miércoles, julio 31, 2013

Susana Díaz y Griñán, a ritmo de Loquillo


Hace un par de días, en una de sus múltiples apariciones en público -unos afrontan los escándalos callando, otros sobreactuando, pero el escándalo sigue ahí agazapado, esperándolos tras cada portada-, la futura presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, definía a su aún jefe, Juan Antonio Griñán, como "íntegro, recto y honesto"... y desde entonces no he conseguido apartar de mi cabeza la definición que a su vez hacía Loquillo de sí mismo: "Feo, fuerte y formal", supongo que por los tres objetivos y porque mi cabeza funciona de una manera un tanto azarosa.

Sin embargo, pensando en el parecido, hay que reconocer que Loquillo fue mucho más ingenioso, porque, al fin y al cabo, ser "feo, fuerte y formal" es ser tres cosas distintas que se complementan, pero ser "íntegro, recto y honesto" es ser lo mismo tres veces, que supongo que es lo que Díaz quería remarcar, que Griñán no es solo honesto sino tres veces honesto, tres veces santo. Un poco pelota, Díaz, todo hay que decirlo, y viendo lo visto, un poco temeraria también porque la honestidad es algo perfectamente falsable: basta con que un juez lo demuestre para que Griñán deje de ser íntegro, deje de ser recto y deje de ser incluso del PSOE, porque las cosas funcionan así: si te pillan, conmigo no cuentes.

Bueno, eso no es del todo exacto, el proceso suele ser el siguiente y a los que nos gusta el ciclismo nos suena de cada vez que alguien da positivo en un control anti-dopaje: si haces trampas, nosotros miramos a otro lado; si haces trampas y sospechan, te defendemos todos a una, sin fisuras; si haces trampas y te pillan en una de ellas... ahí se impone el silencio. El tuyo y el nuestro. Es lo que tienen las familias. Ese silencio espeso entre el primer y el segundo plato. El silencio que solo se rompe por SMS: "Sé fuerte. Aguanta. Te comprendo".

A partir de aquí, caben dos opciones: el tramposo asume sus culpas en solitario, en cuyo caso, con el tiempo, se le premia con alguna clase de amnistía y la concesión de un puesto como director deportivo -o con un puesto atractivo en una de nuestras empresas amigas-... o el tramposo decide tirar de la manta. En ese caso, el "íntegro, recto y honesto" o el hombre "cuya culpabilidad jamás podrá ser probada" se convierte en un alien, un extraterrestre que bajó de las estrellas para ser tesorero del partido o secretario regional o lo que sea.

Un extraño a quien solo le quedará repasar las hemerotecas, el nudo en la garganta, a lo Michi Panero, repitiendo "Éramos tan felices, éramos tan felices..." mientras pasa de un elogio a otro, de una foto entusiasta a otra y comprueba que no queda nada porque ya no es nadie, porque se ha ido de la familia del partido, sea ese partido el que sea: el PP, el PSOE, CiU cuando se pone o IU y ERC cuando prefieren seguir adelante como si nada no vaya a ser que pierdan alguna concejalía.


Y lo peor de todo es que, la Susana Díaz de turno, el Mariano Rajoy de turno, seguirá a lo suyo, es decir, presidiendo y distribuyendo elogios, que es la mejor manera de presidir en este país, sin complejos, intentando convencer a todo el mundo de que el infierno son los otros y que ese Bárcenas, ese Griñán si se diera el caso, no lo duden, no son más que agentes externos contratados por el enemigo, es decir, el partido rival... es decir, su espejo.

Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"

jueves, julio 25, 2013

Si la cosa funciona...


Dicen que Woody Allen escribió el guion de "Whatever works" a principios de los 70, es decir, cuando tenía aproximadamente mi edad. La noticia me reconforta porque me había empezado a asustar: no podía ser que estuviera haciendo mías las conclusiones de hombres de 75 años. El caso es que si me preguntaran por mi "filosofía vital" ahora mismo, mi respuesta sería esa: "Whatever works", que en España se tradujo como "Si la cosa funciona..." y no me parece mal porque "Lo que funcione" me suena un poco ambiguo.

En la película, el personaje de Larry David acababa aceptando que la mayoría de las cosas, las decisiones que tomamos en la vida, no son en sí ni "buenas" ni "malas" sino que dependen del momento, de la realidad, de cómo se desarrollen los acontecimientos... algo parecido a lo que decían las abuelas antes: "Hijo, si tú eres feliz...". Supongo que uno de nuestros problemas como sociedad, más aún entre los que desde pequeños hemos sido considerados como gente "brillante", sea eso lo que sea, es la necesidad de juzgar a los demás y sus actos y además hacerlo desde una especie de perspectiva moral universal.

No es que yo vaya a abrazar el relativismo a estas alturas. Hay demasiado hijo de puta suelto como para hacer algo así. Las cosas que están mal, están mal, o, si no quieren ser estrictos, dejémoslo en que las cosas que a mí me parecen mal, me parecen mal, y así lo digo. Lo mismo con las que me parecen bien. Luego está todo lo de en medio, que es la gran parte de lo que nos rodea, y que nos hemos empeñado en tomarnos como si fuera una cuestión de vida o muerte y además dependiera de nosotros. El otro día, viendo el Telediario, uno de estos repelentes tertulianos con opinión sobre todo, criticaba las celebraciones en Inglaterra por el nacimiento del hijo del príncipe Guillermo, y en un principio estuve a punto de darle la razón pero luego vi a toda esa gente tan entusiasmada, sin hacerle daño a nadie, que pensé "¿Y a mí qué más me da?, ¿por qué tengo que tener una opinión sobre esto?"

La vida es mucho más tranquila cuando no se tiene una opinión sobre todo y más aún cuando no nos empeñamos en hacer esa opinión pública. Mientras no haya cadáveres en el armario, la mayoría de las cosas que nos cuenten se pueden ventilar con un "Whatever works" de manual, es decir, que si quien lo ha hecho cree que es lo correcto, pues que lo haga. 

Esto es lo que pienso, ya ven, mientras sigue la distancia infinita con respecto a todo lo demás y la incapacidad de empatía, algo que, según todos los especialistas consultados, terminará tarde o temprano y es normal en mi situación. Supongo que el "Whatever works" en ese sentido es un alivio porque suena mejor que el "mira, a mí déjame tranquilo" o directamente el "¿pero qué me estás contando?". La gente muere, la gente enferma, la gente es liberada después de meses y meses de secuestro, incluso la gente me dice lo mucho que ha cambiado mi vida en estos dos meses y cuando yo me miro, perezoso, digo: "Bueno" pero no puedo llegar más allá.

The Edge lo cantaba mejor que yo: "I feel numb".

Y no es una sensación demasiado agradable.

martes, julio 23, 2013

Here´s the sun, it´s alright; here´s the moon, it´s alright



Como verano, está siendo raro. Supongo que es lo que tendrán todos los veranos a partir de ahora, que no serán veranos tal y como se concibieron, tal y como los entendimos en la juventud: el lento pasar del sol en junio, julio y agosto, las primeras jornadas de liga de septiembre que anunciaban el primer día de clase. No. Ahora el verano no se distingue del otoño o del invierno más que por los gritos de los niños en la piscina y el bochorno que no cesa. Hace un tiempo solía decir: "Pase lo que pase, cada dos años habrá campeonatos del mundo de atletismo", pero este año no los habrá como no los hubo en 2011, o si los hay, nadie los retransmitirá, que viene a ser lo mismo. El árbol y el bosque vacío.

Esos mundiales, además, solían pillarme en Santander y ahora en Santander solo me pilla el notario y los funcionarios de Hacienda. El mes de julio, en general, ha sido una estafa. O está siendo, vaya. Mañanas y tardes delante de un ordenador redactando sin parar o parando solo para poner en bucle algún vídeo, alguna canción. Ayer fue el turno de "Rebellion (Lies)", de Arcade Fire, la versión del programa de Letterman. Hay algo maravilloso en esa actuación, algo único: no es solo la canción, sino lo desesperado del momento y lo bien captada que está la ausencia de tiempo. Letterman no tiene programa para canciones de seis minutos, así que lo quiere todo en cuatro y ahí están ellos, los muchachos canadienses con su cantante al frente, aire de enterrador, acelerando todo y llevando la canción de la nada a la nada: al principio, la teclista barriendo el piano con el codo, el ruido indefinido que se va ordenando al ritmo aceleradísimo de las distintas percusiones... al final, una nueva caída en la indeterminación, todo el mundo subiendo el volumen a la vez, como si aquello fuera una actuación de un grupo heavy en Ritmo y Compás, para acabar en una especie de "chim-pom", que es como debería acabar todo en esta vida.

