domingo, septiembre 30, 2012

Pinone, Russell y Winslow, cuando el baloncesto era otra cosa



John Pinone cogió un avión y se plantó en Madrid. Su carrera en la NBA había acabado casi antes de empezar, como sucedía con tantos y tantos proyectos universitarios. Hablamos de los tiempos en los que no había 30 equipos profesionales sino apenas 23 y por lo tanto muchas menos plazas para los jornaleros que no se adaptaban rápidamente a sus nuevos entrenadores. Pinone había sido algo parecido a una celebridad como universitario, de manera casi incomprensible: apenas rebasaba los dos metros pero jugaba de pívot en la Universidad de Vilanova. El baloncesto universitario no tiene demasiado que ver con el de la NBA y muchos jugadores, especialmente blancos, lo notan. Aquel fajador que fuera el máximo anotador de su equipo ya desde el primer año, llegando a ser seleccionado en el tercer mejor equipo universitario y ganándose una plaza en el Mundial de Cali de 1982, apenas duró siete partidos en la NBA con los Atlanta Hawks.

Después de medio año en la CBA, comprendió que su futuro y su dinero pasaban por Europa, que rebañaba ansiosamente todos los descartes americanos, porque generalmente el nivel de cualquier descarte ya servía para que el equipo girara a su alrededor. Eso, ahora mismo, sería inconcebible y, de hecho, el proceso ha dado la vuelta: son los europeos los que llenan Estados Unidos con proyectos de jugadores que en ocasiones apenas si han debutado en sus ligas nacionales.

El caso es que ahí estaba Pinone preguntándose qué sería de su carrera profesional, si tendría el más mínimo éxito en Europa y qué era eso de Estudiantes, cuando al llegar al aeropuerto de Barajas, le recogieron y le llevaron al Magariños para que charlara con Paco Garrido, el entrenador, y conociera a sus nuevos compañeros. Entre ellos, llegado del Joventut después de que en Badalona no se acabaran de fiar de sus condiciones físicas, un espigado estadounidense llamado David Russell… a quien Pinone conocía perfectamente, no en vano Vilanova y Saint John´s eran rivales habituales.

Corría la jornada número tres de la temporada 1984/85 y el Estudiantes venía de estar a un partido del descenso, salvado por un inmenso Pedro Rodríguez y un genial Terry Sttots en el agónico segundo partido de play-off en Huesca. El primer encuentro que le tocó disputar a Pinone fue contra el Real Madrid. Por supuesto, ganaron los blancos, la norma en la época, pero el binomio perfecto ya estaba formado: Russell-Pinone, el espectáculo y la constancia, la magia y la inteligencia.

El equipo acabaría con 20 victorias y 13 derrotas, clasificado para play-off. Su rival en cuartos de final fue el Real Madrid, de nuevo. Por tocar las narices, les llevaron hasta el último partido. Una vez hecha la travesura, perdieron 116-98.

Puedes leer el artículo completo de forma gratuita en la revista JotDown

sábado, septiembre 29, 2012

Cuatro años después


No sé decir si fui especialmente feliz en esta casa. El análisis más fácil dice que llegué sano y salí algo pocho, pero eso sería comerse muchas cosas entre medias. Por ejemplo, entré con 0 followers y ahora tengo 2144 según las últimas estimaciones. No sé, es una manera de decir que profesionalmente he crecido, supongo, aunque eso tampoco está tan claro porque yo llegué con un puesto de interino en la Escuela Oficial de Idiomas, cobrando un dineral, con miles de euros en la cuenta heredados de mi abuela a través de mi madre y salgo emitiendo facturas que a veces cobro en dos semanas y a veces en tres meses. Si las cobro.

La popularidad, como ven, no es indicio de casi nada.

Yo soñaba con un pisito de soltero para celebrar mi treintena y lo cierto es que hasta que apareció la Chica Diploma aquí no se quedó a dormir ni una mujer. Bueno, exagero, hubo tres antes, pero una era mi mejor amiga e iba completamente borracha, lo que me condenó a una dura noche de sofá abrigado por una manta raída. No han sido años fáciles, no tengo el recuerdo de que hayan sido fáciles. Por ejemplo, 2004-2008 fue un período con muchas cosas horribles pero sin tantas responsabilidades, cuatro años que pasaron como si nada, se esfumaron. Estos últimos cuatro no. Han sido un camino largo y tortuoso a través de expectativas y realidades confusas.

Dos veces me inundaron la casa, aparecieron diversos insectos -no demasiados-, me cansé de subir y bajar tres pisos sin ascensor y a partir de determinado momento, puede que fuera 2010, esto se convirtió en un edificio en ruinas, en el que pagaba más dinero por el alquiler y cada vez había más taladros en distintos pisos. Creo que me costará recordar mi emancipación con cariño. Creo. Al menos esta casa irá ligada siempre a cuatro años magníficos de Guardiola en el Barcelona, a un par de Nocheviejas espectaculares, alguna celebración de los Goya, visitas inesperadas...

En Churruca escribí "La estética del francotirador", escribí "El Pingüino", escribí y planifiqué "Do not disturb", me reuní con actores para cortos que nunca existieron, hice el guion capítulo a capítulo de toda una primera temporada de una serie de televisión sobre un chico que vivía en Malasaña y era actor. Terminé de escribir "Gente rara", tuve con Ana Boyero las primeras reuniones para crear Unfollow... En definitiva, en Churruca he hecho muchas cosas pero no sé cuántas he hecho bien. Supongo que era una etapa necesaria hacia la madurez, sea eso lo que sea. Pasé de vivir 31 años en el barrio donde había nacido a vivir cuatro en el barrio donde salía cada fin de semana. Ahora llegan parques y carritos de  niños. El ciclo de la vida.

La primera canción que escuché al llegar fue "Autocrítica", de Vetusta Morla. A la Pícara le parecía muy importante cuál era la primera canción que se escuchaba en un piso nuevo. No sé cuál será la última. Dudo entre repetir o irme a "Los días raros".

viernes, septiembre 28, 2012

Kurt Cobain y Nirvana en la COPE

El programa, como no podía ser de otra manera, empezó con esto:

Y acabó lógicamente, con esto otro:



Si quieren saber qué pasó en medio, pulsen este enlace.

jueves, septiembre 27, 2012

This is how I love you, baby



Ya de adolescente era muy fan de Paul Simon. No digo de Simon y Garfunkel, digo de Paul Simon. Eran los tiempos de “Graceland” y de “The Rhythm of Saints” y, básicamente, aquel tipo bajito de Nueva York era un hombre divertido. En 1991 editó un magnífico doble disco llamado “Concert in the Park” y que incluía algunos de sus éxitos en solitario mezclados con la nostalgia garfunkeliana en un directo impresionante, con una banda de músicos descomunal.

Mi canción favorita de Paul Simon ha ido variando con los años pero siempre ha tenido que ver con mujeres. En mi juventud más juguetona podía escuchar una y otra vez aquello de “She looked me over and I guess she thought I was alright… alright in a sort of a limited way for an off-night” y a la vez imaginar lo que sería un encuentro con una mujer preciosa y una seducción inmediata, ingeniosa, de película de Woody Allen. Años después, cuando me dediqué a dejar mujeres de una manera absurda y enamorarme a su vez de chicas con novio, tiré al “50 ways to leave your lover”, que es una elección muy lógica.

Nunca renuncié a “Graceland”-“I feel  I´m obliged to defend every loving, every ending… or maybe there´s no obligation now-  ni al “She moves on”, por supuesto, con su “She said, maybe these emotions are as near to love as love will ever be… so I agreed”, y en general lo que siempre me ha fascinado de Simon es su capacidad para la sonrisa nostálgica, ese punto en el que las canciones son recuerdos de relaciones pasadas, chicas que llegaron y se fueron, pero que, a diferencia de una canción de Joaquín Sabina, supieron guardar un recuerdo especial, como si cada ruptura hubiera sido la primera ruptura, la del quinceañero que vuelve a abrir el libro de clase y encuentra la foto de la niña con gafas o un divorcio traumático pero superado, tras el que queda un cariño enorme.

Por ahí creo que va “Train in the distance”, aunque es una letra en ocasiones confusa. El único “pero” que se le puede poner a Simon es precisamente que quiere contar demasiadas cosas en poco tiempo y se ha negado a ser Leonard Cohen y componer canciones de siete minutos. Para eso está Nacho Vegas. En esa canción, Simon habla de un hombre que conoce a una mujer hermosísima y decide conquistarla –por lo que se ve, esa ha sido la historia de su vida y yo me quito el sombrero-, las cosas van bien, tienen un hijo, todo se complica y lo que queda entre ellos es una relación de amigos que en el fondo siempre mantendrán, porque la realidad es una cosa y el amor no es más que un tren que a lo lejos suena bien pero al que es mejor no acercarse.

“But from time to time, he makes her laugh, she cooks a meal or two…”, dice Simon, y a mí eso me parece precioso porque creo que resume la relación que he mantenido con casi todas mis ex, que, pese a lo que pueda parecer en este post, han sido más bien pocas: de vez en cuando intento hacerlas reír, ellas no cocinan pero me invitan a pollo con patatas en el Malaspina. Sé que no siempre es posible, pero compartir la melancolía es una de las cosas más bonitas del mundo, solo por debajo de compartir la realidad, porque la realidad, no lo olvidemos, al final siempre gana, no hay atajos, y lo mejor, como dice la chica aturdida de “Hearts and Bones” tras una noche de viaje en coche al sur de los Estados Unidos, cerca de Nuevo Méjico, es que a uno le quieran como es y en el momento en que lo es. “Que no nos vendamos simulacros”, que diría Benedetti.

