viernes, septiembre 07, 2012

La primera noche en La Noche de Cope


Como los becarios, como los meritorios que temen llegar tarde su primer día de trabajo, me planto en el estudio de la COPE a las dos de la mañana. Para mí, es tardísimo. Para producción es muy pronto porque me quedan tres cuartos de hora hasta mi intervención, pero, en fin, yo sabré. Estoy nervioso. No sé si decirlo o no porque hasta cierto punto decir algo es una manera de legitimar que ocurra. Me explico: si digo "Buf, qué nervioso estoy" y luego frente al micrófono me tiemblan las piernas y la voz, sudan las manos, se pierde la mirada... mi primer día se convertirá en el último y encima podré plantarme muy serio y decir: "Ojo, que lo avisé".

Uno no puede avisar de que va a hacer mal su trabajo, así que mi opción es no decir nada y hacer lo posible por tranquilizarme. Si luego llega el ataque de pánico que todo el mundo se maraville: "¡Con lo tranquilo que parecía!"

Voy y vengo a la máquina de vending, ese enorme recurso de los trabajos de madrugada. En mi último trabajo de madrugada aún funcionábamos con pesetas y cuando una bolsa de frutos secos no caía, volcábamos la máquina hacia delante para hacerla caer. Luego descubrimos que la maniobra servía en general para hacer caer cualquier cosa, la hubieras pagado antes o no, y se convirtió en un hábito.

En la COPE no. En la COPE soy el pardillo número uno, el que llega pronto y se le comen 75 céntimos por no saber cómo sacar unas patatas. Al final lo consigo y ahí me pongo, mirando a Lartaun desde el otro lado del estudio y haciéndome a la idea de que el tiempo va pasando mientras bebo agua y mastico lentamente. Durante un momento, barajé la posibilidad de aguantar de juerga hasta la hora de mi colaboración. Emborracharme rodeado de actrices y luego abrazarme a Lartaun en directo y decirle: "Olvida a Hitler, tú eres mi amigo, nada nos va a separar". Luego llegaron los nervios que se mencionan al inicio de este post y, como suelo hacer cuando me pongo nervioso, me recluí en casa a ver partidos de tenis y repasar el guion una y otra vez. El mismo guion que uno de los chicos me fotocopia para que pueda volver a leerlo y que está en la mesa por duplicado, una copia para el jefe, otra para mí.

En el estudio somos tres: Lartaun, la chica que introduce las secciones y los comentarios de los oyentes -no me sé el nombre, no me sé ningún nombre, yo soy "el nuevo", ellos son "ellos", siempre ha sido así, denme dos semanas, quizá tres- y yo. Yo ya no estoy nervioso, para su información. He estado hablando de discos de Blur y Oasis sin venir a cuento y me he sentido perfectamente capaz de hablar de cualquier otra cosa. Luego llega la adrenalina. La adrenalina lo es todo. Lo aprendí en concursos de televisión. Es lo que te ayuda a decir que Japón controlaba las islas del Pacífico aunque luego te pases la noche pensando que has dicho que controlaba las del Atlántico, que eso sí que sería un señor Imperio y lo demás son tonterías.

La adrenalina es lo que hace que no te enteres de nada, estés en una burbuja durante diez minutos, haciendo lo que se supone que tienes que hacer y punto e intentar ser el tío más simpático y más listo del mundo hasta que den las señales horarias de las tres y caminar de vuelta a casa esquivando borrachos pensando: "Lo he hecho fatal, lo he hecho fatal", básicamente porque no sabes qué demonios has hecho, no consigues recordar nada. Fanfarrias y discursos de Hirohito.

Solo que cuando llegas a casa -el tenis sigue, el tenis siempre sigue- y actualizas compulsivamente la página con los podcasts descubres que no estuvo tan mal, que incluso estuvo bien, que al menos colocaste a Japón en su Océano y efectivamente parecía que sabías de lo que estabas hablando, que es lo difícil. No porque no lo supiera, que el tema me lo sé de memoria, sino por parecerlo.

Por si acaso, escuchen aquí y decidan. A partir del minuto 42 aproximadamente.