Denle al vídeo de arriba y se darán cuenta de lo que digo.

La canción, por lo demás, es maravillosa. Lo fue siempre, en cualquiera de sus versiones. Le decía el otro día a mi cuñada, que alguna vez fue mi prima y que alguna vez fue Emite Poqito: "Mi problema es que me gusta demasiado la música". Sí, yo creo que ese es mi problema. O uno de ellos. No concibo mi boda sin gritar con los chicos "Lies, lies" mientras los otros setenta invitados aguardan impacientes la llegada del "Waka Waka", con la lógica desilusión.

Tanto me gusta la música que en tres días me voy al festival Low Cost, en Benidorm, igual que hice en 2011, aunque aquello fue una huida en toda regla y lo de este año se parece más a unas vacaciones, no importa que deteste el mar, la playa, los turistas... y los festivales de música. Hace dos años me dedicaba a ver etapas del Tour y a visitar locutorios donde las locuras se sucedían: asesinos en islas noruegas, cantantes británicas víctimas de sobredosis de alcohol... Entre concierto y concierto, buscaba a Jorge Marazu y normalmente no le encontraba, pero cuando le encontraba, la cosa tenía un punto mágico, inexplicable, algo parecido al principio de "Los días raros" de Vetusta Morla entre decenas de miles de personas.

Ah, y OK Go! cantó su "This too shall pass", así que ya puede Love of Lesbian dejarse de tonterías y tocar "Toros en la Wii" y no ese engendro de "Fantastic Noséqué", que queda muy bien con niñas en bikini y paellas ficticias pero es lo que es: un artificio.

Por lo demás, ha llegado el momento de ni siquiera tener fuerza para ver un telediario, de buscar cualquier cosa que no sea un telediario, incluso el campamento de Telecinco si es posible. La insoportabilidad de los telediarios españoles, con su mediocridad instalada, achicándola a palazos como pueden sin conseguirlo, claro. Entonces es cuando le toca el turno a Mariah Carey y su "Vision of love" y los recuerdos de la última EGB. Creo que es el único temazo de su carrera pero es un temazo, se ponga usted como se ponga. Años después, pocos años después pero los suficientes para convertirse en una hortera de tomo y lomo, le dio por hacer una versión del "Without you", de Nilsson, una canción ya de por sí perfectamente prescindible, y Silvia me ponía la cassette toda ilusionada cuando nos acostábamos juntos y adolescentes en Atenas.

Yo sonreía, claro, ¿qué iba a hacer? A mí, la música, ya lo he dicho, me gusta mucho, pero tanto como para perder a una chica, no, tampoco nos volvamos locos.

lunes, julio 22, 2013

La última derrota dulce de Raymond Poulidor


No era Poulidor, era «Pou-Pou», esa manía francesa de convertir a cualquier héroe en un cursi. Pou-Pou contra Anquetil en los 60, con su maillot de Mercier, primero de malva, luego de negro y amarillo, como una avispa; Pou-Pou contra Merckx en los 70; Pou-Pou contra sí mismo en los años intermedios, incapaz de tomar el testigo, un hombre condenado a no liderar nunca la manada, escalador de ritmo, contrarrelojista mejorable. Poulidor pasó a la historia del deporte como el gran perdedor pero ni en eso se merece el título: en 1964 ganó la Vuelta a España. Por apenas unos segundos sobre Luis Otano, pero la ganó, manchando así su impoluto palmarés de fracasos.

Aún no está claro si Poulidor se adelantó a su tiempo o llegó muy tarde. Si uno repasa el palmarés del Tour durante dos décadas la impresión que da es que siempre estuvo ahí, que nunca se fue, desde que debutara en 1962, con 26 años, y fuera ya entonces tercero, a la sombra de Anquetil y Plankaert. Después, el segundo puesto de 1964, aquella lucha a muerte en el Puy de Dome por intentar dejar atrás a su compatriota y guardarse unos segundos de ventaja para la contrarreloj final que nunca llegaron, tercero en 1966 cuando ya no había Anquetil de por medio y tercero de nuevo en 1969, ya con Eddy Merckx como nuevo dominador.

En medio, una leyenda. Anquetil nunca soportó no ser el niño mimado de la afición, que prefería al menos elegante, al segundón, al que siempre fallaba en el momento clave. El encanto de los perdedores. La relación entre ambos fue tan mala que incluso en el último momento, cuando el campeón francés ya agonizaba por un cáncer, tuvo tiempo de decirle a Poulidor, que había ido a visitarle en un gesto de última reconciliación: «Amigo mío, incluso al cielo vas a llegar después de mí». Anquetil era guapo, esbelto, rico y displicente. Poulidor había salido de la huerta y se le notaba en la cara quemada, dura, de ceño fruncido. Era algo así como el Virenque de turno, el Voeckler sufriente, sin EPO pero con Bernard Sainz, el Doctor Mabuse, detrás, alargando su carrera hasta límites insospechados: a los 33 años ganó la Dauphiné-Libéré, a los 35 se impuso en el Criterium Internacional y a los 36 tuvo uno de los mejores años de su carrera: ganador de la París-Niza (aún repetiría el año siguiente derrotando a Merckx), ganador del Criterium y tercero en el Tour detrás de Merckx y Gimondi, delante de Van Impe, Zoetemelk y Thevenet, los llamados a suceder al caníbal belga.

Ese sexto pódium en el Tour estaba llamado a ser el último. Poulidor quería dejarlo, pero el doctor Sainz le animaba a seguir, y, ¿por qué no hacerlo? Cada año de más era un año de dinero, éxito, ovaciones y homenajes. El Jimmy Connors de la bicicleta. En 1974, ya con 38 años, consiguió ser segundo en el Tour de nuevo, su séptimo pódium sin victoria, un récord que solo Zoetemelk estuvo a punto de igualar gracias a los seis segundos puestos que rodearon su victoria en 1980, el campeón más viejo de la historia. Aquellas eran para Poulidor derrotas dulces. Por supuesto, él hubiera preferido ganar, no digamos tonterías, pero frisaba los 40, tenía a Merckx como rival y a un montón de jovencillos rondando a la puerta, ¿era realista pensar en la victoria cuando había un tío ocho minutos y pico mejor que tú?

Para rematar el año, fue segundo en el Mundial de fondo en carretera. El primero, cómo no, fue Eddy Merckx, probablemente su último gran triunfo.


Poulidor había empezado tarde, cuando Serge Gainsbourg aún tocaba el piano en salas de fiesta y ahí seguía en 1975, cuando el marido de Jane Birkin ya había hecho jadear a Brigitte Bardot. Sin embargo, aquel no fue un gran año. Un año sin victorias, el primero desde 1959. Adiós a Pou-Pou, ya no habrá doctor que le salve, no habrá «panaché» que demostrar en las cumbres. En el Tour quedó 19.º, no era un desastre a los 39 años, desde luego, pero sí la peor posición en toda su carrera, puesto que repitió en el Mundial de Ruta...

Puedes leer el resto del artículo de manera completamente gratuita en la revista JotDown dentro de la sección "El último baile"

viernes, julio 19, 2013

FIB 2009



Mi felicidad en Benicassim tuvo mucho de azarosa, como toda felicidad que se precie. Las niñas se empeñaron en que ellas iban a acampar y que iban a acampar juntas y eso me dejaba a mí solo, con una semana por delante en una ciudad que lo tenía todo para que la odiara. Una ciudad que era el verano, con la manía que yo le tengo. Por mi parte, viajaba como redactor de Neo2 o de Notodo, no lo recuerdo bien, y me hospedaba en una pensión que quedaba cerca del campo de fútbol. Me obligaban a quedarme una semana y como a ellas les venía bien pasarse el lunes para coger un buen sitio, el viaje, al menos, lo hicimos juntos.

La noche anterior, la del domingo, fuimos a ver "Bruno". Perdí las llaves y acabé durmiendo en el sofá de la casa de Hache, rodeado de conejos.

