viernes, octubre 25, 2013

Cuando Ravanelli hizo añicos la libreta de Van Gaal


La primera señal de alarma debió haber saltado en el partido de ida de semifinales contra el Panathinaikos. Aquello estaba programado para ser un paseo rumbo a la segunda final consecutiva del Ajax de Amsterdam y se convirtió en una de las grandes sorpresas de los últimos años, mayor sorpresa aún que cuando ese mismo grupo de veinteañeros le ganó al Milan de Capello la final el año anterior. Aquel Panathinaikos sólido, noventero, sin concesiones, se plantó en Amsterdam, paró a los Litmanen y compañía y se llevó un 0-1 que en cualquier otra circunstancia le habría colocado como favorito para pasar a la final de la Champions League, un hecho que no se producía desde 1973, precisamente ante el Ajax de Cruyff.

Solo que, como es habitual en los equipos campeones y más aún en los equipos campeones con una estética y una narrativa detrás, esos equipos que más parecen un «Reich de los mil años» que un club de fútbol, la señal de alarma se tomó como un anecdótico toque de atención, una combinación de errores improbables y mala suerte acumulada. Aquel equipo era el mejor del mundo y llevaba dos años enteros siéndolo, sin matices. La culminación del juego holandés de precisión de los setenta y ochenta junto a la potencia y la presión italianas de los noventa. Un zumbido de jugadores que corrían hacia arriba, hacia abajo… y que todo lo que hacían, lo hacían con sentido.

Uno sabe que un equipo funciona cuando sus jugadores más vulgares parecen estrellas. Parte del error que asoló al fútbol europeo después —y en eso destacó el Barcelona— fue pensar que bastaba con llevarse a los individuos sueltos por millones de euros para repetir los triunfos del colectivo. Error. Van Gaal había engrasado una máquina casi perfecta, sin fisuras: una suerte de 3-4-3 que se reconvertía en 4-3-3 según Danny Blind o Frank de Boer quisieran iniciar el ataque unos metros más adelante, algo parecido a lo que Koeman hacía con Cruyff.

Los laterales eran torpes pero voluntariosos y buenos defensores: Reiziger y Bogarde. En medio, como queda dicho, cerraban el mayor de los De Boer y Blind. Por delante, Davids cubría la baja de Rijkaard, otro de esos jugadores multiusos, campeón de Europa el año anterior ocupando una posición que podría ser a la vez la de «libre» y «medio centro defensivo». A su derecha ya no estaba Seedorf, el primero en iniciar el éxodo a tierras latinas, vendido por una millonada a la pujante Sampdoria, sino Ronald De Boer, el gemelo pequeño.

Por delante, un cuadrado mágico: Jari Litmanen jugaba de media punta con llegada, el verdadero goleador del equipo; Patrick Kluivert o Nwanko Kanu en el puesto de nueve fijo que baja el balón y reorganiza el ataque con un toque atrás. Un vértice, más que un delantero. Lo que Guardiola pretendió que fuera Ibrahimovic hasta que el sueco decidió sobreactuar su papel de excéntrico. Por las bandas, extremos puros, de los pocos que quedaban en Europa después de demasiados años de defensas cerradas y delanteros tanque, Marc Overmars y George Finidi, con presencias esporádicas de Musampa, Wooters o el jovencísimo Babangida.

Ninguno era un «galáctico», ninguno era desequilibrante por sí mismo —quizás Overmars fuera el más talentoso, aunque las rodillas le traicionaran con una frecuencia desoladora—, pero el conjunto era arrollador: en la primera ronda se pasearon en el Bernabéu de manera insultante, un 0-2 que bien pudo ser 0-5. Aquel triunfo hizo más por la reputación del Ajax en España que la Champions del año anterior, más aún cuando se vio reforzada por una nueva doble exhibición ante el Borussia de Dortmund en cuartos de final, justo después de la devastadora lesión de Overmars, que colocó a Musampa en su lugar, sin el mismo éxito, desde luego.


En liga, el equipo se aproximaba a su cuarta liga consecutiva. En Europa, aparte del Panathinaikos, sus rivales eran la muy limitada Juventus y el sorprendente Nantes francés. ¿Quién podría evitar el doblete?

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