El cinismo. Yo diría que el problema es
el cinismo o quizás el cinismo sea la reacción a un problema: la
inmediatez. Casi todo lo que les pueda decir ya se lo habrán leído a
Ortega y Gasset pero yo lo intento por si acaso. Pongamos que el
problema sea la inmediatez y la rebelión de la masa convertida ya
directamente en “chusma” y la obligada reacción también inmediata del
intelectual, del analista, ante el pensamiento enfurecido de esa masa.
Una reacción con freno de mano puesto, a menudo rutinaria. Si se dice
del periodista que no deja que la realidad le estropee una noticia,
parece que se ha puesto de moda que la realidad le importe al
intelectual tres pimientos, por aquello del “no soy como ellos”, “no
puedo pensar como ellos”, “yo estoy a otra altura”.
Por supuesto, eso es cierto, y la distancia es necesaria.
Probablemente, más necesaria que nunca porque esto es Internet y aquí
todo el mundo escribe y contraescribe y convendría tener algún tipo de
orientación, de guía. El problema, de nuevo, llega cuando la guía —o el
guía- se pierde en lo abstracto o como mucho en lo que existió pero ya
no existe. No digo que se haga conservador, que eso no tiene nada de
malo, sino que se hace perezoso. Aplica un catenaccio consistente en
decir que todo es un desastre y de vez en cuando sacar un contraataque
en forma de artículo incendiario.
Después de todo, y pensándolo bien, puede que el problema —nos vamos
acercando- sea precisamente la pereza. Generalmente, cuando hablamos de
pereza intelectual nos referimos a esa manera casi tertuliana de opinar
de todo basándonos en tópicos y lugares comunes. Ahora, por desgracia,
el virus se ha ampliado y la pereza ha llegado a algunas de las mentes
más brillantes de nuestro país, una pereza disfrazada de distancia ante
lo concreto, porque siempre hay que huir de lo concreto, lo concreto es
la peste, el horror que me impide mantener mi línea de pensamiento
durante años y años, aunque mi línea de pensamiento consista simplemente
en llevar la contraria.
¿Llevar la contraria a qué?
Yo reconozco que algún día fui ese analista cínico y que lo seguiré
siendo muchas veces porque crecí a los pechos del cinismo de chateau.
Eso no quiere decir que huya de lo concreto, de las cosas mismas, ni que
vaya a imponerle mi planilla de pensamiento a la realidad porque la
realidad es terca. Y cambia. Todo el rato. Esto es una obviedad como un
piano pero hay que recordarla porque a veces se olvida. Cuando uno se
separa mucho de la realidad es fácil que pierda la perspectiva, o que la
miopía le impida ver los detalles. Por eso, algunos prefieren
prescindir de los detalles, de la sangre, de la vida.
Los columnistas que abusan de vida son excesivos, lo reconozco.
Últimamente me van cayendo bien porque al menos cuentan algo y algo
siempre es mejor que la tristeza. El analista que baja a la vida es
normal que se equivoque, incluso que se contradiga. Como científico vale
muy poco, como investigador no tiene precio. Yo mismo aspiro a escribir
artículos de los que pueda abominar a los pocos meses, semanas incluso.
Artículos para los que pueda tener mi propia respuesta preparada si es
necesaria porque los hechos así lo han demostrado, que me hagan pensar
“menudo idiota eres, vaya lumbreras”.
Los hechos, las cosas mismas. Volvemos a Ortega y la fenomenología y
lo necesario que es saber que la solución ante la masa no es el
desprecio sin más sino el análisis. Recrearse en los verdaderos
problemas sin necesidad de caer en la demagogia. El cinismo no es mejor
que la demagogia y no sé quién se ha empeñado en que así sea. El otro
día alguien me decía en Twitter, hablando de un insigne columnista y
tertuliano, algo así como que se creía especial y que “nadie era mejor
que nadie”. Obviamente, es mentira. Cristiano Ronaldo juega mucho mejor
que yo al fútbol y ese periodista ha sido y probablemente podría seguir
siendo una de las cumbres intelectuales de este país… solo que a
determinadas cumbres intelectuales, la realidad les aburre. Lo entiendo.
La chusma es tan caprichosa…
Ahora bien, el desprecio a “la masa” no hace que esa masa desaparezca
y, al contrario, la pereza que produce el aburrimiento sí te condena a
la repetición de análisis precocinados, justo lo último que debe hacer
un intelectual, tal y como yo lo entiendo, es decir, un intelectual
vivo. Sin dramatismos, sin excesos, sin lloriqueos. Simplemente, vivo,
que eso no tiene nada de malo, en serio.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial dentro de la sección "La zona sucia"