójimo. Entiendo la prevención con respecto a la crítica porque ésta ha abusado de la condición religiosa de los enfermos obviando lo principal: esos señores eran médicos y actuaban como tales. Mi crítica nunca irá contra ellos, que para mí son héroes, sino contra los que les trajeron sin saber qué demonios estaban haciendo.

Puede que, como mi madre decía, en medicina no siempre se sepa qué demonios se está haciendo y haya que improvisar a menudo, igual que hemos visto que en política no siempre se sabe qué demonios se está diciendo y hay que soltar la más gorda. Otra cosa es que convenga confundir lo que es con lo que debe ser en un sentido o en otro. Un país del primer mundo debería estar preparado para repatriar a sus moribundos... pero el nuestro no lo estaba. La medicina tiene un importante grado de improvisación pero no debería abusar de él. Yo entiendo que, como Savater el otro día en la librería Lé, la preocupación por lo que "debe ser" ocupe buena parte del discurso racional, pero que eso no nos haga olvidarnos de lo que realmente existe: los políticos torpes, los medios inadecuados y la ciudadanía iracunda. Y entre esos dos mares, navegar, ahí sí, como buenamente podamos.