viernes, diciembre 20, 2013

Regreso a Bayswater Road


La primera vez que llegué a Londres me paseé con mi maleta por los pasillos de Heathrow cantando el "Hello" de Oasis a pleno pulmón. It´s good to be back, it´s good to be back. Por supuesto, yo no volvía a ningún lado porque nunca había estado ahí, es lo que tienen las primeras veces, pero digamos que todo me resultaba familiar y que, con 19 años dedicados a aprender inglés sin pisar Inglaterra, el entusiasmo estaba justificado.

No tenía más que el billete de ida y el billete de vuelta. Fue la típica decisión adolescente. En Londres esperaba Dani Pacios y conmigo viajaban A. y la Chica Langosta, motivación suficiente como para pagarle a Aerolíneas Argentinas lo que pidiera y protestar lo justo cuando el vuelo se retrasó un día. Creo que es la cosa más bohemia que he hecho en mi vida: tuve que buscar un hotel en plena tarde-noche, la Chica Langosta y yo bordeando Hyde Park hasta Sussex Gardens, para acabar en una buhardilla leyendo a Raymond Carver y a Bret Easton Ellis, paseando por Kensington Gardens y escribiendo un diario rencoroso para la que sería mi novia de los 90.

Por las tardes, Dani volvía de embotellar champú y comíamos-cenábamos en su casa. Generalmente, salchichas de perro o fish and chips recalentado. Vivía en una casa con otros 15 o 16 extranjeros. La precariedad no es algo del siglo XXI. Como todas las casas ajenas tenía un punto triste y un punto alegre. En la televisión, Tim Henman intentaba ganar Wimbledon y yo recitaba borracho la letra de "La violaciò" de Albert Pla para un agradecido público de chicas catalanas.

Una vez fuimos a bailar a una discoteca indie. Otra vez recogí a A. y nos perdimos en Marylebones. La Chica Langosta hacía camas y Miguel Induráin no aguantaba el ritmo en Larrau. Pagué una noche y me quedé diez. Al principio pedí que cuando quedara libre una habitación normal, no aquella cosa con camastro y baño en el pasillo, me avisaran; con los días me di cuenta de que si aquello tenía sentido, tenía sentido así, sin cambiar ninguna cosa: Serge Gainsbourg y Jane Birkin gimiendo en una habitación iluminada con velas y restos de tortilla de patata en la mesa.

La comodidad la dejé para el año siguiente, cuando volví con T., la citada Novia de los 90. No sé muy bien lo que T. quería comprar pero lo que yo le vendí fue de una decadencia exagerada. En un año envejecí veinte y cuando decidió dejarme -aguantó tres años más, hay veces que me cuesta entenderlo- solo me quedaba proponerle pasar los inviernos en Benidorm. Fue un viaje con billetes y con hotel, comme il faut, un hotel de Bayswater, puede que el Bayswater Inn y puede que no porque algunos recuerdos son una cosa de lo más resbaladiza. La habitación no era mucho mejor que la del año anterior: un cuartucho pequeño, con vistas al patio interior donde podíamos ver los humos de las chimeneas mientras los vecinos de arriba hacían el amor.

Visitamos museos como si no hubiera un mañana. En todos se podía entrar gratis y sin colas -era julio, la ciudad tenía un punto desordenado, como si nadie estuviera en su sitio- excepto en el Madame Tussauds, donde David Beckham sonreía bajo su media melena rubia. No hicimos nada que no se esperara de nosotros, en ese sentido, fuimos unos turistas irreprochables. Cuando llegamos a Covent Garden y tocaron el Canon de Pachelbel, yo casi me echo a llorar. Una vez sonó la alarma anti-incendios en plena madrugada y yo salí corriendo de la habitación gritando "sálvese quien pueda". A T. no le hizo gracia, aunque los dos sabíamos que en una emergencia, la que sobreviviría siempre sería ella.

Después pasaron seis años y tuvieron que pasar muchas cosas feas para que sucediera algo bonito. Algo como M. y yo en salas VIP de British Airways, viajes en Business, Gatwick Express, hotel de cuatro estrellas junto a Regent´s Park, dolor de cabeza insoportable, frío, mucho frío, paraguas de usar y tirar, Notting Hill con sus casitas de colores, donde M. soñaba con mudarse y yo quería pensar que soñaba con mudarse conmigo, aunque sus planes iban por otro lado. Comida del McDonald´s de Edgware Road, de nuevo Marylebone Road arriba. De nuevo el frío y los amagos de desmayo entre hooligans del Arsenal. Estuvimos un fin de semana pero yo prometí no olvidarlo nunca porque mi visión estética de la vida no tiene límites.

La suya, por entonces, tampoco.

La llevé a la Tate Gallery para ver al payaso que gritaba "No, no, no" mientras daba brincos dentro de un televisor pero me equivoqué de museo y acabamos viendo prerafaelitas algo insulsos. En general, lo encantador de aquel viaje fue la insistencia en el error, una insistencia inocente y desoladora a la vez. Era enero. Siempre pensé que hacía demasiado frío para quererse, pero que hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos. En general, fue una relación de hacer todo lo que está en tus manos y hacerlo mal. Muchas veces. Hasta que el público se cansa, te nominan y te vas.

Lo que nos lleva a la última visita a Londres, que fue con mi madre y Gure, algunos meses después de aquel cataclismo, concretamente en octubre de 2003, es decir, hace más de diez años. Me dejaron tomar algunas decisiones y la primera fue repetir hotel. El Meliá White House. No hubo quejas al respecto. Ellos tenían su habitación doble y yo una individual en una planta distinta donde Astarloa y Valverde se repartían las medallas de un Mundial de ciclismo. Comíamos y bebíamos bien. Paseábamos con calma. Todo tenía sentido y en ese momento, créanme que lo agradecía. Viajar con tus padres es una cosa que solo puedes hacer a determinadas edades, nunca antes de los 25. A partir de ahí, más o menos, ya estáis en lo mismo: pubs, terrazas y algún monumento. Cuando me quería evadir bajaba Baker Street hacia Oxford Circus con los cascos puestos y el viento cortándome la cara. Pasaba pocas veces.

Fue una visita corta, en cualquier caso. Corta para mí, quiero decir, porque a los tres días cogí un avión para Dublín, donde trabajaba mi primo mientras recreaba su propia vida bohemia pero con más autenticidad, desde luego. Siempre ha sido un hombre de tomarse las cosas en serio.

A mí, con que lo pareciera, en general, ya me valía.