El caso es que ahí íbamos los tres: Hache, la Chica Portada y yo en el coche, poniendo Beirut mientras salíamos de Madrid y parando para comer en cualquier restaurante donde yo me erguía gallito ante la compañía. Cuando llegamos a Benicassim, mi habitación estaba ahí pero su campamento, no. No tenían derecho o no habían reservado o algo así. Volvieron con una cara de decepción enorme: para arreglarlo, Hache hizo de mi novia y la Chica Portada de una amiga que no tenía dónde quedarse. La señora de la pensión nos dio una cama más y todos felices.

Así fueron los cuatro primeros días: paseos a la playa, paellas en chiringuitos, noches compartiendo recuerdos y esperanzas. Yo empezaba a estar enfermo y ellas eran el báculo de mi vejez, con su continuo entusiasmo. Llegábamos a casa y me dejaban poner el Tour, luego, a menudo, separábamos caminos, porque yo soy mucho de separar caminos, pero nos volvíamos a juntar para buscar bares que no estuvieran demasiado llenos o demasiado vacíos, porque los sitios con playa en julio es lo que tienen, que se acercan demasiado a los extremos.

De repente, el jueves por la noche, llegaron los conciertos. Para mí, fue de lo más inoportuno porque yo estaba tan a gusto con mis niñas, mi cara quemada y el suelo del baño lleno de arena, las tres camas juntas formando una enorme: yo, junto al armario; Hache, a mi izquierda; la Chica Portada, a la izquierda de Hache. El jueves vimos a Oasis en una pantalla de plasma gigante, como si fueran presidentes del gobierno. El viernes hubo un incendio y un vendaval impresionante. Vivimos en el filo, sobre todo en la zona de prensa, donde me colaba de vez en cuando para pillar Kalise para todos, es decir, cubatas. El orden habitual era que yo iba a muy primera hora y las niñas -las hermanas Schleck, las llamaba- venían un poco más tarde, generalmente ya borrachas y exaltadas.

El sábado vi a Franz Ferdinand desde la grada y Hache se torció el tobillo bajando a lo loco algún puerto. No quiso darle importancia, como los niños que cierran los ojos y así consiguen que el mundo deje de existir. A las pocas horas estábamos suplicando ambulancias o taxis o algo que la pudiera llevar a casa sin éxito alguno. En fin, que llegó el domingo, y por la mañana jugué un partido de fútbol en el que Mendieta me metió un gol realmente increíble, llevamos a Hache al hospital de Castellón y nos quedamos en cuadro ante el concierto de The Killers.

Con todo, fue una noche increíble. Recuerdo tener a la Chica Portada subida a los hombros y bailar valses a las seis de la mañana con Christian Val y Arturo Paniagua, los chicos de Radio 3. Recuerdo también que la Chica Portada se enfadó conmigo y yo me enfadé con ella por enfadarse conmigo y cuando llegamos a la pensión no nos hablábamos, incluso al día siguiente nos costó coger el ritmo. Simplemente, supongo, estábamos tristes. Se acababa el campamento. Un campamento de una semana, que no es poca cosa. Recogimos la ropa, nos duchamos por última vez, la señora de recepción no preguntó por qué demonios mi novia había desaparecido pero yo seguía durmiendo con su amiga y ahí dejamos Benicassim y el FIB, felices, sabiendo, al menos por mi parte, que no volvería jamás porque ya no tenía sentido.

miércoles, julio 17, 2013

Yo, precario


Hace once años empecé a trabajar para una importante cadena hotelera como teleoperador encargado de reservas. Eran los tiempos en los que la gente desconfiaba de Internet y cuando digo "la gente" no me refiero solo a los clientes sino a los propios gerentes de la empresa, que solo se decidieron a potenciar su página web a lo largo de aquel año 2002. El papel de la central de reservas, por lo tanto, era todavía muy importante, y procuraban tener a gente preparada: el anuncio exigía ni más ni menos que una licenciatura y dos idiomas aparte del español. Para coger un teléfono, reconocerán que no está nada mal.

El caso es que ahí conocí a una chica que acabaría siendo mi novia durante unos meses. Los dos teníamos 25 años por entonces y habíamos vivido una vida de niños prodigio. Quizá por eso estábamos ahí, con nuestra carrera de letras, nuestro medio doctorado, nuestros tres idiomas y un sueldo que no llegaba a los 1000 euros ni contando los fines de semana que nos obligaban a trabajar. Su enfoque era distinto al mío aunque por supuesto la entendía perfectamente, algo parecido a "tengo 25 años, este trabajo es una mierda, me explotan... y no voy a esforzarme lo más mínimo en esta historia". El mío era obsesivo, como todo lo que hago: doblar el número de reservas, ganar todos los incentivos, proponer ideas para mejorar el trabajo, la central, la empresa...

A ella la echaron y yo me fui un mes después entre otras cosas porque no me gustó un pelo cómo la echaron, pero esa es otra historia. A lo que iba era a la necesidad de hacer que tu mierda al menos sea digna, la necesidad de pensar que no eres una ruina, que no has fracasado, que puedes ser buenísimo haciendo reservas de hotel como lo puedes ser minutando cadenas digitales de madrugada y nadie, absolutamente nadie, le va a poner una pega a tu trabajo. No porque se lo merezcan ellos, los jefes, que no se lo merecen, por supuesto, sino porque te lo mereces tú. Porque les estás haciendo el juego, claro que sí, pero al menos te vuelves a casa, te miras al espejo y dices: "Lo di todo, valgo para esto, no me tengo que rendir, no soy escoria, no soy intercambiable".

Claro está, eso es mentira: eres intercambiable. Al menos a sus ojos. Veinteañeros van, veinteañeros vienen, como en la Rianxeira, pero queda algo parecido al orgullo que no sé explicar y que me lleva directamente a "Yo, precario", el libro de Javier López-Menacho en el que el autor relata las peripecias por las que tuvo que pasar diez años después de que me tocara a mí en el mundo de los intercambiables, de los trabajos basura, de la dignidad que te tienes que buscar tú mismo en cualquier esquina. En López-Menacho reconozco al mismo tío que en vez de echarse a llorar, en vez de gimotear sobre lo mal que le va la vida, le echa valor y tira para adelante, hace de su disfraz de mascota en un centro comercial un motivo de orgullo... pero no olvida nunca dónde está y no se convierte en un ultracuerpo. Y siente. Y odia.

A mí, la gente orgullosa me gusta. La gente llorona, no tanto. El autor-personaje en ningún momento se engaña: su trabajo es una mierda, pero quiere sacarle brillo y eso es a la vez tierno y desolador. Quiere ser la mejor chocolatina, quiere ser el mejor encuestador y curiosamente se viene abajo cuando llega lo más fácil para él: animar partidos de fútbol para un patrocinador que echa los partidos de España en cines. Partidos de España en la Cataluña profunda. Un hermoso grupo de inadaptados. Da algo de pena ver cómo la energía, una energía algo absurda, inexplicable, del primer trabajo precario acaba en algo parecido a la apatía o a la tristeza, megáfono en mano, narrando los goles de la final de la Eurocopa con una frialdad de Santiago Segurola, pero supongo que es el sentido del libro: el entusiasmo, la necesidad del entusiasmo que decía antes, de demostrarte que vales para algo y que no vas a dejar que te convenzan de lo contrario, agota.

Eso es lo perverso de la precariedad. Eso es lo horroroso del trabajo basura, más allá de los alquileres y las comidas de McDonald´s: la ausencia de dignidad. El autor-personaje no es un revolucionario -y si lo es, no lo es en el libro- y no es un vago maleante, solo es alguien que quiere ganarse la vida. Alguien que se ha preparado durante 30 años para poder ganarse la vida y tiene que competir con adolescentes para ser el dulce de leche de la siguiente promoción de una marca de chocolate. La cosa ha llegado hasta ahí y obviamente no es algo nuevo, pero es preocupante. La deshumanización absoluta del mercado de trabajo, esa es la verdadera precariedad. Y ahí, el trabajador está solo. Y triste. Y puede hacer dos cosas: regodearse en su basura o echarle narices y seguir hacia adelante. Lo que no puede hacer bajo ningún concepto es rendirse, conceder al "sistema" el triunfo de aceptar que es uno más. Nadie es uno más, salvo el que acepta serlo.

"Ser uno más". En el fondo, y ahora que lo pienso, la precariedad probablemente sea eso.

lunes, julio 15, 2013

¿Y dónde estaban los periodistas todos estos años?



