martes, noviembre 12, 2013

Un cachito de hierro y cromo


Me despierto a horas imposibles y me pongo a ver programas que durante el día no me llaman la atención. Uno de ellos es "España en serie". Decepcionante. El otro es "Cachitos de hierro y cromo". Fascinante. ¿Cómo se pueden orientar de maneras tan distintas dos proyectos similares, es decir, un repaso videoteca en mano del entretenimiento audiovisual en España? Se me escapa, sinceramente, pero hay algo en el programa de Canal Plus pesado, obvio, mitinero, un "la ficción cambia la no ficción y la no ficción cambia la ficción" que se repite constantemente de forma casi mesiánica.

No así en la producción de La 2 y Radio 3. Es una gozada. En el fondo, no hay nada allí que no hayamos visto o que no se haga en los especiales de Nochevieja. De ahí, quizás, el éxito, es decir, que es divertido, que te ríes, que la nostalgia la vives sin doctrina ni explicación. Yo, con la nostalgia, tengo que tener mucho cuidado porque soy capaz de no enterarme de nada de lo que está pasando ahora mismo pero ponerme a llorar por algo que me recuerda a mí mismo hace cinco minutos. Soy de un solipsismo enternecedor, hasta el punto de que mi mujer se tuvo que pasar ayer todo el camino desde el teatro -fuimos a ver, de nuevo, "Dos Ninas para un Chejov- intentando consolarme y convencerme de que yo volveré a ser creativo, yo volveré a escribir ficción, yo volveré a imaginar universos...

Cosa que probablemente nunca haya dejado de hacer, pero se estaba tan calentito en la desgracia.

El caso es que cada canción es un nudo en la garganta igual que solo oír el nombre de Chejov me remite a un hombre que ya no soy y que probablemente no vuelva a ser porque hay que elegir, eso es todo. Ayer, la canción en cuestión era el "Saturday Night" de Whigfield, desde el "dirilarará" hasta el último de los giros a toda velocidad, brazos adelante, mano izquierda en antebrazo derecho, mano derecha en antebrazo derecho, dedos rodando en el aire, sostener la cadera, luego el culo y saltar hacia adelante hacia atrás y hacia un lado y volver a una rutina que, si se prefiere la cámara lenta, degenera en La Macarena.

El programa hablaba de los "one-hit wonders" y en ese sentido es extraño que se dejaran en el tintero precisamente a Los del Río, cuya canción encabeza los rankings de la MTV en esa sección. Da igual. Si me ponen la "Macarena" me la lloro igual porque cuando a uno le ponen una canción le están poniendo un espejo en el que tiene diez, quince o en este caso veinte años menos, fiestas de San Mateo, Cuenca, bares donde poner vídeos de una Vanessa que luego se convertiría en Vanexxa, de los 4 Non Blondes y de U2, el "Numb", la única canción que le gustaba a Vicente.

Fueron días locos, aquellos, y no era lo habitual en mi vida pese a tener 16 años. Yo, en perspectiva, tuve una adolescencia muy normalita, otra cosa es que luego me haya cundido un montón libro a libro. Aquello, vivir Vicente y yo solos durante una semana, los escarceos con esas chicas guapísimas, las turbas, las peñas, la capacidad constante para esquivar el alcohol, las noches en vela escuchando "La violaciò" de Albert Pla para acabar desayunando chocolate con churros en cualquier lado, una eterna Nochevieja. ¡A mí, que ni siquiera me gustan los churros!

Las canciones y los bailes del "Negresco" y los torpes intentos de jugar al billar y la cancioncita, claro. Nadie se sabía el baile menos yo. A veces pienso que me he ganado bastante bien la vida solo observando, entrando en acción lo justo. Salinas le marcaba goles a Eire y en el balcón escuchaba constantemente el "London Calling" de los Clash, imaginando volver a una ciudad que luego siempre me ha sido extraña, una especie de "one-night stand". Ahora bien, si fue una noche y fue un polvo fue un polvo precioso: Vicente, Nuria, Estitxu, Manuel, Juan... Pasamos meses enviándonos cartas porque por entonces escribíamos cartas y no estoy hablando de "El tiempo entre costuras", estoy hablando de 1993, los Pixies aún seguían juntos, Kurt Cobáin aún seguía vivo, nos sabíamos de memoria los capítulos de "El príncipe de Bel-Air" y el anuncio de las picotas, que dejan una mancha roja...

En fin, que quieren que les cuente, la cosa acabó mal. Durante demasiados años mi vida parecía que la dirigía un híbrido entre Guardiola y Mourinho. Una mezcla entre "toco y me voy" y contraataques furiosos, intensos, que duran diez segundos y luego no tienen continuidad. Errático, podría ser la palabra. Con poca facilidad para agarrarme a lo que realmente quería, supongo, o con poca facilidad en general para querer algo o alguien de verdad, más allá de mis ensoñaciones y mis diarios. ¿Lo ven? Yo creaba porque no quería estar ahí y ahora que quiero estar aquí, no creo. No soy el primero al que se lo leen, seguro.

A veces, cuando veo ese programa por ejemplo, o alguno parecido, fantaseo con inicios de novela en las que presento a mi madre como una de las bailarinas setenteras de programas tipo "Aplauso", imagino sus aventuras con los distintos cantantes de la época, que pasaban de gira fugaz, grababan en blanco y negro o en ese color lleno de zooms y se iban. One-hit wonders, de nuevo. Imagino a mi madre iniciando la novela con esos tiempos como referencia, bordeando los 60, y conociendo a mi padre cuando él tocaba la guitarra en otro de esos programas. No porque supiera tocar sino porque parecía que sabía y eso era bueno en los play-backs.

Una madre bailarina y un padre guitarrista, queriéndose y teniéndome a mí en color sepia. Sus historias lejos de la televisión y estos programas recordándoles constantemente que se querían justo ahora que no, que no se quieren, que hace tiempo que no se ven y que los 80 pasaron por encima de ellos sin que se volviera a tener noticias de ninguno de los dos.

Pero ahí queda todo, no sé cómo seguir, y ante la falta de estímulos, me pongo a leer la autobiografía de Alex Ferguson y mi mundo es un poquito más triste. Creo.