miércoles, septiembre 18, 2013

Luna de Miel II. Forte di Belvedere


Pese a todo, pese al cansancio, el sueño y las emociones fuertes, nos levantamos antes de las 8,30. Florencia tiene el horario que le corresponde y aquí las mañanas empiezan más temprano y las noches llegan antes, a eso de las 8. La Chica Diploma se asoma a la ventana y va viendo la Plaza del Duomo como reflejo de la propia ciudad: casi vacía al despertar, con algunos grupos organizados a las 9, hasta arriba de gente esperando para entrar en la catedral, el campanario, el baptisterio, a las 9,30.

Nosotros holgazaneamos hasta que conseguimos pedir la prima colazione en mi italiano solvente dentro de la deficiencia. En realidad, yo no debería saber hablar este idioma: solo lo estudié durante un mes, hace once años, y pasaba una de cada dos tardes ligando con la chica de al lado, una economista que trabajaba en Price Waterhouse Coopers y no podía decirle a nadie que su novio trabajaba con ella porque la empresa les hubiera despedido.

Hablamos mucho de la crisis y de 2008, 2009... pero 2002 era tela marinera, también.

En fin, que salimos mapa en mano, compramos bolsos, pasamos al lado de la Galería Uffizzi amenazando con volver y acabamos en el Palazzo Pitti tras pasar el Ponte Vecchio. Tenemos una regla y es que no hay reglas, que no vamos a planear en exceso, a crearnos obligaciones. Si nos apetece entrar en un sitio y no hay cola, entramos. Si no nos apetece o tenemos que pasar horas de pie, seguimos paseando. La ciudad frente a sus postales. Si cien taleros imaginarios valen lo mismo que cien taleros reales, ¿por qué el David de Miguel Ángel va a valer más que el de la Piazza della Signoria?

Esa regla, o su ausencia, es lo que hace que Pitti sí pero Uffizzi no y los ojos se llenen de Medicis y de Botticellis, Tintorettos, Caravaggios y ese largo etcétera. Después, salimos a los jardines y de alguna manera nos sentimos más cómodos porque si algo ha conseguido la Chica Diploma es que me sienta más cómodo fuera de los edificios que dentro. Subimos las escaleras de los Jardines de Bomboli y nos acercamos a la Fortaleza de Belvedere, bajando por la Costa San Giorgio como si aquello fuera Sintra y nosotros tuviéramos un hambre inhumana.

Solo que no tenemos hambre sino sueño y cansancio, y a mi mujer le da una bajada de tensión y acabamos en uno de esos supermercados para turistas en serie aprovisándonos de frutos secos salados, y la ruta de la tarde se acorta, reduciéndose al Museo del Bargelo, con su sucesión de patios y estatuas, y una vuelta alrededor de la Basílica de Santa Croce, que ya ha cerrado cuando llegamos a la plaza, cosa que a la Chica Diploma parece aliviarle porqe las bolsas han vuelto a los ojos, el cansancio a las bolsas y de vuelta al hostal por la Vía Preconsolo solo se para en una tienda en busca de manoletinas, señal inequívoca de decadencia.

Así que como la regla es que no hay reglas y el sábado para el hombre fue hecho, no el hombre para el sábado, nos permitimos una tarde de WiFi e "Isabel", una serie algo tramposa pero muy bien hecha, y de repente vuelven a ser las 8 pero de la tarde y la Plaza se vacía de nuevo y nosotros quedamos con Bea para cenar en uno de esos restaurantes donde un camarero te habla en italiano, otro en inglés y otro en español mientras tú intentas rematar como puedes todos los centros y de paso te dejas media liga del Top Eleven.

Es una manera como otra cualquiera de acabar un segundo día en Florencia: sentados en una terraza tomando un café que en rigor no deberíamos poder pagar, fingiendo ser ricos, porque Florencia es de ricos o, como me decía alguien en Twitter, "es de horteras", de ganadores. Es una ciudad de apariencias, el reverso de Lisboa. La indiferencia del burgués frente a la del oficinista. Y sin embargo se parecen entre sí en una cosa: las dos ciudades exageran como exagera Madrid cuando se vende como "relajante". Otra cosa es que las exageraciones nos disgusten. Si nos disgustaran, nos habríamos quedado en casa.

Si nos disgustaran, para empezar, ni siquiera nos habríamos casado.