Solo que eso es complicado y da miedo pedirlo, por eso la chica lo hace con una timidez entrañable: “Why don´t you love me for who I am, where I am?”, lo que casi obliga al chico, al nostálgico prematuro, a contestarle: “Because that´s not the way the world goes, baby… This is how I love you, baby, this is how I love you, baby”.

Post publicado originalmente en el blog de Juanan Salmerón, un regalo que comparto ahora con todos ustedes.

lunes, septiembre 24, 2012

Greg LeMond, la historia de un corredor maldito



En 1991, Luis Ocaña se metía con el culo de LeMond. “Mirad qué culo tiene, con ese culo no se puede ganar el Tour”, repetía el conquense en la radio frente a los que consideraban que el americano era el máximo favorito para ganar la carrera. En el mundo del ciclismo, especialmente en los 90, el volumen del culo era uno de los indicativos del estado de forma en el que se llegaba a una competición. LeMond venía de ganar tres Tours, dos de ellos consecutivos en 1989 y 1990 y durante la primera semana siguió siendo la gran amenaza, colándose en la fuga adecuada, haciendo una excelente contrarreloj —segundo, por muy pocos segundos, tras Miguel Induráin— y acechando el liderato del sorprendente Luc Leblanc.

Sin embargo, Ocaña tenía razón. El culo de LeMond le traicionó subiendo los últimos dos kilómetros del Tourmalet en la segunda etapa pirenaica y poco a poco fue perdiendo metros con los favoritos. Para cuando quiso recuperar en el descenso, Induráin y Chiappucci ya no estaban ahí. Pronto tampoco estaría Bugno. LeMond, desfondado, perdería una minutada en la llegada a Val Louron y con ella todas las aspiraciones a ganar la carrera.

A pesar de llevar dando guerra desde 1983, cuando se proclamó Campeón del Mundo en ruta, el estadounidense era un corredor relativamente joven, 30 años, solo tres más que los propios Induráin y Bugno. De joven figura había pasado a gregario de Hinault y luego a su sucesor tras la victoria en París en 1986 soportando las mil y una puñaladas que el bretón intentó asestarle mientras le “ayudaba” a ganar su primer Tour, algo parecido a lo que pasaría 23 años después con Armstrong y Contador. Cuando estaba en lo más alto de su carrera deportiva, un accidente de caza casi le mata, sin exagerar. Después de dos años en blanco, prácticamente nadie confiaba en su vuelta al pelotón, pero sorprendió al mundo desde el modestísimo ADR, un equipo muy menor, levantándole el Tour de 1989 a Fignon delante de todos sus vecinos en una épica contrarreloj final.

Al año siguiente, repitió victoria, dejando que Chiappucci se llevara toda la gloria pero arrebatándole de nuevo el maillot amarillo en la penúltima etapa: un trabajo muy profesional y ponderado. No aparecían rivales en el horizonte, tercero aquel año fue Erik Breukink y cuarto, Perico Delgado, ya en el inicio de un lento declive.

Sin embargo, Tourmalet 1991 supuso un punto de inflexión. A LeMond se le reprochaba que apareciera solo en el Tour pero él lo explicó así el día de su retirada: “En los últimos siete años, solo me he sentido bien durante cuatro meses. En esos cuatro meses conseguí ganar dos Tours y un Mundial (el de 1989)”. Terminó aquel año sin victorias y en 1992 logró el que sería su último triunfo, en el Tour DuPont, una modesta vuelta por etapas organizada en Estados Unidos en homenaje a la carrera francesa. En cuanto al propio Tour, ya estuvo a punto de llegar fuera de control en Sestrières, cuando perdió 50 minutos con respecto a Chiappucci y acabó bajándose de la bici al día siguiente, camino de L´Alpe D´Huez, mientras su compatriota Andrew Hampsten ganaba la etapa.

Su fichaje por el GAN francés no mejoró las cosas: en 1993 ni siquiera pudo participar en ninguna gran vuelta, completamente desfondado y agotado, sin capacidad para entrenarse y con serias dudas acerca de su futuro profesional. La idea de LeMond era seguir en activo hasta 1996, para poder participar en la contrarreloj de los Juegos Olímpicos de Atlanta, en su país, el primer año que esta categoría se iba a disputar, el terreno en el que había marcado diferencias hasta la llegada de Induráin.

1994 no empezó tan mal: LeMond se sentía mejor, menos enfermo. Tenía unos 40 perdigones aún metidos en el cuerpo desde 1987, pero las piernas iban más ágiles… o eso creía él. La realidad se empeñaba en demostrar lo contrario: cuando necesitaba ese punto extra, no llegaba. Los rivales cada vez eran más fuertes, más potentes, más todoterreno y corrían con un hematocrito más alto. Se presentó en la salida del Tour de Francia por cumplir con su patrocinador y a la vez con la sensación de que quizá pudiera disfrutar de otro mes mágico, un quinto mes a añadir a la cuenta y que le permitiera al menos el brillo puntual en alguna etapa o una clasificación general decente.

En el prólogo acabó en un honroso 22º lugar, a casi un minuto de Chris Boardman, la estrella del momento en este tipo de contrarrelojes cortas y compañero de equipo en el GAN. Induráin quedó segundo, seguido de Rominger y Zülle. LeMond terminó apenas dos segundos por detrás de su compatriota Armstrong y consiguió superar a ilustres como Jalabert, Mauri, Virenque, Dufaux, Pantani o, sobre todo, Bugno. El desastre no tardaría en llegar: en la tercera etapa en línea, que pasaba por el recién construido Eurotúnel, LeMond, como tantos otros, no puede resistir el ataque final de Museeuw y al día siguiente, en una intrascendente llegada a Brighton, paseo por tierras inglesas, queda cortado en uno de los múltiples abanicos y caídas y llega con un pequeño grupo a más de cinco minutos de los ganadores.

Un par de días después, en la sexta etapa, entre Cherburgo y Rennes, LeMond va sufriendo como un perro. A su fatiga habitual se le suman un par de averías desesperantes que le obligan a esfuerzos durísimos para juntarse con un pelotón que va a toda velocidad y no espera a nadie. Bortolami, Yates, Abdoujaparov, Bontempi, Zberg, Heppner y Frankie Andreu se juegan el triunfo de etapa en una escapada de enorme talento mientras Greg ve que no puede más, que no tiene sentido tanto sufrimiento para ni siquiera acabar entre los cien primeros de su carrera.

En el kilómetro 178 de aquel sábado 9 de julio de 1994, se baja de la bicicleta, la deja en el coche de equipo y se monta rumbo a la meta en cuatro ruedas. A su llegada, afirmará: “Tengo una infección en la sangre producto del plomo acumulado en el cuerpo”. Cuando le preguntan por la retirada, insiste: “Quiero llegar a los Juegos de Atlanta… Si consigo curarme, mi objetivo es ese”. A LeMond le ofrecen probar con la efedrina, una sustancia potencialmente dopante que requiere vigilancia médica, sigue con los entrenamientos y dejó que el año vaya pasando sin participar en carrera alguna…

Finalmente, el 3 de diciembre de 1994, en una rueda de prensa para presentar un proyecto benéfico, anuncia en palabras lo que todo el mundo sabía en hechos: “Me retiro”. La infección en la sangre pasa a llevar el nombre de miopatía mitocondrial, una enfermedad rarísima, según su médico y que, efectivamente, puede —o no— estar relacionada con el accidente de caza. La crónica del Los Angeles Times afirma que, pese a su estado, podrá llevar una vida normal y él mismo declara que su objetivo a corto plazo es irse a Montana y ponerse a pescar.

Desgraciadamente, desde su retirada, su vida ha tenido poco de normal. Convertido en adalid de la lucha anti-dopaje y enemigo íntimo de Lance Armstrong, LeMond ha colaborado con todas y cada una de las investigaciones que se han llevado a cabo en Estados Unidos contra el US Postal, causándole graves perjuicios económicos y unas presiones terribles del entorno del siete veces campeón del Tour, quienes incluso amenazaron con revelar públicamente los abusos sexuales que LeMond había recibido de pequeño por parte de un familiar.

El propio ex corredor tuvo que adelantarse y anunciarlo en rueda de prensa. Desde entonces, los patrocinadores para sus diversas fundaciones y empresas han ido desapareciendo misteriosamente y en su país apenas se recuerdan sus tres Tours sino su enfrentamiento personal con el nuevo gran ídolo. Los países tienen poca memoria. LeMond tuvo una infancia miserable, una adolescencia-juventud con difícil adaptación a Europa y una madurez profesional terrible, sumando una enfermedad tras otra y siempre marcado por aquel infausto día de caza en el que su cuñado le confundió con un alce. Incluso cuando debería estar descansando, le ha tocado pelear, como si no pudiera escapar de una maldición, igual que tantas otras estrellas quemadas del deporte profesional. Igual, sin ir más lejos, y salvando las distancias, que el propio Ocaña.

Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "El último baile"

sábado, septiembre 22, 2012

De Charles Chaplin a Joseph McCarthy, una historia de caza de brujas


Después de los Juegos Olímpicos que jamás se celebraron durante la II Guerra Mundial y la conmoción de la retirada de Induráin, la "historia de la Historia" que tocó el jueves en La Noche de la Cope fue la Caza de Brujas, empezando muy sutilmente con Charles Chaplin y su "Candilejas", la rocambolesca historia de su estreno/no estreno en Estados Unidos, la prohibición de entrada en el país, el Comité de Actividades Antiamericanas, Eisenhower, Hoover, McCarthy... y de ahí a las listas negras, las persecuciones, la paranoia de terror, que acaba cuando McCarthy se llena de balón y mete la pata hasta el fondo.

Dos años después, muere, a los 48, de una cirrosis. Era alcohólico y homosexual encubierto.

Si quieres escuchar la charla, puedes hacerlo pulsando este enlace.

jueves, septiembre 20, 2012

Flores en el mar


Era la época en la que me presentaba a premios literarios y, como todo escritor novel, lo hacía al peso. Una tarde me llegó una carta desde Constantí, Tarragona, un pueblo que por supuesto no conocía. Organizaban algo llamado "Historias de vida" y combinaban la publicación en catalán y en castellano. El premio no era otra cosa que la publicación conjunta de los relatos pero a mí me hizo la misma ilusión que si me hubieran dado diez mil euros. Quizás un poco menos.

Mi historia de vida, además, no tenía nada que ver con Tarragona y me impresionaba que les hubiera podido interesar. Mi historia de vida era la historia de un chico y una chica que van a un concierto de Jorge Drexler en Galileo. Se gustan. A él le gusta ella, al menos, y juntos van pasando estaciones, miedos y sonrisas hasta que en el bis, Drexler se decide a cantar la canción que da título a este post y todo el mundo aplaude arrebatado. Después, los chicos bajan al metro de Canal, se paran en Cartagena, andan un rato por el barrio de Prosperidad y al final se separan en el portal de ella, con la M-30 de fondo, calle Santa Hortensia.

Como ven, vida hay mucha pero vida de Constantí, no especialmente. Mi otro gran premio literario me lo dio una asociación cultural sevillana por un relato sobre la Universidad Autónoma de Madrid, así que no hagan mucho caso a los tácticos y escriban un poco lo que les dé la gana.

El caso es que la ceremonia de entrega de premios era un sábado y yo trabajaba hasta el viernes por la noche en una cadena de hoteles que me ofrecía una posible estancia en Cambrils, pero no tenía manera de ir desde Cambrils a Constantí y, sinceramente, no sabía qué distancia había entre lo dos lugares. La idea era ir acompañado por L., no solo porque fuera mi novia, que también, sino porque la chica del relato era ella y el chico del relato era yo. Lo extraño, lo verdaderamente extraño, y supongo que esto era sintomático de todo lo que vendría después, es que no nos dejáramos la vida por ir ahí y recibir ese premio juntos. Hoy, sin duda, con diez años más, lo habría hecho.

Mi jefa, sin ir más lejos, no lo entendía. Mi jefa no era la persona más simpática del mundo y no lo podía ser porque trabajaba en un call-center donde cada semana se despedía a cinco o seis personas. Así es difícil estrechar lazos y más que una jefa de equipo es fácil convertirse en una oncóloga, pero ella insistía: "Ve, te damos un día libre, tiene que ir".

No había dinero y no había ganas, supongo, y en la distancia me parece una pena. Las cosas con L. obviamente no fueron bien y no han mejorado mucho desde entonces. Eso también me parece una pena, por cierto. Días más tarde llegó a casa un libro con todos los relatos, incluido el mío. Se llamaba "Flores en el mar", como ya habrán supuesto. Pedí más y se los di a mi madre y a mi abuela. Este último lo dediqué con un "A la abuela de un futuro premio Nobel" y cuando lo leo, una década más tarde, no pienso en lo petardo y pretencioso que fui sino en lo mucho que quería a mi abuela, en lo que quise a L. y en la tremenda carambola de que la una pasara sus últimos días en una residencia, justo enfrente del portal de la otra, el portal del relato, mientras escuchaba el último disco de Jorge Drexler y veía España Directo.

miércoles, septiembre 19, 2012

Tyler Hamilton: dopaje masivo y médicos españoles



“La carrera secreta”, el libro autobiográfico escrito por Tyler Hamilton con la ayuda del periodista Daniel Coyle, ha sido presentado por la prensa como un ataque contra Lance Armstrong y, de hecho, la mayoría de los pasajes filtrados por la editorial tienen que ver con el siete veces ganador del Tour, lo que hace que en España se pierda un poco la perspectiva del libro, como es lógico, porque el lector español no es el destinatario final sino que lo es el lector americano, quien, normalmente, si le sacas de Lance Armstrong y el Tour de Francia no muestra una gran pasión por el ciclismo.

Me atrevería a decir, incluso, que el libro empeora cuando aparece el ex del US Postal: los pasajes sobre Lance Armstrong resutan demasiado sentimentales: qué gracioso era, qué simpático era, cómo cambió, su mirada me daba miedo y un largo etcétera que acaba en la denuncia de coacciones, amenazas físicas y un matonismo que podemos presuponer en el texano teniendo en cuenta otros comentarios pero que no deben eclipsar lo que Hamilton quiere contar realmente: el dopaje sistemático, equipo por equipo, ciclista por ciclista, durante al menos sus años de profesional en la élite.

Es un libro devastador por la naturalidad con la que Hamilton lo cuenta todo: desde sus principios como neoprofesional sin aspiraciones, sus primeros años en el embrión del US Postal, las carreras en Europa donde apenas podían ir al ritmo de los demás ciclistas en las etapas llanas porque todo el mundo había enloquecido y el equipo insistía en correr paniagua (término escrito en español que el ciclista utiliza en la edición inglesa), acumulando posiciones muy modestas pese a un encomiable tesón competitivo.

La cosa cambia cuando US Postal, viendo como está el patio, decide cambiar a su médico de toda la vida y fichar –oh, sorpresa-  a un médico español, que empieza a preparar junto a Johnny Weltz, en aquel momento director deportivo del equipo y ex corredor de la ONCE de Manolo Saiz y Eufemiano Fuentes, las temporadas a la manera europea, es decir, con huevos de testosterona y bolsitas blancas llenas de EPO en los tiempos en los que la EPO era indetectable en el organismo y no había más indicador que el nivel de hematocrito en sangre, que no podía superar el 50%.

Para que se hagan una idea, el propio Hamilton comenta como rumor que, antes de que se implantara esta norma del 50%, Riis corrió el Tour de 1995 con niveles superiores al 56%. Posteriormente, el cuidador del equipo Telekom afirmaría que en 1996, el Tour que sí ganó el danés, llegaría a superar el 60%, cifra que me parece difícil de creer incluso a nivel médico, pero que es indicativa de la barra libre que estaba de moda en aquellos tiempos. Para los no iniciados, la EPO eleva el número de glóbulos rojos en la sangre, permite una mayor recuperación, oxigena rápidamente el cuerpo cuando es preciso y puede mejorar las prestaciones de un corredor en un 15-20%. Imagínense lo que era para el “pobre” Hamilton correr paniagua. Ni se enteraba de la película.

Afortunadamente, su comprensivo nuevo médico español, en un momento dado, decide darle una oportunidad. Quien dice una oportunidad, dice testosterona. Luego le incluye en el “equipo A” que recibirá bolsitas de EPO para el Tour de Francia. Junto al dopaje vienen las instrucciones: el ciclista se tiene que convertir en un químico para saber cuánto tiempo tarda la sustancia en hacer efecto, cuándo la elimina el cuerpo de manera que no pueda ser detectada, cómo bajar y subir el hematocrito según la hora a la que vengan los “vampiros” a hacer el análisis correspondiente y un largo etcétera de reglas de  las que depende el resto de su carrera deportiva.

El ciclista alemán Bernhard Kohl, tercero en el Tour de 2008 y líder de la montaña de aquella edición tras varias exhibiciones, ya declaró después de dar positivo en aquella misma carrera: “Me han hecho pruebas anti-doping 200 veces en mi carrera, en 100 iba dopado. Solo me han pillado en una, en las otras 99 no encontraron nada. Creo que el problema es que el ciclista ha acabado por sentirse impune”. Efectivamente, eso mismo le pasó a Hamilton y, según él, a todos sus compañeros del US Postal, incluido por supuesto Lance Armstrong, cuya relación con el doctor Michele Ferrari aparece definida en el libro como enfermiza. Una relación que -se sospecha- se alargó incluso a sus años de regreso a la carrera en el Astaná de Contador y después el Radio Shack sin que haya podido probarse...

Puedes seguir leyendo la reseña del libro de Tyler Hamilton de manera completamente gratuita en el Magazine de Martí Perarnau


martes, septiembre 18, 2012

Bjorn Borg, el hombre que no quiso dejar de ser un adolescente



Durante ocho años, el talentoso francés Henri Leconte pudo presumir de haber acabado con la carrera de Björn Borg. Aquello ya tenía algo de extraordinario porque el sueco estaba retirado en la práctica cuando se plantó en la tierra de Sttutgart para jugar en primera ronda ante un rival que por entonces se manejaba con soltura entre los 25 mejores del mundo. Fue un partido con poca historia: 6-3, 6-1 para el francés, poco más que una anécdota. Es de suponer que Borg se llevaría su buen dinero por la aparición y de vuelta a Montecarlo a disfrutar del casino y el yate.

