miércoles, octubre 17, 2012

Los Juegos Olímpicos y la II Guerra Mundial



Berlín, 1936: apoteosis internacional de la estética nazi cortesía del Ministro de Propaganda Joseph Goebbels y la siempre dispuesta Leni Riefensthal, cuyo “Olimpia” ha pasado a los anales de los documentales político-deportivos de todos los tiempos. La importancia de los Juegos para los alemanes iba más allá de la simple difusión de su proyecto totalitario. Parte de su ensoñación era emparentarse directamente con los antiguos griegos, recoger el testigo de su legado ario y civilizatorio –no es casualidad que aquel año fuera el primero en que la antorcha olímpica viajara desde Grecia hasta Berlín- e imponer un reino de los mil años como el que Alejandro habría construido si la sífilis y sus herederos no lo hubieran destrozado todo en apenas lustros.

Los grandes imperios acaban así, en lustros, y ellos deberían haberlo sabido.

Junto a la publicidad y la cultura estaba el culto al cuerpo, algo muy griego también, por supuesto. La imagen del deportista alemán ejemplificada en Luz Long: joven, fuerte, blanco, ojos claros… candidato a cantar “Tomorrow belongs to me” en la terraza de cualquier cervecería berlinesa. La lucha de Long contra Jesse Owens, negro, ascensorista, un ser inferior bajo cualquier estándar nazi –y no solo nazi, él mismo denunció su situación racial en Estados Unidos y declaró mil veces que cuatro medallas de oro ante Adolf Hitler no habían cambiado su condición de paria- quedó recogida en el citado documental de Riefensthal y es uno de los grandes momentos del olimpismo.

Un estadio lleno presidido por su “führer” animando a Long y vertiendo su odio contra Owens mientras el atleta alemán aconsejaba a su rival y le felicitaba deportivamente después del triunfo, delante de toda la masa enfurecida. Owens y Long fueron amigos durante años.

Lo curioso de aquellos Juegos es que no había pretensión inicial alguna de que se convirtieran en una apología del nazismo. Por supuesto, tras la aprobación de las Leyes de Nüremberg en 1933, el alejamiento de los judíos de la vida pública alemana, su persecución sistemática y la recomendación más o menos encubierta de que no se incluyeran atletas judíos en las selecciones de cada país, el boicot era una posibilidad más que recomendable. No se hizo, salvo honrosas excepciones. La palabra de moda era “apaciguamiento” y las potencias occidentales no dudaron en enviar su remesa de jovencitos al rey Minos para que se los comiera su fiera favorita.

Sí, el boicot hubiera sido lo deseable, pero cuando el COI eligió Berlín como sede, en una reunión de 1931 presidida por el belga Henri de Baillet-Latour en Barcelona, apenas once días después de la proclamación de la II República española y en un contexto de depresión económica brutal, la intención de los olimpistas era dar su apoyo a la República de Weimar, ese invento que los vencedores impusieron a los alemanes tras su victoria en la I Guerra Mundial con el fin de evitar la aparición de un nuevo caudillo, káiser o canciller enloquecido que se llevara la Línea Maginot por delante en un ataque de orgullo.

Weimar ya agonizaba porque en realidad la propia existencia de Weimar era un artificio sin apenas apoyo dentro de una sociedad que jamás había vivido bajo algo parecido a un régimen democrático. Las desproporcionadas deudas que Alemania contrajo con sus vencedores más una inflación que sumió al país en la pobreza ya durante los años 20 había provocado el auge de todo tipo de movimientos radicales. En 1931, el marxismo, que ya tuviera su momento de gloria en la “revolución espartaquista” de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht a finales de 1918, seguía siendo una alternativa popular entre los alemanes descontentos con el nuevo régimen. Frente a ellos, se enzarzaban en combates callejeros las Juventudes Nacional-Socialistas, grupos armados, sospechosamente bien organizados y financiados, que poco a poco iban aumentando su presencia desde Baviera al resto del país.

Los Juegos podían ser una manera de normalizar la situación y así lo entendió el COI, otorgando su organización a Berlín frente a Barcelona, la gran perdedora. Las otras ciudades candidatas, hasta diez, incluyendo otras tres alemanas –Colonia, Frankfurt y Nüremberg, que ya hubiera sido rizar el rizo- no obtuvieron un solo voto.

Puedes leer el resto del artículo, con las votaciones para los Juegos de 1940 y 1944 y sus sucesivos disparates de manera gratuita en la revista Unfollow Magazine.