miércoles, noviembre 06, 2013

A mí no me hables de impermanencia...



Hablo con Rodrigo Fresán y me dice que ya apenas lee y escribe más allá de lo que tiene que ver con su trabajo como reseñista y el proyecto de novela que espera terminar pronto. De alguna manera me ayuda a sentirme menos culpable por hacer exactamente lo mismo, solo que yo, como no tengo reseñas que hacer, me limito a devorar libros de deporte: autobiografías, escándalos, narraciones de grandes eventos... a ver qué saco para mis propios proyectos, que a veces se embalan y a veces se estancan, como todo en esta vida.

Cuando sucede esto último, cuando las cosas no van a la velocidad que yo quiero y eso pasa muy a menudo porque yo vivo demasiado deprisa, lo cierto es que me enfado. Me enfado mucho. Ayer, por ejemplo, cuando mi mujer llegó a casa lo primero que me dijo fue algo así como "Estás cabreado de verdad, ¿eh?" porque yo, como la española, cuando me cabreo, me cabreo en serio, y empiezo a soltar discursos para mí mismo no vaya a ser que acabe soltándoselos a alguien que no se lo merezca o que se lo merezca pero me arruine la vida.

Estos altos y bajos debería haberlos dejado de lado gracias a la meditación pero lo cierto es que lo que he abandonado es la propia meditación, cosa que era de esperar. Es una de esas prácticas a las que sé que volveré pero no sé cuándo y creo que debería estar preparado, no hacerlo por hacer. El maestro te habla de la impermanencia del mundo, te explica Schopenhauer de cabo a rabo, pero, claro, a mí me cuesta pensar en toda esa teoría como algo nuevo. Claro que el mundo cambia a cada momento, precisamente de eso me encargo yo, de que el mundo cambie, de que siempre haya una propuesta, un proyecto, una ilusión nueva que llevarme a la boca.

Hablando con Zahara, en una de nuestras míticas clases de inglés -a veces pienso que, como dijo Xavi de los entrenamientos del Barcelona de Guardiola, nuestras clases en Huertas deberían grabarlas- los dos nos preguntamos si no sería mejor llevar una vida normal y no meterse en tanto berenjenal, porque la verdad es que somos demasiado dados no solo a la excelencia sino a nuestra excelencia, es decir, a rizar el rizo como si lo hubiéramos inventado nosotros. Supongo que al fin y al cabo nos merece la pena. A los dos. Pelearte con directores de comunicación, jefes de prensa, editores, ladrones disfrazados de directores de periódicos y todo lo que es el mundo en definitiva o, al menos, este país frenético.

A mí no me hables de impermanencia, eso explícaselo a otros.

Precisamente en la última clase con Zahara salió la frase "get the monkey off my back", que yo traduje como algo así como "quitarse un peso de encima" aunque en algún contexto podría ser "quitarse una espina clavada", supongo, y de repente me acuerdo de la canción de George Michael -me paso las clases recordando canciones, mi educación es un CD dando vueltas, porque, sí, los CD también dan vueltas- y al levantarme, después de comprobar que mi teléfono se ha roto, o el cargador, o lo que sea, pero que está apagado, vaya, me pongo para desayunar el "Faith" y por un momento me remonto a la infancia en Dublín y cuando llega "Kissing a fool" pienso que es un buen disco, que, digan lo que digan, es un buen disco y que esa es una muy buena canción...

... y que esa canción, que ya cantaba, autocompasivo, en la EGB, me remite inmediatamente a la Chica Langosta, bar La Fira de Barcelona, noviembre, quizá diciembre de 1998, uno de esos días que podrían participar en el premio de "mejor día de mi vida" si la FIFA se decidiera a implantarlo de una vez, con T., con Perrine, con el chico colombiano absolutamente adorable, con la propia Chica Langosta y con su novio francés de entonces, cuyo nombre, por más que lo intento, no consigo recordar. Un bar que por entonces no era "latino", ni brasileño, sino incluso decadente, como toda feria de monstruos y nosotros, ahí, adolescentes, aventureros, recordando cualquier cosa felices mientras la tierra temblaba bajo nuestros pies y nunca podíamos decir adiós.

Y pienso, claro, que mi fascinación por la Chica Langosta tenía que ir más allá de lo sexual o del atractivo o simplemente del reto; que, a lo mejor, mi fascinación por la Chica Langosta, el hecho de que quince años después recuerde cada momento en que la Chica Langosta me hizo caso -quizá porque no fueron muchos- tiene que ver con una búsqueda de popularidad, o lo que yo internamente considere popularidad, que no puedo saberlo porque para algo es interno. Que, quizá, estando con la Chica Langosta yo me sentía popular o, mucho mejor, podía aprovechar lo mejor de la popularidad desde el anonimato, que es básicamente mi aspiración vital, y puede que la de Zahara o la de Fresán, no lo sé: ser populares desde el anonimato, o, lo que es lo mismo, francotiradores.