Permítanme que insista en la tercera gran crisis de este país, tras la económica y la política, es decir, la de los medios de comunicación. Es imposible, completamente imposible, que en este país todo el mundo se estuviera enriqueciendo, malversando fondos y abriendo cuentas en Suiza como si no hubiera un mañana sin que determinados periodistas lo supieran. Imposible. No hablo del pequeño redactor, el que va tras una noticia y se encuentra con una pared dentro y fuera de su periódico, sino de los de arriba, los que presumen de contactos, confidenciales, cenas en el Palacio Real a la luz de las velas...

¿No sabían nada? Miren, yo sé cosas pero no puedo probarlas. Como no puedo probarlas, entiendan que no las diga. Cosas que tienen que ver con presidentes -o presidentas- de Comunidades Autónomas chantajeando a medios digitales intercambiando elogios por publicidad institucional, controlando qué consejeros salen y qué consejeros no salen en sus noticias y marcando la línea editorial del periódico, un periódico, por lo demás, cuyo presidente estaba metido hasta arriba en la trama Gürtel, sección Castilla y León.

Yo no puedo probar eso, porque no tengo más que las instrucciones de mi director de entonces, pero, ¿por qué no lo dice él? Cuando alguien sale a pedir explicaciones y claridad y "anticiparse a la justicia", ¿por qué no habla de tertulianos comprados, de contratos inflados, del dinero de todos al servicio de la causa del partido o del gobierno de turno? Hablemos en serio: ¿Cuántos "expertos" hablan en la televisión después de cobrar de tal o cual partido? ¿Nunca les ha sorprendido que las mismas caras se repitan de cadena en cadena sin nada nuevo que aportar más que la defensa partisana de su señor?

El periodismo siempre ha vivido bajo presiones, pero al menos antes se vanagloriaba de sortearlas. "Cada mesa era un Vietnam", que cuenta Enric González en sus "Memorias líquidas". Ahora, ¿qué queda de eso? Un director de periódico que, cuando le dicen, cuenta lo que tenía que saber de antes, lo que era imposible que ignorara. Lo cuenta veinte años después: nunca cuando pasan las cosas sino cuando alguien decide que es el momento de que se sepan. Alguien con intereses que no tienen que ver con los de la sociedad, por supuesto. ¿Cómo fiarnos de lo que escuchamos, por qué hemos convertido esta profesión en un enorme circo en el que cuando no se puede tener un tertuliano amigo a mano directamente se convence a tal o cual cadena para que incluya en su mesa a un miembro de la ejecutiva?

A mí me gustaría decir basta, pero yo no soy nadie. Tengo al menos la libertad que este periódico que leen, el periódico que fundó Ortega y Gasset, el intelectual que alertaba ya en "Misión de la Universidad" de la preocupante malformación de los periodistas y de su aún más preocupante predicamento en la opinión pública, me otorga. Que digan basta los que de verdad pueden: los que tienen los datos, las pruebas, las conversaciones, la posibilidad de investigar aunque luego Movistar igual no te financie tu último proyecto... Que digan basta los lectores. Supongo que hay algo de hipocresía en criticar a los periodistas cuando ustedes me considerarán uno de ellos. Probablemente lo sea -el propio Ortega se enfrentaba a menudo al mismo dilema- pero ante todo soy un lector, porque yo escribo una columna a la semana pero leo diez al día. Diez que se repiten como lunes de invierno.

Digan basta ahora que pueden y no solo exijan a banqueros y políticos. Exijan a su periódico de referencia, a la radio que les gusta escuchar, a la cadena de televisión que disfraza la información de espectáculo. Pregúntenles por qué han estado callados todos estos años mientras el país se hundía y ellos se enamoraban. Pregunten los nombres de los que cobran por mentir y los que pagan porque mientan. No deben de ser pocos. Yo, como no tengo pruebas, he de callar, pero acuso, claro que acuso, y espero que alguna vez alguien sea más valiente que yo y directamente señale.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"

viernes, julio 12, 2013

All things must pass


Con todo acabado, toca elegir los recuerdos que irán a Madrid. De entrada, la esquela de El Diario Montañés y una foto que considero especial: mi padre en medio de un campo, con los brazos abiertos, pelo abundante al viento y apariencia de felicidad. Lo que transmite esa foto es la idea de libertad y con esa idea quiero quedarme. Además, a mi padre casi no se le ve, y eso me gusta, me gusta que sea pequeñito en la inmensidad de la hierba y refleja además la imagen difusa que yo mismo tengo de él, como si un primer plano realmente no tuviera mucho sentido.

Junto a la esquela y la foto, un tocadiscos y varios vinilos. Son para la boda. No para ponerlos en la boda sino para que sirvan de decoración, para que mi padre, de alguna manera, esté ahí con nosotros y no se me ocurre mejor recurso que su música, de las pocas cosas que él de verdad adoraba y cuya pasión sorprendía incluso a mi tío Pancho, que le dedica varias hojas en su libro "Más de 100 verdades". Como lo importante es el detalle, que se suele decir, no me he parado a elegir algo así como el top ten de sus discos favoritos, en parte porque lo desconozco. Me he quedado con los nombres que más me sonaban de sus conversaciones: John Mayall, Pink Floyd, Deep Purple, los Who a partir de "Quadrophenia" y sobre todo Frank Zappa, del que, ante la duda, he elegido dos.

Me sorprendió no encontrar ninguno de los Grateful Dead ni de Jerry García. El día que murió, yo estaba en Santander con él, aún era 1995 y la guerra no había estallado. Parecía afectado, puede que solo lo pareciera.

Aparte, me he llevado el "All things must pass", de George Harrison. Hasta donde yo sé, a mi padre nunca le gustaron especialmente los Beatles. Supongo que reconocía su talento pero no eran su estilo. Incluso los Rolling le parecían demasiado comerciales y de escoger algún grupo sesentero de éxito supongo que su elección serían los Doors, solo por Jim Morrison, sin demasiados entusiasmos. En cualquier caso, el vinilo estaba ahí y supongo que el atractivo de Harrison es precisamente el atractivo del "outsider" de pelo largo, es decir, del hombre que no es Paul McCartney. A mí me parece un título maravilloso en toda circunstancia y especialmente maravilloso en la circunstancia en la que estamos. "Todo debe pasar" y esto también, que diría OK Go, y de alguna manera, de nuevo, mis gustos y los de mi padre se unen en algún momento, que no es fácil.

Por lo demás, último día en Santander. Hoy tocaba Registro de la Propiedad y esta tarde mi madre me recoge y me lleva a La Revilla, entre el monte y el Cantábrico. Me ha chocado la incapacidad de todo el mundo para siquiera dar el pésame. Supongo que es una cuestión cultural, sin importancia, de robustos norteños, o puede, simplemente, que los amigos de mi padre tengan su misma dificultad para mostrar los sentimientos. Desde mi llegada al lunes, ni una sola persona ha sido capaz de decir "lo siento" o el clásico "te acompaño en el sentimiento". Sin embargo, varias han preguntado "¿Qué tal estás?" que es preferible con mucha diferencia y que es lo que he echado de menos en Madrid tantas veces.

Puede que en Madrid seamos más de apariencias y en Santander, más prácticos. Es complicado formular teorías a partir de algo tan concreto. El pico de todo esto llegó cuando, entrando en El Ventilador, y tras presentarme como hijo de Javi, uno de sus amigos me dijo: "Pensé que eras más alto, como él", ante lo cual solo pude contestar: "Bueno, pero no ha sido una gran decepción, ¿no? Quiero decir, que podrás seguir adelante". Todo esto con una sonrisa, claro, porque lo que me salía del cuerpo era estallarle el vaso en la cara y no procedía. Si era amigo de mi padre, claramente, no procedía, que el dolor va más allá de las palabras y desde luego nadie tiene la exclusiva.

Aunque pensar que al hijo algo le toca tampoco me parece un disparate.

jueves, julio 11, 2013

Noche de carnaval


La noche en el Piquío no puede ser más decadente, como si se hubieran puesto de acuerdo en darme la razón o estuvieran dispuestos a hacerme un nuevo regalo de despedida ahora que, ya dije, no hay fiestas ni sangría ni escaleras sinuosas. Todo empezó en forma de paseo agotador, para no perder forma, desde el Ayuntamiento al Hotel Chiqui, con la tentación incluso de subir al faro, tentación que solo la oscuridad impidió. Supongo que necesitaba sentirme otro y eso solo se puede conseguir de La Magdalena en adelante, caminando en solitario como si fuera una contrarreloj, el mar siempre a la derecha, un escenario de Stefan Zweig a la izquierda.