Estamos hablando de un mito del tenis de los 70 que llevaba más de un año sin disputar un partido profesional. Después de alejarse de las pistas al acabar 1981, Borg solo había competido en Mónaco, donde residía: en 1982, ganó dos partidos antes de caer avasallado por Yannick Noah. En 1983, ganó precisamente a Leconte para perder en segunda ronda contra el irreductible José Luis Clerc. Desde entonces, nada. Borg acababa de cumplir los 28 años y acumulaba tres torneos en tres años. Su juventud era parte de su leyenda: todos soñaban con un regreso por todo lo alto. Todos menos él, que estaba a otras cosas.

Su último torneo del Grand Slam lo había ganado en París, en sus pistas talismán de Roland Garros, precisamente en 1981. Era su sexta victoria sobre la tierra batida francesa, undécimo grande si contamos las cinco victorias en Wimbledon… y eso que el sueco apenas se acercó una vez a Australia, en 1974, vio cómo estaba aquello de lejos y se volvió a Europa. Después de aquel triunfo, aún llegaría a la final en Wimbledon y en el US Open, donde perdería en ambos casos con el joven John McEnroe. Cuando Borg salió de la pista central de Nueva York antes incluso de que empezara la ceremonia de entrega de títulos, ya sabía que su vida de tenista profesional se había acabado y poco le importaba que la gente le dijera que solo tenía 25 años y seguía entre los tres mejores jugadores del mundo.

Probablemente, Borg intuía que no podía seguir compitiendo con el talento de McEnroe ni con la tenacidad de Connors y Lendl. No, al menos, sin horas y horas de concentración, entrenamiento y dedicación exclusiva. Lo que venía haciendo desde que tenía quince años. Aquella era la cuarta final que perdía en Queens y no tenía demasiado interés en quitarse ninguna espina clavada: era joven, guapo, arrogante y tenía suficiente dinero para permitirse la vida que le diera la gana. Ser un eterno adolescente para poder recuperar el tiempo perdido.

Acabó la temporada jugando solo dos torneos más: Ginebra —donde ganó— y Tokio, donde cayó en segunda ronda. No disputó el Masters y se limitó a guardar un incómodo silencio, acumulando incomparecencias en los grandes torneos. En abril de 1982 se movió unos metros de su casa para jugar el torneo de Montecarlo y no se volvió a saber de él. A finales de aquella temporada, confirmó públicamente lo que todos sabían de facto: ya no iba a volver más, su carrera se acababa a los 26 años. El propio John McEnroe le pidió públicamente que volviera, supongo que para él era mejor jugar contra un iceberg que contra un cyborg como Lendl, pero Borg no hizo caso: jugó los dos partidos mencionados en Montecarlo y aquella especie de exhibición puntuable de Sttutgart ante Leconte de 1983.

Por supuesto, los rumores de retorno continuaron durante unos años, como sucede con cualquier estrella pop, pero Borg era el John Lennon del tenis. No, no y no hasta que, justo cuando la presión había desaparecido, cuando ya casi nadie se acordaba de aquel hombre de melenas que había arrasado en el circuito durante ocho temporadas impecables, Borg anunció su vuelta a las pistas. Su discurso tenía que ver con la necesidad de volver a competir, con una supuesta “deshumanización” del tenis por la aparición de “cañoneros” como Becker o posteriormente Sampras e Ivanisevic, y la voluntad de demostrar que a sus 35 años seguía siendo competitivo, quizá no para aspirar a la victoria en Wimbledon —su gran sueño, de hecho, era participar de nuevo en un Grand Slam, solo participar— pero sí para ir ganando partidos sueltos.
La realidad es que estaba arruinado. Había derrochado en nueve años de retiro los millones de dólares que amasara entre publicidad y victorias en sus nueve años de éxitos.

Borg volvió con canas, pelo ligeramente más corto, piel curtida por el sol y su raqueta de madera. Era una locura. Corría 1991 y el circuito estaba dominado por los Courier, Edberg, Agassi, Sampras, Becker y compañía, jugadores mucho más jóvenes y con una potencia física incomparable a la del veterano sueco. Como lugar de regreso eligió de nuevo Montecarlo. El sorteo lo emparejó con el español Jordi Arrese, un jornalero del tenis que pululaba por el número 52 del ranking pero que se manejaba con soltura en la tierra batida, tanto que el año siguiente sería medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Si la tan anunciada —y bien pagada— vuelta de Borg tenía sentido alguno, se tenía que ver no contra los Courier sino contra los Arrese. El partido duró 78 minutos y el sueco perdió su saque seis veces en apenas ocho juegos al servicio. No es que Arrese estuviera a un nivel descomunal —cedió a su vez tres breaks— pero la diferencia era demasiada entre un profesional del tenis bien entrenado y un buscavidas que intenta el milagro sin preparación durante casi una década. El resultado, 6-2 y 6-3, era demasiado contundente como para imaginar que Borg pudiera seguir manchando su nombre. De hecho, durante un tiempo, pareció que sería así: no volvió a competir en todo 1991.

Sin embargo, los problemas de dinero no desaparecieron, y a punto de cumplir los 36, ya con una raqueta en condiciones, Björn volvió al circuito de manera más o menos estable: hasta nueve torneos profesionales jugaría aquella temporada, cosechando nueve derrotas, incapaz de ganar un solo set y acabando el año con un terrible 6-0, 6-4 en Toulouse ante Lionel Roux, por entonces, el 196º del mundo. Según las estadísticas oficiales, aquel año Borg se embolsó 26.390 dólares por sus apariciones en los diferentes torneos. Esa cifra apenas le daría para pagar los gastos de desplazamientos y hoteles, hay que suponer que la cantidad embolsada en patrocinios puntuales y dinero bajo mano por parte de los organizadores superaba con mucho esa cifra.

Habían pasado dos años desde su vuelta a la ATP y Borg tenía aún que ganar un set a algún rival. El elegido fue Jaime Oncins, un sólido jugador brasileño, número 46 del mundo, que cedió el tie-break del segundo parcial antes de ganar el partido de primera ronda del torneo de San Francisco. La gente se puso de pie y aplaudió al sueco como si hubiera ganado a Connors en sus buenos tiempos. La historia se repitió un mes más tarde, en marzo de 1993, contra el portugués Cunha-Silva, con el fugaz torneo en pista cubierta de Zaragoza como escenario: 1-6, 7-5, 5-7. Vale que Silva no estaba ni entre los cien mejores del ranking, pero parecía que Borg se iba acercando a un nivel decente. En junio cumpliría 37 años, la broma no podía durar mucho más tiempo.

Cuando se saltó el tradicional torneo de Montecarlo, pareció que la aventura había llegado a su final. Por un lado, uno sentía la lástima habitual de dejar de ver a una leyenda viva compitiendo con la clase media de un deporte tan elitista, y por el otro agradecía que el esperpento acabara. Borg había sido demasiado grande como para estar arrastrándose ante Oncins y Silvas. Quizá picado por conseguir al menos una victoria que justificara deportivamente el regreso o quizá porque Rusia ya se había convertido en un estado controlado por oligarquías muy adineradas, el caso es que el sueco eligió la Kremlin Cup de Moscú como último destino del viaje.

El sorteo no le fue especialmente benévolo: en primera ronda le tocó un local, Alexander Volkov, número 17 del mundo, el ranking más alto al que había tenido que enfrentarse Borg desde marzo de 1983.
Aquel miércoles 10 de noviembre de 1993 estaba marcado como el último de una de las carreras más exitosas y rocambolescas de la historia del tenis. Era impensable que Volkov fuera a tener problemas para doblegar a su rival, pero algo sucedió que sorprendió al ruso y a todos sus compatriotas: de repente, Borg volvía a sacar como antes. Apoyado en doce aces y un 88% de puntos ganados con el primer servicio, el sueco ganó el primer set con cierta holgura (6-4). El mismísimo Boris Yeltsin miraba anonadado y a la vez divertido desde el banco. Un partido más de Borg, que ya había empezado a hacer sus pinitos en el circuito senior, costaría a los organizadores un montón de dinero… pero también le daría muchísima publicidad al torneo. Si era a expensas del chaval de 23 años, no había problemas.

Volkov se rehízo en el segundo set (6-3) y todo quedó para el tercero. Borg se resistía como gato panza arriba. En la memoria de ambos estaba el recuerdo del partido que habían disputado año y medio antes en Estados Unidos, en el Campeonato Profesional de los EEUU, un torneo no puntuable para la ATP pero en el que el ex número uno del mundo decidió ganarse un dinero. Ahí, Volkov tuvo que llegar al 7-5 del tercer set para vencer y en Moscú la cosa se pondría aún más complicada, hasta el punto de que, después de casi dos horas de juego, Borg dispuso del primer punto de partido desde que volviera a las canchas, con 6-5 y 30-40 sobre el servicio de Volkov.

Un punto y a segunda ronda de uno de los torneos más caros de la ATP. Eso sería acabar por todo lo alto.
No fue posible. Volkov ganó aquel punto, forzó el tie-break y se llevó el partido al tercer match ball —Borg no se rindió, nunca— con un disputadísimo 9-7 en la muerte súbita. No era un final soñado pero era un final más que aceptable. El público se puso de pie, Yeltsin pidió otra copita y Volkov saludó efusivamente al maestro en la red. “Estoy físicamente preparado para seguir un año más”, diría Borg al anunciar ese mismo día su retirada definitiva, “pero psicológicamente me cuesta afrontar estos desafíos”.

