martes, julio 17, 2012

Epic fail


Cuando cumplí 30 años decidí hacer una fiesta claramente por encima de mis posibilidades. Aquello no era una celebración, era un autohomenaje de esos a los que uno acude rodeado de gente con gafas de sol, brazos cruzados y codazos en el palco. El lugar que elegí fue "El Naranja". No sé si "El Naranja" sigue existiendo, estaba en San Vicente Ferrer y era un sitio pequeño pero bastante cómodo. Tenía miedo de que se me quedara corto porque, ya digo, yo invité ahí a medio Madrid y como en esa época andaba haciendo entrevistas compulsivamente, aprendiendo de todos lados, asumí que mis amigos "famosos" se presentarían ahí en manada, como si aquello fuera el Gabbana..

Para mí era importante que esa gente -actores, actrices, cantantes, directores...- estuvieran ahí conmigo. Lucir nombre ajeno. Cuando el día llegó, víspera de San Isidro, noche maravillosa que invitaba a tirarse por las Vistillas con un mini en el costado, ahí no apareció nadie más que mis amigos. Y yo me di cuenta de que era un idiota absoluto y que ya estaba bien de convertir mi vida en un concurso de popularidad -esta frase creo que fue de mi psicóloga- y no disfrutar de lo que uno realmente tenía.

Así que los treinta años fueron una especie de maduración a base de prueba y error. Pruebas a ser un gilipollas y lo consigues así que la siguiente vez intentas equivocarte en algo. Sentarte en la mesa adecuada. Esto es un poco como "Cheers": rodearte de la gente que se sabe tu nombre.

A los 35, uno se ha llenado de códigos absurdos y muchos prejuicios. Por ejemplo, una vida dedicada a la popularidad se puede convertir en una vida que anhela lo mediocre. No creo que sea mi caso porque la verdad es que a mí me rodea gente muy poco mediocre, pero es cierto que las caras conocidas, de por sí, ya no me dicen nada, no les veo el encanto. La gente que de verdad merece la pena puede estar sentada en cualquier rincón de cualquier bar. Simplemente, pueden no estar compitiendo. No competir es algo muy sano y ayuda a ver las cosas con cierta perspectiva: diez personas son diez personas. Punto.

Si pasada esta edad uno sigue pensando que solo va a encontrar un reconocimiento en los labios de quien ha triunfado por su propio talento, es decir, un reconocimiento por ósmosis, el asunto me parece un poco infantil. Creo que estaría bien revisar los valores porque si no esa persona se va a quedar muy sola. Primero, los amigos. Después, los amigos. En tercer lugar, ya si eso, Quique González. Salvo que Quique González sea uno de tus amigos, cosa que complica mucho la cuestión pero aun así tendrá que haber plazos y momentos y si vas a ir a un bar -llamémosle Libertad 8- donde las mesas se dividen por castas y los baños se llenan de cocainómanos compulsivos, creo que lo más elegante -porque al final, en esto Patricio y yo estaríamos de acuerdo, todo es elegancia- es ponerte en la mesa de los parias y esperar en la puerta para mear.

Porque fuera de la elegancia solo hay dioses y bárbaros y ser un dios sí que es una exigencia de popularidad desorbitada.

En ocasiones, incluso cutre.