Quise pasar por los Jardines, porque yo siempre visito las escenas de los crímenes que han compuesto mi vida y uno de ellos, muy banal si se piensa, fue espiar a mis compañeros de viaje en 2001 desde lo alto, ver su felicidad como algo que no me pertenecía, como algo, que, en parte, yo les había regalado para luego observarles desde la distancia. El Gran Gatsby. Espiaba, miraba el mar, el estadio, los hoteles... y hablaba con T., una conversación corta, sobre abuelos, que es lo que queda cuando has acabado con cuatro años y pico de amor incondicional.

Charlas de ascensor en bancadas modernistas.

Los Jardines, sin embargo, no se prestaban a la soledad: puestos con palomitas y helados, niños correteando y un escenario improvisado que anunciaba un carnaval. ¡Carnaval! Aquello era una rendición en toda regla, una recreación de "Gran Hotel", una apelación a la alta burguesía, la de los Aja y compañía, a que no renunciaran a ser sus bisabuelos, con el presentador tratando de usted a niñas de 12 años vestidas como Marta Larralde. Una pequeña rebelión de lo que siempre ha sido El Sardinero, un lugar de trajes blancos y faldas hasta los tobillos, con sus corsés y sus tirabuzones. No era un acto turístico, ahí no había Tadzios ni austrohúngaros algunos. Los autóctonos. Los señores. La rebelión de las élites que agonizan.

Por lo demás, el paseo fue un éxito: dos horas a todo trapo. El Chris Froome de Magallanes. Llegar a casa con la noche cerrada, el sudor cayendo -un sudor frío, esto es el norte- y los pies llenos de ampollas. Dormir mal y acometer una mañana de jueves llena de papeleos: notario, ayuntamiento, Hacienda, banco... sentirse algo así como Asterix, vulnerable e invencible a la vez frente a la burocracia cántabra, que, todo hay que decirlo, es bastante más asequible que la madrileña. Comienzos ásperos y despedidas felices. La sensación de que ya está, ya hay paz, ya hay paz... salvo que algo se tuerza en algún despacho.

Hicimos lo posible y lo hicimos bien y ese ha sido el resumen del último año, desde las primeras ecografías de hígado en Mompía. Pasar pruebas y confiar en aprobarlas sin pensar mucho en el resultado, solo que ahora, quizá, por una vez, el resultado sea positivo y dan ganas de llorar, sinceramente, llorar de agotamiento, porque este viaje a Santander necesariamente es doloroso y evitable. No importa lo que digan las crónicas ni los paseos ni las muestras de cariño. Yo no querría estar aquí y no querría pasar por esto y sé que los jerseys, los carnavales, la decadencia, Cañadío, la bahía... todo es la consecuencia de una causa atroz y obviamente no podré olvidarlo.

¿Saben cuando les pasa algo muy bonito que saben que recordarán siempre aunque en el momento quizá no lo disfruten del todo? Tengo la sensación, y no suelo equivocarme, de que este viaje será todo lo contrario, materia de psicoanálisis en cualquier momento. El lunes, quizá, a las 17,30 según la secretaria de mi psiquiatra.

miércoles, julio 10, 2013

El Tour en Santander


Hace diecinueve meses que besé a la Chica Diploma, doce que le detectaron el cáncer a mi padre y tres desde que murió en Madrid. Son tiempos de efemérides. Aunque el diagnóstico fue en torno al día 10, lo cierto es que no se confirmó y no tuve que viajar a Santander para hablar con él y planificar el futuro hasta el día 21. Estaba tan acelerado que me planté en Chamartín con mi billete para el día 20 y por los pelos no me quedo en la estación, con mi mochila, a las 8 de la mañana de un sábado.

Aquí me esperaba papá, bastante sereno. Como si no hubiera pasado nada. Seguía sus rutinas: manifestaciones anarquistas, comida en el bar de abajo, contrarrelojes en el Tour. Como no tenía mucho que decirle -básicamente no podía decirle la verdad y cuando no puedes decir la verdad el resto son eufemismos-, nos pusimos los dos en el sofá a ver al equipo Sky arrasar todos los tiempos. Historias que se repiten. A mi padre le gustaban el fútbol y el ciclismo. No tanto el baloncesto. Los demás deportes, en absoluto. Una vez vimos una etapa de la Vuelta que cayó en 14 de mayo, el día de mi cumpleaños. Me había prometido ir al Parque de Atracciones aquella tarde y eso que a él, el Parque de Atracciones era algo así como Soto del Real para Miguel Blesa, uno de esos lugares a los que es mejor no volver.

En aquella etapa, Parra y Delgado se jugaban la general y yo lo pasé tan mal con la tensión que me entró un dolor terrible de cabeza. Obviamente, la visita al Parque fue un desastre absoluto: yo no quería subirme a ningún lado, apenas podía enfocar y gasté todo mi regalo y mi pulsera en jugar a las máquinas recreativas como si fuera un abuelo de un pueblo en medio de una carretera nacional. Eso, y el Pasaje del Terror, claro, hasta ahí podíamos llegar.

Mi padre pareció disgustado. Es jodido intentar agradar pese a tus convicciones y ni siquiera conseguirlo. 23 años más tarde, ahí estábamos los dos, frente al televisor, intercambiando las palabras justas. Cuando acabó la etapa echamos una siesta y al despertarme, él no estaba. Cáncer de pulmón con metástasis en hígado, cansancio y dolores insoportables, pero se había ido a leer el periódico al Gredos. La rutina es lo que nos hace inmortales, estoy convencido. Quítale la rutina a un enfermo y le matarás inmediatamente.

Sí, aquel día del Parque fue un desastre. Es una pena que casi todos los recuerdos de mi padre se queden en una especie de "coitus interruptus", lo que pudo ser y no fue. Hay cierto consenso en Santander en que yo era un niño muy simpático, nada que ver con el abuelo de las tragaperras ni con el que ahora necesita emborracharse en las fiestas para hablar con alguien y se pasa media hora aterrado en un rincón, buscando la complicidad de la Chica Diploma. Al parecer, por entonces, todo era distinto y me ponía a hablar con cualquiera, era el cebo ideal para que los cántabros ligaran con su hembra. El niño adorable de continua sonrisa.

El problema es que no me reconozco en ese niño. Es lo que le decía ayer a Mercedes mientras bordeábamos la bahía y bajábamos a la playa de la Magdalena a medio atardecer, que es el mejor momento de esta ciudad. Reconozco al niño porque le he visto en fotos y me han hablado de él. Hasta cierto punto incluso me resulta simpático. Pero no le veo la continuidad que le veo al Guille adolescente, al Guille universitario, al Guille de 2002, 2006, incluso 2009... El niño es "el otro" en mi vida, el desconocido. La búsqueda, pues, no debería ir, quizá, tras los pasos de mi padre sino tras los de ese niño encantador que se tiraba en el suelo y tomaba apuntes, escribía historias de misterio con Luis Luisote haciendo de Sherlock Holmes.

No sé, no será fácil. Reconstruirse es una tarea ingente y para la que no hay demasiado tiempo.

Mientras, organizo mi propio Tour en una ciudad de escaladores. Mi fascinación por las cuestas que les decía ayer. Subir y bajar de la bahía a General Dávila por Lope de Vega, la Cuesta de la Atalaya, Francisco Palazuelos. Descensos vertiginosos y ascensiones de clavar la rodilla. Sudar. Sudar la humedad de la ciudad que va dejando recuerdos sin saber que son los recuerdos para el niño. Los lugares donde me dicen que estuve: La Pirula, Santa Lucía, El Colilla... Incluso El Rubicón, con Moncho a los mandos, el mismo que cocinaba en un restaurante en lo alto de la ciudad en los 80 -sí recuerdo, es cierto, la sensación de que ir a Santander, incluso a los 10 años, implicaba vivir en lo alto todo el rato, sin concesiones- y que cayó por las escaleras, en mal estado, después de una de mis fiestas de despedida.