Psicológicamente, su lugar estaba en otro lado. Lo estaba ya con 25 años solo que el dinero hizo que se le olvidara. Con su pelo en una media melena ya blanca, se despidió de la ATP y cobró su último cheque. Desde entonces, combina torneos de veteranos con exhibiciones con apariciones gloriosas para entregar premios a todos los que se han atrevido a batir sus distintos records, como el propio Sampras, Nadal o Federer. A él parece no importarle. En la televisión de plasma se ve todo mucho mejor.

Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "El último baile"

lunes, septiembre 17, 2012

Esperanza Aguirre o el liberalismo a base de purgas


Como la propia Esperanza Aguirre ha manifestado públicamente que su dimisión tiene un fondo personal y ha apelado al "cansancio" y a la necesidad de dedicarse a su familia, permítanme que empiece deseándole lo mejor en ese sentido y que si ese fondo personal o ese cansancio tienen como causa un problema de salud, por supuesto, que lo solucione cuanto antes.

Otra cosa es la gestión de la presidenta de la Comunidad de Madrid durante estos últimos nueve años, que no se puede analizar al hilo de la desgracia o la ventura personal sino de las decisiones políticas. Aguirre ha conseguido pasar por una adalid del "liberalismo" -palabra siempre en su boca para referirse a todo, una especie de "le liberalisme, c´est moi"- y "la libertad", como decía hoy su hagiógrafo Pedro J. Ramírez. El mérito es increíble en una política que ha convertido la purga constante, la amenaza y el "conmigo o contra mí" en su divisa de gobierno, tanto en el PP madrileño como en la propia Comunidad. Rajoy se resistió como gato panza arriba, pero la tendencia de Aguirre de dejarle a los pies de los caballos mediáticos una vez tras otra debe de haberle erosionado lo suyo.

Aguirre venía de la presidencia del Senado cuando Aznar la mandó a la Comunidad de Madrid como sustituta de Gallardón, que había prometido ocho años de mandato y veía más jugosa la alcaldía, admirador como siempre se ha declarado de Enrique Tierno Galván y su manejo de la opinión pública y cultural. En sus primeras elecciones, Aguirre gana pero no consigue la mayoría absoluta, es decir, Aguirre pierde. Gallardón no, gana con mayoría absoluta y sin demasiadas complicaciones en unos comicios marcados por el inicio de la guerra de Irak aquel 2003. Justo cuando la Asamblea se dispone a formarse y Simancas va a ser nombrado presidente electo, surge el caso Tamayo y Sáez y la carrera de Aguirre, condenada a extinguirse, recibe una inesperada segunda oportunidad.

La comisión de investigación, la vergonzosa comisión de investigación posterior, tuvo como presidente a Enrique Granados, por entonces un anónimo diputado que con el tiempo se convertiría en consejero, candidato a heredero y posteriormente sería vaporizado de la noche a la mañana como tantos otros. El representante del PP fue Antonio Beteta, que ocuparía importantes consejerías a cambio y ha acabado de polémico Secretario de Estado en la administración Rajoy. Sobre el tema Tamayo y Sáez ya se habló mucho en su tiempo, no se ha conseguido demostrar nada, así que cerremos el caso.

Aguirre sí tuvo un buen gesto al ordenar la repetición de las elecciones. Algunos lo vieron como un camino corto porque mantener a dos tránsfugas calladitos toda una legislatura habría sido complicado, pero el caso es que esas elecciones de octubre podría haberlas perdido perfectamente. Si no lo hizo fue porque Simancas se lió con el "No es lo mismo" y con la playstation del niño y ahí se marchó su gran oportunidad.

A partir de ahí, Aguirre se mostró como una política de un personalismo preocupante: no solo colocó a todos sus hombres y mujeres de confianza en los puestos de gobierno, dejando de lado a los que llevaban años en el PP de Madrid pero eran "de la cuerda" de Gallardón, sino que fue directamente a por el propio Gallardón, Manuel Cobo y Pío García-Escudero. Como presidenta de la Comunidad prácticamente "exigió" ser elegida presidenta del PP madrileño por delante de todos los que llevaban años, incluso en la oposición de los 80, batiéndose el cobre. El amago de candidatura paralela fue considerado en los medios como un desafío en vez de como lo más normal del mundo.

Una vez en el mando de las dos instituciones de poder, su control fue exhaustivo y basado constantemente en la relación personal y pocas veces en el mérito. Del PP madrileño fueron desapareciendo, como pasara en la Comunidad, todos los chicos de Gallardón o simplemente tuvieron que cambiar de bando ante la necesidad de seguir haciendo carrera política. En la Comunidad tuvo bien clara una cosa: ella quería ser presidenta del Gobierno y para eso necesitaba: A) hacer las cosas bien en Madrid y B) tener un grupo afín de periodistas que sirvieran de altavoz para todo lo que hiciera.

Lo primero es discutible aunque las urnas le hayan dado la razón dos veces más. Su empeño en convertirse en la Margaret Thatcher española la convirtió en ocasiones en el guiñol de Margaret Thatcher, en una caricatura de la dama de hierro que se enfrenta a todo lo público y no le importa llevarse cualquier palo en aras del bien común de la empresa privada. Los servicios sanitarios empeoraron en algunas cosas y mejoraron en otras. La educación siguió siendo un caos en los medios de acceso -excesivo control de interinos y sindicatos, junto a un desconocimiento total por parte de la presidenta de lo que eran los propios medios de acceso, provocando unos errores de bulto que nadie le hizo ver porque a la emperatriz no se la podía ver desnuda- culminando en la idea de la educación bilingüe, un proyecto ambicioso, bienintencionado pero llevado a la práctica de mala manera, a las bravas y sin ningún tipo de planificación.

Los que hemos trabajado en educación lo sabemos: para tener educación bilingüe hace falta algo más que un cartel, hace falta un profesor que sea bilingüe y experto en su materia. Esa combinación no se da en España y los medios para preparar al profesorado han sido mínimos. Como consecuencia, Aguirre ha optado recientemente por saltarse cualquier convenio y contratar a dedo profesores nativos, tuvieran o no las calificaciones oportunas para impartir las asignaturas designadas, una nueva muestra de la difícil relación de la presidenta con la realidad.

Sin embargo los medios no han explorado en esas cuestiones. Los de izquierdas porque han caído en la caricaturización de la caricatura y se han contagiado de ese odio feroz y reprochable de sindicatos y afines, con lanzamiento de tuppers incluidos, algo intolerable en cualquier democracia. Los de derechas, en muchos casos, porque estaban demasiado presionados: Aguirre quitaba y ponía tertulianos, directores de informativos y decidía coberturas en Telemadrid mientras apretaba las tuercas a periódicos digitales y pequeñas radios ofreciendo publicidad institucional a un precio muy interesante a cambio de un enfoque determinado en las noticias sobre ella. Esto no es hablar por hablar, sé lo que estoy diciendo, al menos en la parte de los periódicos digitales de primera mano y en lo otro, porque aquí nos acabamos conociendo todos.

Purgas, amenazas y control de todos los medios. Para ser una política amante de la libertad, no está nada mal. En medio, insultos, declaraciones altisonantes, enfrentamientos personales con un deje de matonismo intolerable... Coloca de momento en el gobierno a Ignacio González, a quien ya quiso poner por las bravas como presidente de Cajamadrid cuando Cajamadrid era la joya de la corona, pero tuvo que retirar porque Rato era mucho Rato. Descontenta, quizás, porque "el hijoputa" estuviera en el Gobierno y ella no, ha dedicado sus últimos meses a pelear cada medida de Rajoy, en un gesto que no critico porque en el fondo ella se limitaba a un "programa, programa, programa" que era coherente.

El hecho de que el nuevo presidente fuera el último de los no purgados, quien sabe si el siguiente en la lista, no sé si habla bien o mal de sus habilidades como político al servicio de lo público. Al servicio de Aguirre, sin duda, pero de la Comunidad de Madrid está por ver. En medio de todo esto quedan los madrileños, los que eligieron en las urnas hace poco más de un año a Gallardón y a Aguirre para tener que aguantar dos tercios de legislatura con Botella y González. Esa, exactamente esa, es la importancia del ciudadano en la política española, y Aguirre no ha hecho nada por aumentarla, todo lo contrario.

domingo, septiembre 16, 2012

D-Code Festival II. All these things that I´ve done


Hay algo que me gusta en The Killers igual que hay algo que me molesta. Lo que me gusta tiene casi siempre algo que ver con su primer disco y con una cierta alegría juvenil combinada con potencia rockera. Lo que me molesta es la necesidad desde entonces de hacer de cada canción un himno, la banda sonora de un anuncio de Nike, la grandiosidad ampulosa. Eso no quiere decir que no sean buenas canciones, puede que lo sean, pero la insistencia cansa, de manera que un concierto suyo es una montaña rusa de berreos divertidos y bostezos ante temas bíblicos con resolución moral.

Los he visto cuatro veces ya, así que dejémoslo en que tenemos una relación de amor-odio. Sinceramente, creo que ha llegado el momento en el que si no fuera con Fer Cabezas el concierto se me haría muy cuesta arriba.

