lunes, mayo 19, 2014

Prescindibles, demasiado prescindibles

A la Chica Berklee todo esto le parece un horror pero se lo parece desde la distancia de los 6000 kilómetros, que no es poca cosa. La suficiente como para que "todo esto" no se sepa muy bien qué es y si yo no estuviera tan cansado se lo explicaría: "todo esto" es la sensación de ser perfectamente prescindible prácticamente en cualquier contexto y las obligaciones que eso supone. O lo aceptas o lo acepta otro. El daño es terrible, por supuesto, pero es el que es y, ya digo, no tengo demasiadas fuerzas como para rebelarme, no al menos esta semana, quizá la que viene.

Después de comer en el Malaspina la paseo por el centro de Madrid para encontrar alguno de mis libros y que lo compre. Cada libro es una historia pero todas tienen algo en común con la gran historia de nuestro tiempo: hacen bulto. Miles de libros colocados en un orden o en otro pero que abruman. El Compendio, verde fulgurante, destaca en las tiendas de novedades. Los otros, no existen, uno probablemente sin remedio ya, por mucho que hayamos luchado por reanimarlo.

¿Saben la sensación de estar esperando un milagro? ¿Ustedes no esperan un milagro? ¿Tienen la esperanza de un camino recto de trabajo que lleve a algún lado? No sé, a mí me pasa un poco de todo y a menudo me pasa a la vez. Los milagros que tienen que ver con el trabajo pero no dejan de parecer milagros porque que alguien venga a confiar en ti a estas alturas y no en cualquiera de las otras 200 opciones tiene un punto milagroso o eso hemos acabado asumiendo, que es lo triste.

Supongo que en Brooklyn es distinto. Ellos presumen de que es distinto y por qué no creerles. La Chica Berklee pasa por España como quien anda por encima de cristales o el que está de visita conociendo a los suegros: intenta no romper nada e intenta que nada roto la alcance. No siempre lo consigue. Todas las teorías son teorías sobre el miedo y la huída y sé que eso les cansa pero es mi blog and I cry if I want to. La vuelta en metro no mejora las cosas porque uno recuerda cuando el metro era otra cosa: un medio de transporte limpio, ágil, donde podías sentarte o al menos no sentirte acorralado y que pasaba cada tres minutos y no cada siete.

Yo sueño con vivir en un sitio donde no haya metro porque no haga falta y aquí, cuando llegan las dos y salgo de clase, lo más que consigo es un ataque de ansiedad, una indecisión palpitante entre el paseo de polen y extraños, el autobús apelotonado sin un solo hueco y metido en un atasco o el vagón sudado por las horas de aglomeraciones, todo ello al precio de 1,22 euros el viaje. Yo sueño con la posibilidad de no necesitar vivir en un entorno así, boina constante de polución y cuerpos en posición fetal en medio de la calle. Convencer a los demás de que no es necesario y a la vez no convencer a demasiada gente, no vaya a ser que nos vayamos todos al mismo sitio y montemos exactamente la misma historia.