Porque cada verano, cuando me iba de aquí, mi padre organizaba una fiesta de despedida que servía de excusa para que todos sus amigos vinieran y nos divirtiéramos y yo organizara actividades semi-deportivas y sonriera como un loco, completamente sobre-excitado. Quizá lo que haya cambiado sea precisamente eso, y de ahí la razón de que Santander ya no sea lo que era: no hay fiestas, no hay sonrisas y, como ya ha quedado demasiado claro, no hay padre. Lamentablemente, el recuerdo es ese, es decir, el recuerdo es ahora.

martes, julio 09, 2013

Jerseys en El Sardinero



Lo que se agradece de Santander es que mantenga su cordura y por las noches las señoras se lleven su rebequita y se aprieten en las terrazas del Paseo de Pereda. Llega el viento de la bahía y, sinceramente, de noche hace incluso frío, algo inimaginable para el madrileño que ha venido sin apenas jerseys y tiene que manejarse con lo que tiene, que es más bien poco. El madrileño, algo aturdido por la baja tensión, por algo parecido a la lentitud de la provincia, atraviesa el túnel con su mochila y va mirando cuadros pintados por niños sin orden alguno. No son los mismos cuadros de los 80, no es el mismo túnel sucio y viejo con olor a orín. Es otra cosa. Informe, pero otra cosa. Aquí, un cuadro abstracto de un niño de 12 años; allí, una perfecta representación de la cultura griega, bandera incluida, de una niña de 13.

Tras el túnel, las cuestas. Cuando se habla de Santander, cuando alguien les hable de Santander, pregúntenle por las cuestas. Si las conoce, sabe de lo que está hablando. Si no las conoce, solo pasó del hotel a la playa y de la playa al hotel. Hombres de llano y hombres empinados, salvajes, furtivos, las calles estrechas y empedradas, las aceras que se tuercen sin venir a cuento. Frente a eso, como digo, el turisteo, que es algo hermoso, también, incluso deseable. Lo que más echo de menos de Santander, precisamente, es no haber podido ser turista nunca. Para eso me he tenido que ir a San Sebastián o a Barcelona. A mí Santander me vino dada, a los cinco años, ya en su totalidad y especialmente en sus tabernas y sus estrecheces. Sus borrachos, sus yonkis, sus cinco de la mañana...

¿No habría sido mejor una Santander de Hotel Chiqui, Hotel Santemar, Hotel Real? ¿Una Santander frente a la enorme bahía, sentado en un banco, quizá tomando un helado? Eso lo reservé para las visitas, pero ser guía no es ser nada, es vivir entre dos mundos sin quedarse realmente en ninguno. Las chicas paseando por el camino del Palacio de Congresos, sorteando mansiones de Botín y cogiéndome ocasionalmente de la mano. En cualquier caso, ese no era yo y esa ciudad era cualquier otra menos la mía, porque la mía empieza y acaba en Cañadío o el Río de la Pila y, cuando paso "al otro lado" -casino, campo de fútbol, desvío a La Magdalena- más que un turista me siento un intruso, un paleto, un pueblerino.

En definitiva, de Santander, echo de menos su decadencia. La decadencia veneciana de las familias ricas, familias que imagino austrohúngaras con sus rubios muchachos. Jardines de Piquío. Uno de los objetivos de este viaje es descubrir a mi padre. Otro de los objetivos es descubrir la ciudad. No digo "su" ciudad porque esa, ya lo he dicho, la conozco en exceso. La otra ciudad, la que no entraba en sus planes. Sorprenderle. Una vez, con 12 o 13 años, le dije que lo que quería era "ir de terrazas" y casi le da un infarto. El niño se le había acomodado.

Ir de terrazas es algo muy santanderino, si se piensa, por lo menos si tienes un jersey encima cuando cae la tarde-noche. Mi padre luchaba por ser otra cosa, pero no sabía el qué, algo así como el túnel con las paredes pintadas: estable, permanente, renovado lo justo y tremendamente desordenado. En ningún caso, austrohúngaro, eso desde luego, no. Y supongo que la idea de que su hijo se convirtiera en Tadzio no le hacía ninguna gracia. Por eso mismo, porque a veces quiero sorprenderle y otras quiero abrazarle, la noche del lunes la paso en el banco frente a la bahía y luego en El Ventilador, donde en vez de heredar sus whiskies, me conformo con un Trinaranjus y por la ventana el azul se convierte en negro y el negro en un gris que anuncia lluvia porque sabe que es lo que todo el mundo espera del norte.

Y no vamos a defraudarnos. No a estas alturas.

lunes, julio 08, 2013

Viajar a casa de tu padre cuando tu padre ha muerto


Cuando le preguntaba a Aitana si podía acompañarla al metro a la salida de clase, ella me contestaba "No sé, ¿puedes?" y a mí la cara se me ponía roja y los papeles quedaban bien repartidos en la obra. Es curioso que años después esa frase la haya utilizado tantas veces para explicar los distintos usos del verbo "poder" en inglés, sus distintas traducciones, y es curioso que me haya encontrado casi con la misma frase, con la misma situación al menos releyendo mis "Pequeños objetivos", ese librito que da nombre a este blog y que jamás estuvo a la venta cuando, probablemente, sea la edición más bonita que jamás me han hecho, cortesía de Enrique Redel.

Son las horas previas a un viaje extraño. La Chica Diploma me pregunta si estoy nervioso pero esa no es exactamente la palabra, que se acercaría más a "confuso". Cuanto más leo sobre mi pasado, por cierto, más quiero a la Chica Diploma, pero ese es otro tema; el tema del que estábamos hablando es que en una hora y media me voy a Santander y será raro estar en Santander, en casa de mi padre, sin mi padre, repartiéndonos con un notario de por medio su dinero, su casa, sus acciones, sus recuerdos... Santander sin papá y dentro de unos meses, probablemente, Santander sin el Racing, es decir, sin mi adolescencia.

El primer partido al que fuimos juntos creo que fue en junio de 1993, un Racing-Español en el que ambos equipos se jugaban una plaza en Primera División. Años de promociones inventadas por el mítico Irigoyen. La ida, en Sarriá, había acabado 0-1, gol de Michel Pineda, y la vuelta se había inventado para celebrar, por lo que en plenos exámenes cogí un autobús y me planté con papá, con Mercedes y con unos amigos en El Sardinero. A mi padre no le gustaba el fútbol. Coqueteaba con el Racing como coqueteaba con lo cántabro por un buscado sentimiento de pertenencia que le hiciera la vida más cómoda. El partido fue infame, pero el 0-0 valió para la celebración. En aquel equipo jugaban Ceballos y Sañudo, además del citado Pineda y un canterano llamado Chili, que hacía de delantero centro. Al año siguiente, creo, llegarían Zygmantovich, Setién, Radchenko, Merino y el nigeriano Mutiu, cedido del Castilla. Puede que esté mezclando fechas y nombres pero eso da igual porque esto no es un post sobre el Racing.

Es un post sobre mi padre y Santander, intentar entender la ciudad sin él, tal como aparece por ejemplo en "Mapa", de León Siminiani. Intentar entenderle a él, también, por supuesto, como ayer, cuando tuve una extraña revelación mientras leía a Tony Judt y recordé ese extraño mechón de pelo que le quedó a mi padre después de la radioterapia craneal. Hasta cierto punto, era ridículo. Un trozo de pelo casi en la nuca dentro de una cabeza completamente calva. Al principio, lo achaqué a una especie de desidia, pereza, rendición... muchas veces estuve a punto de pedir por favor que alguien le cortara esa especie de bigote inverso pero no lo hice por no molestar, porque no hay que crear problemas cuando ya hay suficientes.

Sin embargo, ayer lo entendí: mi padre nunca podría haberse cortado o afeitado ese pelo rebelde por la misma razón por la que en plena quimioterapia se empeñaba en juntar cuatro cabellos sueltos y hacerse una coleta: porque su pelo era él, porque su pelo era la seña de identidad, era la demostración de que seguía vivo, y de la misma manera que jamás conseguimos convencerle de que durmiera en la cama en vez de frente a la televisión, donde Chuck Norris y John Wayne sin duda le protegían de la muerte, hubiera sido cruel insinuarle que tenía que prescindir de lo único que quedaba de él en su nuca. Eso hubiera supuesto una rendición de verdad, una entrega definitiva.

Pero no, mi padre siguió luchando con su mechón en la nuca una batalla que estaba convencido de que iba a ganar porque todos somos inmortales hasta que se demuestre lo contrario. Luchó, murió y fue incinerado con ese mechón, es decir, luchó, murió y fue incinerado asegurándose de que no le confundieran nunca con otro, empeñado en ser él mismo hasta el último momento. Yo me permití vivir un año Frank Sinatra y mi padre se permitió morir a lo Frank Sinatra, que es un regalo aún más gozoso.