En cualquier caso, no fueron lo mejor del sábado en la Ciudad Universitaria. Llegamos para ver a Supersubmarina, un grupo del que había oído hablar mucho pero no había escuchado nada. Me gustaron. Es solo una impresión, pero me gustaron. También me gustaron mucho The Kooks, por supuesto, aunque eso ya lo esperaba. Incluso la versión de Foster The People fue brillante y saben hacer un concierto sin altos y bajos, manteniendo calidad pop, todo muy pop, pero con intensidad. Un grupo llamado a crecer y que en directo funciona como un tiro.

Lo mejor, sin embargo, fueron los Capital Cities, un grupo de Los Angeles que dijo estar tocando ante "el público más grande de su vida". Un gran acierto por parte de la organización, desde luego, y una pequeña exageración por parte del cantante porque no había demasiada gente viéndoles en ese momento, calma tensa entre The Kooks y The Killers. En general, he tenido la sensación de que el recinto no estaba demasiado lleno. No sé, cosas mías. Por supuesto, había colas para comprar comida y bebida y la cola para el servicio de chicas era ridícula... pero eso es por montar mal las cosas, no por un exceso de afluencia.

El recinto de la Ciudad Universitaria es más bien pequeño comparado con el de otros festivales y no estaba ni mucho menos lleno, algo así como media entrada. Estamos hablando de los Killers. Hace tres años vinieron a Madrid y ahí se plantó hasta Ansón en el Palacio de Deportes para lucir palmito. Las entradas se acabaron con muchísima antelación y costaban más o menos lo mismo que el día entero de conciertos del sábado. Aquí es fácil pensar que no se acabó de llenar. La Chica Diploma compró su entrada justo una semana antes y no parecía que la situación fuera demasiado urgente.

No sé, puede que se haya acabado el tiempo de los festivales a 100 euros el abono. No me parece caro si lo comparo con hace tres, cuatro, cinco años, cuando cualquier grupo sueco sacaba un single, se plantaba en la Joy Eslava a 25 euros la entrada y aún tenía que cambiarse el concierto a La Riviera porque la gente no cabía. Son otros tiempos, sin duda, y ahora incluso cuando una china te quiere vender una botella de agua a dos euros fuera del recinto porque al fin y al cabo es cincuenta céntimos más barato, te plantas y le dices: "Te ha costado 30 céntimos, ¿tú también me quieres engañar?" Y si te tienes que morir de sed, pues te mueres.

sábado, septiembre 15, 2012

Festival D-Code I. This time I go for instant street


En los viajes a Santander en autobús, antes y después de la parada de Lerma, me ponía la cinta del "Worst Case Scenario" de dEUS en el walkman y dejaba pasar las horas. La mezclaba con otras recopilaciones de esas que hacíamos en cassette, utilizando un grabador CD-MC y cortando la canción en el momento adecuado. La primera vez que oí hablar del grupo fue en 1994, creo, porque mi hermano había ido al Festival de Reading y me los recomendó, incluso me regaló la dichosa cinta que yo paseaba por los Continental Auto de la península. Al principio me costó entender el disco; después, como todo lo oscuro en aquella época adolescente, me acabó fascinando.

Luego vino una serie de conciertos en varias salas madrileñas. Presentaciones de segundos y terceros discos. No eran un grupo especialmente popular pero sí lo suficiente como para que a mi primo Guille le encantaran, igual que a la Chica Langosta o a mi entonces prima-ahora cuñada. Vivían en Ronda, o al menos algunos de ellos vivían en Ronda y tenían un bar o lo frecuentaban. Había varias versiones al respecto. Del primer disco me gustaba "Suds and Soda", por supuesto, y "Hotellounge", los juegos de violín y los coqueteos con el hip-hop. Del segundo me quedé con el sonido claramente pop, las referencias a Diógenes en la segunda canción del disco -estudié filosofía, esta misma semana he escrito un artículo sobre Aristóteles, Hume, el emotivismo moral... y su relación con la serie "Friends"- y la enigmática "Roses", pasando por esa ternura de "Little Arithmetics" o la aparente puerilidad de "Opening night".

El tercer disco era otra cosa. Lo compré en Toulouse en pleno viaje de visita a la Chica Langosta, en la FNAC que quedaba en el barrio de las afueras, lejos de la burbuja de la ciudad universitaria y sus paredes rosas. Había más rock y había más sorpresas, más juegos. En cierto modo era una evolución lógica del primer disco, solo que cinco años más tarde de lo previsto. Tenía un punto tétrico en "Sister dew", vitalista en "The ideal crash" y contenía una de sus mejores canciones: "Instant street", una mezcla de ritmos sencillos, amables, que ocultaban la historia de una relación horrible, desastrosa, la típica del "quiero y no puedo", para convertirse en una canción obsesiva, circular, casi rabiosa, distorsionada, en dos minutos finales apoteósicos que giraban en torno a unas pocas notas repetidas una y otra vez cada vez con mayor intensidad.

Después les perdí la pista. Sacaron más discos pero no los escuché. Fui a un concierto suyo -yo solo- en la Sala Copérnico en 2005 y me enamoré de su fan número uno, que resultó ser valenciana.

Con todo este bagaje detrás, entenderán que para mí el primer día del D-Code no tuviera nada que ver con Napoleón Solo ni con Kings of Convenience ni con The Shoes ni con Kimbra y mucho menos con Sigur Ros o Justice, cuyos horarios se salen por completo de mis biorritmos. Mi viernes en la Ciudad Universitaria era un viernes de dEUS, de no conocer más de la mitad de las canciones porque ya digo que les perdí el rastro discográfico hace unos trece años, pero de emocionarme con algunas de las "vintage", incluyendo la mencionada "Instant street", "Fell off the floor, man" y acabando con la apoteosis de "Suds and soda".

Últimamente, en los conciertos me encuentro con un problema que antes de las nuevas tecnologías no se podía uno ni plantear: no sé si prefiero el presente o el futuro. Me explico. De repente, el grupo en cuestión toca una canción que a mí me vuelve loco y no sé si ponerme a cantar y a botar y disfrutar el momento o si moderar el entusiasmo, bailotear cámara en mano y grabarlo todo para la posteridad, para poder decir "yo estuve ahí", esa frase que es tan mía.

El presente, en general, saben que se me hace pesado. Un puente entre melancolía y novela, poco más.

En definitiva, que cuando acabó dEUS yo estaba en magnífica compañía pero también acumulaba cansancio de una semana imposible, tenía frío porque allí hace frío -en Malasaña, media hora más tarde, no- había gastado todos mis "tokens" en un bocadillo jurásico y sí, Kimbra me gustó, pero Sigur Ros iba a ser mucho para mí, lo descubrí a la segunda canción, así que preferí guardar fuerzas, volver al metro silbando "Un día en el mundo" -sin razón aparente- y acumular vagones vacíos mientras pensaba en los pocos que estábamos viendo el concierto y por qué nadie más se sabía las letras ni bailaba, es decir, por qué demonios he tenido que acabar haciéndome viejo.

viernes, septiembre 14, 2012

La segunda noche en la COPE


Cajas. O más que cajas, bolsas. Bolsas de basura para los plásticos, para el papel y para la multitud de chorradas que uno acumula en cuatro años de vida. La Chica Diploma me dice: "No guardes tantas cosas, ¿tienes Diógenes, cariño?" Pero la Chica Diploma tiene su habitación en la casa de sus padres y mi habitación en la casa de mi abuela está ahora ocupada por un montón de macetas en la cornisa, que es todo lo que acierto a ver desde la calle, así que no me queda otra que llevarme todos mis recuerdos conmigo, como si me hubiera convertido en mi propio USB, y repartirlos por Legazpi, la Sierra madrileña, San Vicente de la Barquera...

No es la primera vez, pero afortunadamente solo es la segunda. Las mudanzas son terribles porque te recuerdan lo que has sido y pueden pasar dos cosas: que te arrepientas o que lo eches de menos. Normalmente, es una mezcla de ambas, una montaña rusa de sensaciones mientras te subes a sillas o vacías estantes a ras de suelo.

Y lo que queda.

Una desventaja de vivir en el caos -yo vivo en el caos, por eso lo digo- es que cuando empiezas a quitarle capas al desorden se convierte en algo adictivo y lo que empieza por "voy a hacer una caja con libros y algo de ropa" acaba en cinco cajas cerradas, igual que lo que pretende ser un "voy a ir tirando algunos papeles" acaba con dos bolsas de basura llenas y otras dos en el contenedor de papel a las dos de la madrugada. En medio, trabajo de información sobre el golpismo argentino para futuro monográfico, una cosa muy divertida si no tenemos en cuenta los muertos y realmente dramática si los contamos. Un país imposible.

Después, ya saben, las bolsas de papel, el paseo por Barquillo -algo más de frío, jerseycito azul, menos borrachos, agitación en los alrededores de la calle Almirante- la entrada en la COPE, el saludo con Elena, Mónica, David y el técnico -solo me falta el nombre del técnico, mis progresos son espectaculares-, muchos menos nervios, quizá más sueño, colarme en el estudio un poco por hacer algo, entrar en mi sección un poco antes, hablar durante quince minutos de Induráin, repasar audios impagables: el "Me estoy volviendo loco", de Azul y Negro, la retransmisión en directo de TVE con Pedro González de cuando Miguel se bajó de la bicicleta en la Vuelta del 96 y los gritos de Ucelay y García cuando de repente el navarro se quedaba, deshidratado, en las cuestas de Les Arcs, pocos meses antes.

