jueves, septiembre 29, 2011

Entrevista a Jaume Balagueró en Neo2



Porteros psicópatas, vecinas cotillas y frágiles inquilinas sonrientes… ¿una comedia costumbrista? Todo lo contrario: en “Mientras duermes”, el terror vuelve al Eixample barcelonés de la mano de Jaume Balagueró, apoyado por Luis Tosar y Marta Etura.

El terror dentro de la vida real
Bueno, es cierto que en mis anteriores películas salían zombis o a fantasmas pero estaban entroncadas con la vida real. “Frágiles” es una historia de personas, de sentimientos. “Rec” también juega con la cotidianeidad. En el caso de “Mientras duermes” lo que me atrajo del guion fue precisamente la cercanía, la perversidad dentro de lo cercano.

Por ejemplo, la figura del conserje: su cercanía y su enorme poder. Un poder ambiguo, además. Un conserje o un portero sabe cosas que nosotros no sabemos y además dirige, gobierna el sitio donde vivimos, nuestro edificio. Es un pequeño emperador que tiene todo el poder, aunque se supone que está a nuestro servicio. Eso lo hace muy atractivo desde el punto de vista de la ficción, quiero pensar que en la realidad a nadie se le ocurriría algo así.

La decadencia en la película

Pues es probable que tú hayas visto eso en la película y que esté ahí. Me lo han dicho también de otras películas, pero no es algo consciente, algo que yo busque. Supongo que forma parte de mi manera de contar las cosas; a lo mejor es que mi visión del mundo… no sé, esto lo digo como hipótesis… a lo mejor mi visión del mundo, en general, es decadente.

Puedes leer el resto de la entrevista con Jaume Balagueró en el número de octubre de la revista Neo2

Smashing Pumpkins- Thru the eyes of Ruby



Me grababa cintas, como hacíamos todos. Algunas eran preciosas, verdaderas joyas que mezclaban bandas sonoras de Quentin Tarantino con grandes éxitos del rock-punk. Había una que empalmaba "Shimmer like a girl" de Veruca Salt con "Father to a sister in thought", de Pavement y culminaba en "Thru the eyes of Ruby", de Smashing Pumpkins. Me tumbaba en el sofá del salón y me ponía el walkman mientras intentaba relajarme e imaginaba relaciones imposibles.

Mi amor por la inocencia probablemente me viniera de antes de esa canción pero desde luego esa canción no ayudó a que desapareciera. La inocencia y la juventud. Complejo de Peter Pan: "Your strength is my weakness, your weakness, my hate... My love for you just can´t explain why are we forever frozen, forever beautiful, forever lost inside ourselves". He estado a punto de escribir que esa gente sabía a quién le cantaba, que parecía que te estaba cantando directamente a ti, pero eso es una chorrada... cualquier adolescente, de cualquier generación, piensa que las canciones están compuestas pensando en él.

Mi relación con los Smashing Pumpkins fue problemática. Nunca fui un gran fan. Nunca les vi en directo, como sí vi a Hole, Pavement, Veruca Salt, Elastica, Suede, Blur, Oasis, Manic Street Preachers, etc. Jamás les mencionaría entre los grupos que me influyeron cuando estaba en el instituto o empezaba la universidad... pero de repente, si me pongo a pensarlo, es absurdo negar que hubo demasiadas canciones importantes en mi vida justo en ese período de 1992 a 1995.

Empecemos por "Soma", canción autocompasiva donde las haya, de las de cortarse las venas... pero preciosa. "I´m all by myself, as I´ve always been", de ahí pasemos al resto del "Siamese Dream" ,con  "Cherub Rock" a la cabeza, que era la que le gustaba a los chicos de COU cuando yo estaba en tercero de BUP y siguiendo con el "Today", que era la canción optimista de la época y que prometía un montón de cosas que no llegaron jamás.

Había algo grandilocuente en los Smashing Pumpkins, algo de "big band" en una época de depresiones intimistas. Recuerdo un capítulo de Los Simpsons en el que salían como grandes representantes del sonido "Lollapaloozza". Ellos les daban las gracias a Homer por su entrega en el trabajo como hombre bala y Homer les daba las gracias a ellos por presentar a sus hijos un futuro sin expectativas. Ese era nuestro futuro.

Me cuesta escuchar ahora "Bullet with butterfly wings" y pensar que entonces no sintiera la tensión de esos cuatro minutos, dieciocho segundos. Una tensión que está en el bajo y el ritmo de la batería y en la voz de Corgan y en cada línea de la letra. La tensión de la rabia y el fracaso. Una tensión muy 15-M, si se piensa. Quizás el problema es que ahora soy más adolescente de lo que lo era entonces, aunque solo sea por mi manía de llevar la contraria. Cada frase es un estribillo, es un eslogan. "Despite all my rage, I am still just a rat in a cage", "Tell me I´m the chosen one, tell me there´s no other one...".

