miércoles, junio 19, 2013

Tierra a la vista


Antes de irme a Londres, soñaba con ser Carmelo Gómez. Eso lo he recordado hoy a la hora de comer, pero supongo que siempre ha estado ahí, que mi referencia estética era Carmelo Gómez en "Tierra" sin pararme a pensar que aquello no podía pasarle todos los días, que no iba a estar enamorando a Emmas Suárez y Silkes cada vez que parara por una plantación a fumigar cochinillas. El problema del cine son las elipsis. No solo las de en medio sino las del principio y las del final. Todo lo que pasa cuando el guionista pone "FIN".

En cualquier caso, ser Ángel era atractivo como lo era vivir en una buhardilla y escribir un diario en Kensington Gardens. Al margen de las responsabilidades. Cuando volví, y no sé por qué, tenía la sensación de que algo había cambiado y de que era mi momento. Insisto, no sé por qué. Acababa de cumplir 19 años y a mi alrededor empezaba a notar algo parecido a una expectativa, el cumplimiento de la eterna promesa. Jugábamos al baloncesto y visitábamos Puente del Arzobispo de madrugada. María se quedaba impresionada cuando paseábamos por el Ramiro de Maeztu, "es como mi pueblo de grande", decía, y obviamente era una exageración pero a nosotros nos hinchaba el ego.

Conocí a una chica en agosto. La chica se llamaba Marta y estudiaba en la Autónoma. Era muy guapa y yo estaba muy crecido, una combinación explosiva para dos universitarios. Coqueteamos un día y nos besamos al siguiente, en medio de una partida de billar. Me cogió la mano, luego la espalda y por último me aplastó contra una columna. Eso fue en el Baroja, el bar al que íbamos con la hija de Felipe González, donde sus guardaespaldas la recogían a determinada hora y nos miraban con cara de posibles etarras, y eso que entonces solo ETA era ETA y no cualquiera que te llevara la contraria.

Después del Baroja fuimos al Mission Claimd, un bar de la calle de La Palma al que no he vuelto desde entonces para no estropear el recuerdo de la chica besándome mientras yo jugaba al Tetris en una máquina recreativa y le cantaba "Let´s all meet up in the year 2000, won´t it be strange when we´re all fully grown?". Fue bonito porque yo siempre había sido un perdedor y de repente paseaba por las calles de Malasaña -que siempre serán mis calles porque fueron las de mi adolescencia- con la chica cogida de la mano, hinchado como un pavo, esquivando borrachos como en una película o un vídeo clip de The Verve. Creo que ahí ya estábamos aburridos el uno del otro. Yo había cumplido con mi sueño estético y ella probablemente se dio cuenta. Empezó a ligar con un italiano camino del búho. Seguía cogida de mi mano pero ligaba con él. A mí me pareció un trato justo, su amiga se escandalizaba.

Me dio el teléfono de su casa -aún recuerdo la combinación, era muy sencilla- y nos llamamos un día que ella salía de un examen. Por supuesto, le escribí un relato, una de mis "historias de Cantoblanco". Fue un desastre. Me planté con un libro de Carver, que ya había leído, solo para que viera que yo hacía esas cosas y ella lo más que hizo fue dejarme que le acompañara en el Cercanías, donde los dos nos dejamos muy claro que no queríamos tener una relación con nadie, cosa que en su caso probablemente fuera cierta.

Y es que, en efecto, sucedían cosas y yo presumía de lo que llamaba "look Pep Guardiola": pelo corto y barbita de tres-cuatro días, que, a lo que se ve, gustaba, y por si acaso, no me he vuelto a afeitar más que en un par de ocasiones, ambas calamitosas. Sucedían cosas en El Doblón y sucedían cosas en las fiestas del PCE: conciertos de Los Rodríguez, amagos de comas etílicos, juegos peligrosos, amaneceres imprevistos en casas ajenas con chupetones aún más ajenos... Escribía mucho para intentar entender lo que estaba pasando pero todo se parecía demasiado a una canción de Oasis: "I can´t tell you the way I feel because the way I feel is all so new to me".

Recordaba la portada del disco de The Auteurs, "Now, I´m a cowboy", me decía. Ni siquiera Ángel en "Tierra". Un "cowboy". Lucky Luke, por ejemplo. Creo que T. tuvo la sensación de ahora o nunca, que probablemente en sus planes no estaba ponerse a salir conmigo en ese momento pero que quizá si lo seguía dejando yo ya no iba a estar ahí. Nunca lo sabremos. Un 5 de octubre de 1996 me metí en un cajero y detrás de mí un tío con una navaja. Era media tarde de un sábado y la calle Ramos Carrión estaba llena pero nadie hizo caso. Yo tampoco podía hacer mucho porque cuando tienes una navaja en los riñones y te dicen todo el rato que te van a matar... en fin, estás vendido. Pensándolo ahora, quizá los ataques de pánico vengan de ese momento.

Cogió un taxi y me metió dentro. Cuando pasamos por Diego de León le dije: "Déjame bajarme aquí, que es la casa de mi novia", a ver si mataba dos pájaros de un tiro: me libraba del yonqui y convertía de hecho a T. en lo que aún no era. Los dos aceptaron. El yonqui y T., quiero decir. Cada uno a su manera. Dejé de ser Carmelo Gómez y me convertí en un intelectual, luego en un adicto a los ansiolíticos, luego en mil otras cosas. Llegué a tener en mis brazos a algo parecido a Silke, que es a lo que todo hombre debería aspirar y decidí que aunque sin duda yo también era "demasiado complicado" lo de formar familia podía funcionar al menos hasta que alguien le pusiera FIN a la historia.