Eufemiano Fuentes, Sabino Padilla, Michele Ferrari, nombres insoslayables... El audio lo tienen en este enlace, a partir del minuto 38 aproximadamente.

Luego, un par de bromas, un abrazo, el taxi de vuelta porque las tres no son las dos más que una vez al año, el sueño espeso, la mañana llena de buenas noticias: los conciertos de Nikki García, el disco de Jorgito Marazu, mi queridísimo Jorgito Marazu, con quien tarareaba en Benidorm aquello de "Aún quedan vicios por perfeccionar en los días raros", las promos de Manuela Moreno con futbolistas del Real Madrid... Uno intenta hacerlo lo mejor posible por conseguir cierto reconocimiento. Una espiral de ego, expectativas y frustraciones, pero verles a ellos, ver cómo ellos se superan, lo consiguen, reciben lo que se merecen, es casi tan bonito como sentirlo en carnes propias.

Porque, ¿quién quiere editores o sueldos teniendo cajas, bolsas, insomnios y una chica preciosa esperándome en la parada de Arganzuela-Planetario? Seamos serios, por favor.

miércoles, septiembre 12, 2012

Alfas y omegas


Recuerdo una cosa del principio de todo esto. Es extraño porque yo generalmente las cosas las recuerdo al cabo de cuatro años y no de dos meses, pero esto debió de ser a finales de julio. Habíamos estado en La Luz, el oncólogo había dado su bendición al tratamiento y al día siguiente teníamos que empezarlo, previa autorización de Adeslas. Mi padre había venido desde Santander para la quimioterapia y yo tenía ese sentimiento de urgencia de "no puedo fallar, no puedo fallar".

Sensación terrible, si la reconocen.

El caso es que perdí el volante del médico. Ni siquiera sé cómo. Tenía que autorizar un volante que no existía. Rebuscaba entre los papeles y me quería echar a llorar. Los ojos se me cerraban de sueño y cansancio, horas de julio buscando carboplatino, y lo único que se me ocurrió fue volver mis pasos hacia atrás: mirar en cada escalón, en el portal, en la calle Churruca medio mojada por una tormenta de verano, la esquina con Apodaca, el camino por Fuencarral hasta el metro de Bilbao, incluso llegando a las taquillas. En la tienda de chinos, pregunté -había comprado algo, no viene al caso- y me miraron con una cara extrañísima, como quien ve a un fantasma.

Ese era yo: un fantasma. Vagaba por Malasaña en medio de la algarabía de las vacaciones ajenas y me machacaba con culpabilidades. La Chica Diploma me pedía paciencia, pero yo solo podía mirar a la acera e investigar restos de un papel que, por lo demás, estuviera donde estuviera, tenía que estar ya empapado y probablemente roto en pedazos.

El recuerdo es ese, simplemente se me ha venido en la cabeza, no sé por qué. Días de planta tercera y quimioterapia en San Francisco de Asís. Más papeleos. Sofás y camas y la alternancia de la enfermedad multiplicada por veinte habitaciones y la sonrisa de mi sobrina intentando comerse unos muñecos de trapo. Alfas y omegas. O al revés. El problema de todo esto es que en medio quedo yo y no sé muy bien qué hacer conmigo. Tiro adelante. Clases de inglés sacadas de la adrenalina. Llamadas a Lichis y a la hija de Saza. Emails a ex ministros y diputadas del Congreso.

Dicen que sigo temblando y gritando por las noches. Eso explicaría el cansancio del resto del día, llegando a límites de mareo y debilidad extrema que se van pasando según se acerca la hora precisamente de descansar. Eso lo explicaría, digo, pero por supuesto, yo, hipocondríaco acompañante de planta tercera, pienso en riñones, hígados, bazos, leucemias... ¿Y saben una cosa? Que llega un momento en el que ya hasta me da igual. Aprieto los dientes y para adelante. Hasta que sangre.

Cualquier cosa, siempre, hasta que sangre.

lunes, septiembre 10, 2012

Novela y cáncer


El problema es que la historia de ese día se quede coja, porque era una historia tremenda, tan tremenda que no podía ser real: empezar por la llamada del editor desde Barcelona, su medido entusiasmo, su noche sin parar de leer, su 90% de posibilidades de publicación, sus pequeños retoques, sus personajes que quizá haya que cambiar, su reunión en Madrid... en definitiva, el sueño de una vida como novelista por fin cumplido y a los veinte segundos de colgar, la llamada desde Santander para decir que mi padre tiene cáncer con metástasis.

La historia era esa, sin retoques: iba a publicar mi primera novela y mi padre estaba en un hospital de Torrelavega con un Estadio IV como una casa, todo en medio minuto.

No voy a decir que una cosa compensara la otra, pero digamos que la amortiguaba. Narrativamente, quiero decir, porque si le preguntáramos a mi padre si le parece bien tener cáncer a cambio de que yo publique una novela, entendería perfectamente que contestase que no. Eso en el caso de que mi padre alguna vez se interesara por que yo escribiera novelas, que ese es otro tema aparte.

El asunto es que tras la historia, como ocurre siempre, lo que queda es la realidad y la realidad es que no hay novela pero sigue habiendo cáncer. Eso a mi padre, ya digo, le da igual, pero a mí me toca un poco las narices, porque de ilusiones también se vive y esta era de las grandes y cuando vuelves a casa después de un día de análisis de sangre, consultas médicas, volantes autorizados, fechas para más pruebas, consultas, quimioterapias... espera algo más que recibir un email de cinco líneas (contadas) que venga a decir "oye, lo he pensado mejor y al final no me interesas".

Que puede que sea la manera de trabajar en el mundo editorial o en el mundo cultural español en general, no lo niego, pero no es una manera humana de trabajar, es una manera cuando menos grosera y cosificadora y eso no tiene que ver con el hecho de que uno sea escritor. Así no se trata ni a un notario ni a un camarero. A nadie. No hay ninguna obligación moral que proteja la publicación de mi novela -es una novela, ni más ni menos, hay miles escribiéndose en este momento- pero sí tengo la sensación de que las relaciones de trabajo, las relaciones en general, están demasiado basadas en relaciones de poder y eso me jode. No por no tener el poder, se entiende, sino porque las cosas no deberían ser así.

¿Y cómo deberían ser? Ni puta idea, pero así, no.

viernes, septiembre 07, 2012

La primera noche en La Noche de Cope


Como los becarios, como los meritorios que temen llegar tarde su primer día de trabajo, me planto en el estudio de la COPE a las dos de la mañana. Para mí, es tardísimo. Para producción es muy pronto porque me quedan tres cuartos de hora hasta mi intervención, pero, en fin, yo sabré. Estoy nervioso. No sé si decirlo o no porque hasta cierto punto decir algo es una manera de legitimar que ocurra. Me explico: si digo "Buf, qué nervioso estoy" y luego frente al micrófono me tiemblan las piernas y la voz, sudan las manos, se pierde la mirada... mi primer día se convertirá en el último y encima podré plantarme muy serio y decir: "Ojo, que lo avisé".

Uno no puede avisar de que va a hacer mal su trabajo, así que mi opción es no decir nada y hacer lo posible por tranquilizarme. Si luego llega el ataque de pánico que todo el mundo se maraville: "¡Con lo tranquilo que parecía!"

Voy y vengo a la máquina de vending, ese enorme recurso de los trabajos de madrugada. En mi último trabajo de madrugada aún funcionábamos con pesetas y cuando una bolsa de frutos secos no caía, volcábamos la máquina hacia delante para hacerla caer. Luego descubrimos que la maniobra servía en general para hacer caer cualquier cosa, la hubieras pagado antes o no, y se convirtió en un hábito.

En la COPE no. En la COPE soy el pardillo número uno, el que llega pronto y se le comen 75 céntimos por no saber cómo sacar unas patatas. Al final lo consigo y ahí me pongo, mirando a Lartaun desde el otro lado del estudio y haciéndome a la idea de que el tiempo va pasando mientras bebo agua y mastico lentamente. Durante un momento, barajé la posibilidad de aguantar de juerga hasta la hora de mi colaboración. Emborracharme rodeado de actrices y luego abrazarme a Lartaun en directo y decirle: "Olvida a Hitler, tú eres mi amigo, nada nos va a separar". Luego llegaron los nervios que se mencionan al inicio de este post y, como suelo hacer cuando me pongo nervioso, me recluí en casa a ver partidos de tenis y repasar el guion una y otra vez. El mismo guion que uno de los chicos me fotocopia para que pueda volver a leerlo y que está en la mesa por duplicado, una copia para el jefe, otra para mí.

En el estudio somos tres: Lartaun, la chica que introduce las secciones y los comentarios de los oyentes -no me sé el nombre, no me sé ningún nombre, yo soy "el nuevo", ellos son "ellos", siempre ha sido así, denme dos semanas, quizá tres- y yo. Yo ya no estoy nervioso, para su información. He estado hablando de discos de Blur y Oasis sin venir a cuento y me he sentido perfectamente capaz de hablar de cualquier otra cosa. Luego llega la adrenalina. La adrenalina lo es todo. Lo aprendí en concursos de televisión. Es lo que te ayuda a decir que Japón controlaba las islas del Pacífico aunque luego te pases la noche pensando que has dicho que controlaba las del Atlántico, que eso sí que sería un señor Imperio y lo demás son tonterías.