En fin, ya no queda hora y media, queda una hora. Solo faltaría que perdiera el tren. Lo suyo habría sido viajar en autobús, pero no lo habría soportado. Autobús a Santander para ir a casa de mi padre sin mi padre habría sido demasiado duro, porque nosotros reforzamos el vínculo entre las ciudades, el vínculo entre nosotros a base de zona de fumadores y bocadillos en Lerma, o viajes interminables escuchando a dEUS y pensando en la Eva Mitocondrial. Duro e injusto, en parte: ese viaje, ese autobús, no tienen ningún sentido sin él.

viernes, julio 05, 2013

Los comisarios del muérdago


Hablaba de 2006 y me olvidaba de 2002, de lo fantástico que fue 2002 en términos de vitalidad y de sentimiento de estar muy cerca de algo, sin saber de nuevo el qué, aunque para hablar de 2002 habría que hablar de 2001, las noches pegado al chat de Ya.com estrenando mi divorcio, los viajes frustrantes, la banda sonora de "Buena Vista Social Club" sonando una y otra vez. De Alto Cerro voy para Macané, llego a Cueto, voy para Mayarí. Yo siempre fui muy de dejar el camino para coger la vereda y allí donde había diez no podía haber once por mucho empeño que le pusiéramos, PC Fútbol en la Plaza de la Cebada, Magnums dobles de chocolate, fascinación repentina por el Palacio Real, 24 años más tarde.

El último día de 2001 -el primero de 2002- lo celebramos con una enorme fiesta en casa de mi hermano. Decidimos colgar un plástico verde del techo y llamarlo "muérdago". Aquello estaba en medio del pasillo y de ninguna manera era homologable, pero funcionó: había unas reglas y se cumplieron. Si un chico y una chica pasaban por debajo a la vez, tenían que besarse, no había excusas posibles. Repartieron unas "M" de cartulina y nos convertimos en los "comisarios del muérdago", los encargados de que todo fuera bien y en orden. Mi gran aportación fue la ley de los "3 segundos en la zona", que te impedía quedarte debajo del plástico más de tres segundos a ver si caía algo.

Estaba colocado en pleno pasillo, entre la cocina y el baño, así que complicado no era.

Además, al rato ya decidimos que las propias M valían como muérdago.

De hecho, para el final de la noche, con hacer la letra con los dedos bastaba. No hubo demasiadas quejas.

El 1 de enero, aún con la testosterona por las nubes, empecé a salir con L. y fueron unos meses maravillosos en los que no dejé de hacer el idiota. Unos meses de aprender alemán, coquetear con chicas con novio, consolidar un equipo de baloncesto, trabajar en Sylvan, luego en Solmeliá y finalmente en Sofres... Meses de dejarme querer mucho, porque L. me quería mucho y yo la quería una barbaridad, solo que, para variar, no me había enterado. Fiestas en un molino, amigas expertas en la liga argentina... Tenía 25 años y estaba loco, convencido de que la cosa, además, solo podía mejorar, que la década de los 25 a los 35 tenía que ser la mejor de la vida de cualquiera.

Puede que tuviera razón, ya les iré contando.

El caso es que aquel primer año fue excelente y, dentro de la torpeza casi adolescente, dentro del daño cometido y el daño sufrido, dentro de que las cosas se podrían haber hecho mejor en muchos casos, al menos se hicieron a mi manera. Fue un año muy Frank Sinatra y creo que todo el mundo tiene que permitirse un año Frank Sinatra. O varios. Éramos una panda de estúpidos, la típica que se juntaba en la Nochevieja de 2002 -Año Nuevo de 2003- para poner canciones de Alejandro Sanz y abrazarnos "dándonos la paz". Insoportablemente felices.

Luego, todo cambió, como si hubiera habido una vida entera de julio de 2001 a julio de 2003 y otra completamente distinta de ahí en adelante, hasta octubre-noviembre de 2005, más o menos. Soy tremendamente afortunado, si lo piensan, ¿a cuánta gente le es dado vivir tantas vidas distintas? Otra cosa es que aquello mereciera mucho la pena ser vivido. Yo diría que no. Me hice terriblemente serio, empezó la fuga de cerebros, vivir a lo Frank Sinatra tuvo sus consecuencias -y es que al final siempre acabas besándole la mano a un Vito Corleone y pidiéndole favores- L., por supuesto, desapareció e hizo muy bien, yo incluso se lo reconocí en un libro de relatos, y como no tenía nada que hacer, me puse a dieta, es decir, que ya ni chocolates ni Magnums.

De muérdagos, chicas y besos, mejor, ni hablamos.

miércoles, julio 03, 2013

Jugábamos con el talento que nos dieron los dioses


Hablaba el otro día de mi "acmé". Repasemos el término y lo que implica para mí: el "acmé" de un filósofo o un pensador griego se consideraba ese momento de madurez y esplendor en su pensamiento, cuando de alguna manera dejaba de ser aprendiz para convertirse en maestro. Algo así como Juan Manuel en MasterChef para los lectores menos iniciados en el tema. Yo llevaba esperando mi "acmé" desde que vi "Cuento de verano" de Eric Rohmer y una chica le decía al protagonista: "Tu problema es que tienes 19 años y todas sabemos que cuando tengas 30 serás maravilloso. Por eso ninguna nos queremos arriesgar a tener algo contigo ahora, porque estamos todas esperando".

Yo tenía 19 años cuando vi la película, obviamente.

En cualquier caso, volvamos a lo que yo mismo he considerado mi "acmé", sea eso lo que sea, es decir, finales de 2005 y principios de 2006, incluso 2006 entero. El 1 de enero de ese último año escribí un post en mi antiguo blog que supongo que está en mi libro y que, dentro de un discurso extremadamente vitalista, acababa con la frase "Jugamos con el talento que nos dieron los dioses", que había sacado de la película "Troya", simplemente porque era lo que echaban en la tele cuando estaba escribiendo la entrada y me venía de perlas.

Efectivamente, la sensación era esa: la sensación era que jugábamos y que nos divertíamos y que cambiábamos las reglas todo el rato y que por primera vez en mi vida podía disfrutar de un juego sin consecuencias, lleno de trampas y en el que además las cosas me iban bien. Esto último es importantísimo porque las valoraciones éticas se mezclan con las estéticas y dentro de esta última categoría incluiré "lo que a mí me parece bonito y lo que a mí me parece feo", aunque a los académicos les repatee, y por supuesto todo era bonito o era feo según me fuera a mí en la fiesta... pero en ningún caso era bueno o malo. Dejamos esas categorías al lado y nos convertimos inmediatamente en "amoralistas".

¿Saben lo peligroso que es eso? Sí, lo saben porque han sido adolescentes, y si no lo saben lo siento mucho por ustedes, porque la sensación de jugar con el talento que te dan los dioses, la de que cualquier día va a ser distinto y que acabe como acabe te va a pillar bailando con una sonrisa y la promesa de una segunda oportunidad; eso, no se repite, o al menos no se puede repetir continuamente porque en seguida llegan las responsabilidades. En seguida. El 2 de enero sin ir más lejos. Siempre hay un 2 de enero en nuestras vidas y no es un día jodido, simplemente es un día distinto. Melancólico.

Nosotros éramos una familia y éramos terriblemente guapos y no nos conocíamos de nada. En resumen, era precioso. Cada noche, cada blog era un misterio. Minyacairiel, Pocahontas y MambaNegra. Rosa naranja, rosa roja y rosa blanca. Mensajes de madrugada, de primera hora de la mañana: "Can I have it like that? You got it like that!". Podía decir que fue una época tremendamente sexual, pero no fue el caso. Al menos no fue el mío. En el juego, en las reglas del juego, se exigía entre otras cosas bailar bien, ser elegante, "el Cesc del Colonial", que me llamaba a mí mismo cuando Cesc empezaba a debutar en el Arsenal. Yo siempre creí en la moral y luego creí en la elegancia y ahí creo que es cuando dejé de ser cínico para ser esto que soy ahora y que no sé qué es.

Porque creo que lo peor que se puede ser en esta vida es cínico.

Aunque también crea que es necesario.

