lunes, abril 14, 2014

Fuerteventura 2014. Corralejo Bay



Todo es como en 2008 y eso es importante. La vida tiene que manejarse entre la esperanza de que todo puede cambiar en cualquier momento y la certidumbre de que hay cosas que siempre seguirán igual. La huída y el refugio. Fuerteventura nos recibe seis años después con las mismas urbanizaciones sin acabar, esqueletos repartidos por toda la isla que van dando paso a dunas de arena que parece sal, que parece harina según dice la Chica Diploma, y playas kilométricas que el taxi avanza a toda velocidad, como avanzaba María mientras nos explicaba a Antonio y a mí hace seis años.

El hotel es el mismo porque en la nostalgia no admito matices. Solo ha cambiado el nombre. Lo hablo con el recepcionista y me confirma que esto antes se llamaba "Blue Bay" y algo nervioso me insiste: "Pero no va a encontrar variaciones". No las espero. Como la Chica Diploma está embarazada nos dan una habitación especial, una habitación de lujo en la segunda planta, con su jacuzzi personalizado. Por lo demás, el hotel, efectivamente, está congelado en el tiempo: las tres piscinas, el salón de entrada donde un señor toca el piano para un montón de turistas alemanes -el mismo salón donde el Racing de Santander se clasificó para la UEFA y eso lo dice todo del paso del tiempo- y los mismos balcones por los que Don Diablo se colaba inopinadamente de madrugada.

A la Chica Diploma le toca un papel más difícil: no conoce la isla, no conoce Corralejo y no conoce mi pasado. En ese sentido, se la nota un poco perdida y yo no hago demasiado para evitarlo por mi proverbial ensimismamiento. Salimos a comer tarde, pero en un pueblo donde siempre es verano eso da igual. Vamos a un sitio de hamburguesas y costillas, luego bajamos a la playa pasando por el Waikiki. Hace un calor horrible y tengo el ojo algo hinchado por un herpes en el párpado así que el sol lo hace todo más complicado. Nos perdemos. Tampoco es un drama porque perderse aquí es imposible pero el caso es que nos perdemos y cuando llegamos a la habitación pensamos en meternos en el jacuzzi pero en realidad lo que hago es quedarme dormido.

Cuando me despierto, pensamos en nuestra vida como turistas: una vida de rent-a-car y excursiones a Lanzarote y Jandía. Cuando paseamos de nuevo, ya de noche, todo más animado y nosotros más calmados, noto que me falta algo pero que eso me está esperando. Noto la presencia de la Fuerteventura que no es esta, la Fuerteventura lejos de las tiendas de alemanes, la de dentro, las casas entre las dunas, las montañas peladas como eterno horizonte. Pienso en el coche no como punto de unión entre dos costas sino como condición de posibilidad del peligro.

Lo sublime de la isla que se rebela escondiéndose y se muestra lo justo. Esa es la Fuerteventura que yo recuerdo. Sí, en medio quedan las historias de Laura, las de Antonio, las de Lluis, las de esta borrachera o esta resaca, pero sobre todo, para mí, esta isla es algo parecido a una amenaza fantasma, latente, ovnis que aparecen de madrugada y no se atreven del todo a quedarse. Esta isla es la felicidad de la distancia y a la vez es la inminencia de lo que puede pasar en cualquier momento.

Pero nunca pasa.

El encanto es exactamente ese, una suerte de expectativa constante.