La adrenalina es lo que hace que no te enteres de nada, estés en una burbuja durante diez minutos, haciendo lo que se supone que tienes que hacer y punto e intentar ser el tío más simpático y más listo del mundo hasta que den las señales horarias de las tres y caminar de vuelta a casa esquivando borrachos pensando: "Lo he hecho fatal, lo he hecho fatal", básicamente porque no sabes qué demonios has hecho, no consigues recordar nada. Fanfarrias y discursos de Hirohito.

Solo que cuando llegas a casa -el tenis sigue, el tenis siempre sigue- y actualizas compulsivamente la página con los podcasts descubres que no estuvo tan mal, que incluso estuvo bien, que al menos colocaste a Japón en su Océano y efectivamente parecía que sabías de lo que estabas hablando, que es lo difícil. No porque no lo supiera, que el tema me lo sé de memoria, sino por parecerlo.

Por si acaso, escuchen aquí y decidan. A partir del minuto 42 aproximadamente.

jueves, septiembre 06, 2012

La penosa Vuelta a España de RTVE



Parece haber un acuerdo general dentro del mundo del ciclismo en que la Vuelta a España se ha convertido en la más atractiva de las tres grandes rondas por etapas. A ello ha contribuido un descenso en la calidad de participantes en el pasado Tour, de un recorrido soporífero, y el habitual desprecio con el que miramos el Giro, competición apasionante que este año se llevó Ryder Hesjedal, un corredor menor que supo aguantar la dura montaña quizá por la ausencia de grandes competidores. Segundo fue “Purito” Rodríguez.

Estamos en un momento de impasse, a la espera de las grandes estrellas del futuro, que probablemente se llamen Sagan o Boasson Hagen, si se deciden a competir también cuesta arriba, algo que, por su juventud, no hay que descartar. Estos deberían ser los años de Contador, Schleck, Nibali o Froome pero se han convertido en los años de Bradley Wiggins, un fuera de clase en el velódromo pero que hasta esta temporada había mostrado serios déficits a la hora de aguantar tres semanas subiendo y bajando puertos.

El recorrido de la Vuelta pretendía dar un empujón a la fiebre del aficionado con unas etapas al gusto de los corredores españoles. ¿Quiénes son las grandes figuras de nuestro ciclismo? Valverde, Contador y Purito. ¿Qué tipo de corredores son? Explosivos, de fuertes demarrajes, sólidos en la montaña y, excepto en el caso de Contador, muy flojos en la contrarreloj. La solución ha sido poner once finales en alto y una sola crono, que prácticamente era una cronoescalada, con casi 20 kilómetros de ascenso y descenso, ideal para Rodríguez y Valverde, muy lejos de las capacidades ideales de Contador o Froome.

Este intento de buscar puertos nunca hallados, paredes del 15-20% donde los corredores se retuercen durante tres kilómetros, me parece un error cuando se hace etapa sí, etapa también. De acuerdo, sirvieron para eliminar cualquier opción extranjera, incluidos Froome o Gesink, pero lo cierto es que entre los tres favoritos, día tras día, no había diferencias: Rodríguez, Valverde, Contador… Valverde, Contador, Rodríguez… los tres llegaban con pocos segundos de diferencia después de un sprint final con bonificaciones incluidas. Se llegó al punto ridículo de terminar una etapa en el puerto donde entrena habitualmente el líder de la carrera y la siguiente justo en su ciudad natal.

Un par de etapas de este tipo habrían estado bien si se hubieran combinado con una buena crono y más jornadas de emboscadas, duras, ideales para la “pájara”, como fue la de Fuente Dé. El éxito de Fuente Dé es paradójicamente el fracaso de la organización de la Vuelta y su objetivo de, como dice el periodista Daniel Cana, llenar YouTube de vídeos espectaculares de diez minutos de ascensión salvaje. Pasarán los años, los aficionados recordarán la Vuelta que ganó Contador con su ataque en Cantabria… y nadie podrá encontrar un vídeo de aquello porque no existe. No hay imágenes. 29 años más tarde, aún puedo ver cómo Hinault atacaba en Serranillos pero no puedo ver cómo Contador dejaba ayer de rueda a Rodríguez.

Esto nos lleva lógicamente a RTVE. Entiendo que su decisión de empezar las retransmisiones a las cuatro de la tarde y eliminar el tradicional resumen de la tarde-noche es una cuestión contractual con Unipublic, que solo les cede los derechos de la última hora o dos horas de carrera. En cualquier caso, son condiciones inaceptables. Llevamos tres semanas oyendo a Pedro Delgado y Ángel de Andrés hablar de las maravillas de una Vuelta donde las mismas etapas se repetían una y otra vez en flashes de dos kilómetros a tope y que gane el que mejor acelere y justo cuando de verdad hay una etapa de las de hacer afición, RTVE se borra. 
No está ahí. No hay ni una imagen.

El nivel en general de la retransmisión ha sido muy bajo, puede que por el propio cansancio heredado de Tour y Juegos Olímpicos. No lo sé. La pareja De Andrés-Delgado se pierde en ocasiones en un forofismo difícil de explicar en dos profesionales y unas discusiones o conversaciones de barra de bar que no clarifican lo que pasa en la carrera. Súmenle una realización dudosa y un hombre en una moto que da la sensación de estar completamente vendido porque nunca consigue estar en el lugar adecuado dando la información adecuada, y encontrarán motivos para la queja.

Puede que esta Vuelta –por su participación, por su recorrido- haya sido la mejor de los últimos años. Mucho mejor que el Tour, desde luego, esa sucesión de maillots del Sky ocupando toda la calzada… pero si la organización quiere que el mundo entero se tome en serio su carrera tiene que entender que no puede estar diseñada solo para los corredores de casa y que merece una cobertura televisiva de primer nivel. No ha sido el caso y debería dar para reflexionar.

Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"

sábado, septiembre 01, 2012

Sopa fría


A la salida del Picnic un chico se muestra como fan irredento de Sandro Rey y se despide de nosotros diciéndonos "predicciones, buenas noches". Annie Hall les ha robado un cigarrillo y un  mechero, dentro veníamos hablando de programas horribles a los que habíamos estado enganchados en algún momento -prácticamente todos de la MTV- y programas horribles que habíamos compartido con nuestras parejas en medio de un enorme entusiasmo. En mi caso, "Gran Hermano I" (con T.), "Confianza ciega" (con L.), "El show de Cándido" (con B.) y muy recientemente "¿Quién quiere casarse con mi hijo?", lunes tróspidos con la Chica Diploma.

Annie Hall está achispada y en ocasiones yo también. Siempre he tenido una enorme habilidad para manejar mis borracheras y no voy a venirme abajo justo ahora. Uno de los secretos es que bebo muy lento: en lo que yo tardo en tomar una copa, Annie Hall se ha tomado tres vinos blancos y, claro, luego se dedica a pedir fuego a gente que ve programas de Silvia Raposo. Daños colaterales.

Como siempre que bebo algo de alcohol, me da por imaginar: tiendo a una cierta nostalgia, incluso. Nostalgia de cosas que no han pasado o que aún están por pasar. Por ejemplo, es una de esas típicas noches de 2011, de volver a casa y poner en Spotify a Vetusta Morla y Standstill. Una de esas noches de acabar triste en casa escuchando a Tom Petty, "It was too cold to cry when I woke up alone", el problema es que yo no estoy triste y me pasa como a Robert Smith en Muchachada Nui, que me entristece dejar de estar triste, como si perdiera algo que me venía acompañando desde la adolescencia.

En esas, subimos por la Corredera para ver modernos en The Wall y quizá tirarles cacahuetes, pero The Wall está cerrado así que acabamos en otro sitio, que no recuerdo el nombre, pero sí recuerdo la mesa en la que nos sentamos: la misma mesa en la que estuvimos hace muchos meses, cuando Annie Hall y yo paseábamos por Malasaña bebiendo infusiones y botellas de agua y hacía frío y parecíamos una entrañable pareja de ancianos. Annie se centra en el camarero y yo dejo pasar un mojito. De vez en cuando, vuelve a salir y robar cigarrillos pero yo ya no la acompaño porque estoy cansado.

Pienso en algunas cosas que van honestamente bien. Pienso en el chico que me dio las gracias en Twitter por contestarle a un comentario sobre algo de deporte. Nadie debería darme las gracias por hablar con él, no tiene ningún sentido que alguien me dé las gracias simplemente por hablar con él, no me quiero convertir en eso, no quiero que me conviertan en eso. Afortunadamente, el momento está lejos todavía, pero llegará, y no quiero y a la vez sí quiero, porque mi ego es más grande que la borrachera de Annie Hall, coqueteando entre un viento de otoño a finales de agosto y haciendo eses en busca de un taxi mientras yo subo a casa, respondo unas cuarenta menciones y efectivamente acabo poniendo Standstill y Vetusta Morla y por alguna razón añado "Sopa fría", de M-Clan, una canción que me encanta de un grupo que detesto, porque me da la sensación de que será la última vez que algo así pase.

O que sería maravilloso que lo fuera.