Las noches de 2005 y 2006 tenían una mezcla de vitalismo y cinismo, porque había que ser muy cínico  para no querer ver morir al bebé Rocamadour. ¡Ah, pero éramos tan felices, éramos tan felices! Y si no lo éramos, lo parecíamos. Todo el rato. Incluso en la pataleta. Eso no sé si es cinismo o qué es, ahora que lo pienso: negar la realidad para dejar un cadáver bonito, sonriente, a las cinco de la mañana en el Honky. A las seis en un taxi a Majadahonda mientras Hache vomitaba el último JB con Coca-cola y siempre, siempre, siempre -siempre que podíamos, es decir- era Nochevieja.

lunes, julio 01, 2013

Brasil 3- España 0 Conclusiones sobre la Copa Confederaciones


Después de cuatro años soportando críticas por utilizar un doble pivote en apariencia redundante, Vicente del Bosque decidió afrontar la Copa Confederaciones con un solo medio centro defensivo, un organizador y otro transformado por necesidades del juego en media punta. Los resultados dejaron que desear: una selección que se caracterizaba por su solidez defensiva y sus victorias 1-0 permitió una serie de partidos de ida y vuelta que se asemejaban demasiado a los del Barcelona de esta temporada y no por casualidad.

En cualquier caso, está bien experimentar y si Del Bosque tenía que hacerlo, bueno era que lo hiciera en un torneo sin aparente importancia. Esta Copa Confederaciones tiene que servir para pulir cuestiones tácticas, de convivencia en el grupo... y para pasar por la experiencia de un Maracaná lleno, sobre-excitado desde el primer minuto y con un grupo de jugadores delante completamente enloquecidos, furibundos, corriendo y golpeando como si no hubiera un mañana, hasta el extremo de hacer penalti a un tío que está saliendo del área medio asustado solo por la adrenalina de robar el balón como sea, hostigar como sea.

Esta experiencia, goleada incluida, se la guarda España para el año que viene, pero más le vale que se guarde también algunas consideraciones tácticas y que recupere la forma de sus jugadores clave: es muy difícil ganarlo todo en seis años y desde luego es mucho más difícil ganarlo con los mismos jugadores, porque, obviamente, estos pasan por baches, altos y bajos.

Vayamos a la que para mí es la cuestión clave: el doble pivote y todo lo que gira alrededor. La pareja Busquets-Xabi Alonso tenía un doble objetivo, la presión inmediata tras pérdida de balón para impedir la contra y la salida limpia desde atrás para conectar cuanto antes con Xavi, Iniesta y los hombres de banda. Puede que Busquets solo se valga para eso, pero no este Busquets, cuyo estado físico es muy pobre desde que arrastra la pubalgia dichosa y lleva una temporada por debajo del nivel habitual. Este Busquets actual no puede multiplicarse y tapar todas las contras, como resultado el equipo se rompe en dos y queda expuesto continuamente en defensa, porque Xavi no está para nada. Es triste decirlo y, aun a sus 33 años, puede que tenga una tercera juventud, pero ahora mismo no está y no pasa nada por advertirlo.

Si el problema es defensivo, ofensivamente la cosa no mejora: Busquets está solo en el medio del campo, porque Xavi siempre tiene un hombre encima e Iniesta tiene que echarse todo el equipo a sus espaldas. La falta de desborde del resto de jugadores -salvo Cesc en el primer partido pero no se volvió a saber de él- ha hecho que Andrés tuviera que recibir en el medio, intentar regatearse a cuatro o cinco jugadores para pasar líneas o tirar paredes imposibles que generalmente acababan en una genialidad... o una pérdida de balón que provocaba un contraataque. La competición de Iniesta ha sido espectacular, de un derroche físico, además, elogiable, pero un tío solo no puede ganar un torneo y si ese tío es uno de los tres del medio del campo el colapso del juego es aún mayor: acabas jugando en 4-2-4 y ya hemos dicho que los dos de en medio están muy tocados físicamente.

Otro problema: todas las selecciones serias han presionado la salida del balón de España. ¿Por qué, si Ramos y Piqué sacan la jugada de maravilla? Pues porque no tenían a quién dársela. La jugada habitual ha sido, bien pelotazo del portero y que sea lo que dios quiera, bien que Ramos empiece a progresar sin encontrar a nadie a quien darle el balón porque Xavi estaba sobremarcado, Busquets no es un organizador e Iniesta tenía que retroceder muchos metros para recibir, sabiendo que luego tendría que hacer esos mismos metros para provocar algo de peligro en el área ajena. España ha hecho de sus mediocampistas la envidia del mundo y en esta competición sus mediocampistas no han existido.

¿Qué ha existido, pues? Empecemos por la defensa: Ramos y Piqué han hecho lo que han podido. Normalmente les llegaban en oleadas y sin control alguno. Si no nos han caído muchos más goles ha sido en parte por sus aciertos, nada que reprochar. Arbeloa no es un virtuoso y su primera parte de la final fue horrible, pero eso no debe ocultar que Jordi Alba se ha desentendido por completo de sus labores defensivas. Lo hizo ante Italia, concediendo varias contras y remates francos en su ala y lo hizo en la final, donde no se le vio. Esto ha pasado en el Barcelona muchas veces, aunque normalmente con Dani Alves: la defensa bascula hacia un lado para tapar huecos y el peligro llega por el contrario.

Fíjense en el segundo gol de Brasil, el de Neymar. Todo el mundo culpa a Arbeloa. Bien, pues Arbeloa está vendido en esa jugada porque le llegan a Piqué y a él en 3x2 y cuando va a hacer la ayuda al central es cuando recibe Neymar solo. Lo escandaloso de la jugada es que Pedro, que es quien tiene que hacer la cobertura, está mirando. Literalmente. Probablemente, fuera una cuestión de cansancio, pero si has llegado tarde a la jugada, ésta se ha ralentizado, y los brasileños andan de toquecitos en la frontal del área, tú te tienes que meter ahí, ayudar a tu lateral que ha cerrado el área y cerrar tú a Neymar, es de cajón. No fue así y no lo fue en todo el torneo.

Lo que nos lleva a otra cuestión: el ataque. Para sacrificar un mediocampista y meter un atacante más, tienes que estar convencido de que el intercambio de golpes te conviene, que tienes tanta dinamita arriba que vas a cerrar el partido en cualquier momento. Pues bien, en 210 minutos de eliminatorias, con partidos rotos de ida y vuelta, España no ha metido ni un gol y el único con sensación de peligro ha sido Jesús Navas, que empieza a entender para qué está en la selección tras unos años confusos intentando tirar centros a un Kanouté que no existía.

España no tiene atacantes desequilibrantes. De hecho, insisto, el más peligroso en área ajena es un mediocampista, Iniesta, con lo que si este se descuelga, el equipo queda desprotegido en la línea de atrás. Si vas a jugar un 4-3-3 no solo tienes que estar seguro de que te compensa ese cambio de un medio por un atacante -es decir, que tienes a Messi- sino que los extremos han de saber que tienen que correr hacia atrás como locos porque en la contra su equipo está vendido. Pocas veces hemos visto esas coberturas: no las ha hecho Pedro, no las ha hecho Navas y no las han hecho Mata ni Silva cuando ha jugado.

A nivel de los mejores equipos del mundo, es muy complicado defender con tres tíos porque Alba está a por uvas y un mediocampista, los cuatro expuestos y normalmente descolocados ante una pérdida de balón con cinco o seis búfalos brasileños corriendo de frente como locos con todos los espacios del mundo. Cómo demonios consiguió Brasil mantener esa intensidad durante 90 minutos después de jugar cuatro partidos en dos semanas, a 35 grados, con casi los mismos once hombres es una pregunta que dejo en el aire, pero a mí, hombre desconfiado, me resultó algo más que llamativo.

No es cuestión, sin embargo, de fijarse en Brasil sino en los problemas de España. Si de verdad la selección quiere aspirar a repetir título en el Mundial tendrá que volver a su esencia: cuatro defensas bien colocados, dos medio centros en buena forma física -Javi Martínez está ahí para algo- que saquen el juego y paren los contraataques, un organizador que sea Xavi u otro pero que conecte con Iniesta y el delantero o el falso nueve más el tío que abre el campo por la banda de Arbeloa y que gozará de cierta libertad. No es la apuesta más espectacular del mundo pero me temo que España no está para dar espectáculos sino para dominar el balón, minimizar las oportunidades contrarias, fabricar con tesón un gol tras muchos acercamientos y ganar 1-0 cuatro rondas eliminatorias seguidas.

Nadie hace demasiado hincapié en este dato, pero las dos Eurocopas y el Mundial se ganaron recibiendo cero goles en 990 minutos de cruces eliminatorios. Ese es el camino. Al toma y daca, España no tiene ni el físico ni la colocación táctica necesaria para hacer frente a equipos de búfalos y de esos me temo que va a haber muchos en Brasil 2014.