Crecimos con eso, los publicistas de Levi´s y de Orange crecieron con eso, y quince años después seguimos engañándonos a nosotros mismos pensando que era verdad.

En fin, rabia aparte, mi canción favorita de los Smashing -todo el mundo los llamaba así: "Los Smashing" y a mí me ponía de los nervios esa supuesta complicidad- es la de la inocencia y el amor que le mantiene a uno eternamente joven. Chorradas como pianos. Alguien dijo de mí una vez que tenía síndrome de Stendhal con las mujeres. Una chica, no recuerdo cuál, hiló más fino: "Tú sigues cumpliendo años, pero ellas siempre tienen 21", una regla que se cumple hasta el absurdo.

Yo me negué durante años a asumir que "Mellon Collie and the Infinite Sadness" era uno de los grandes discos de los 90, a pesar de su pretenciosidad de disco doble y 25-30 canciones, pero dos décadas después he de reconocerlo: es un disco impresionante: "1979", "Tonight, tonight", "Zero"... les compro casi cualquiera que me quieran vender. No sé qué ha sido de ellos después de aquello. Sería incapaz de citar una sola canción o un solo disco de Corgan y los suyos posterior a 1995.

El pasado es lo que tiene, que uno lo rehace y lo transforma a su antojo y si lo quiere dejar en una estantería cogiendo polvo, lo deja. No hay criterios para la melancolía ni la infinita tristeza.

miércoles, septiembre 28, 2011

El primer grande de Sergio García



Podríamos empezar por el PGA de 1999, aquel golpe imposible con la bola pegada al árbol: Sergio García mira la posición, se lleva la mano a la frente, se quita la gorra, se la pone, se coloca lentamente sin ángulo, casi paralelo al hoyo, pega un hierro que levanta tierra y hojas de pino, formando una pequeña nube de polvo que le obliga a cerrar los ojos, y sale corriendo a la calle del 16 del campo de Sawgrass, pegando saltos y llevándose la mano al corazón, en un gesto de alivio, mientras la bola, incontrolada, va botando hacia delante para acabar, aunque parezca un milagro, en el green ante el asombro de todos.
Lo dicho, podríamos empezar a contar ahí la historia de Sergio García y los Grand Slam, pero para entonces el español ya era “El Niño” –o “El Nino”, como cantaban los americanos- homenaje a su juventud y al fenómeno meteorológico que asoló Florida y el Caribe durante aquel año. Hay que ir un poco antes, apenas unos meses: al Masters de Augusta que acabó como mejor amateur. El mismo torneo que José María Olazábal conseguiría ganar en un mano a mano memorable con Greg Norman.
Sergio García era el futuro como lo había sido Tiger Woods en su momento. Tenía 19 años y el estadounidense, 23. Tras un comienzo como profesional arrollador, ganando el Masters de 1997 por una diferencia abusiva, Woods llevaba dos años de sequía en el campo que contrastaban con su éxito imparable en marketing y publicidad. Era la mezcla perfecta entre Jack Nicklaus y Arnold Palmer, con un pie en el campo de golf y el otro en el estudio de televisión.
A Woods se le intentó enfrentar a David Duval, el metódico e inexpresivo Duval, pero a aquella batalla le faltaba energía y no enganchó a nadie. La llegada de García al circuito hacía vislumbrar una década de enfrentamientos a cara de perro, gritos y saltos y puños al aire… multitudes enfrentadas vitoreando sus nombres.
Esas eran las expectativas, imagínense ahora la ansiedad. Con el paso de los años, García se confirmó como un enorme jugador de élite, número dos del mundo durante varios meses, competidor habitual en las últimas rondas de los Grand Slam aunque con cierta tendencia a derrumbarse. Un joven precoz en el estrellato, ganador de torneos en el circuito americano y el europeo, y objeto de deseo de la prensa sensacionalista por sus relaciones esporádicas con otras figuras del deporte como Martina Hingis.
Sin embargo, nunca llegó a la altura de Tiger Woods y, sí, parte de la culpa fue suya, pero gran parte del mérito fue del estadounidense, que asombró con los mejores años de la historia de este deporte justo cuando el castellonense se había decidido a asaltar el trono.
Todos ese tiempo a la sombra hizo mella en Sergio. Es normal. A los 19 años te dicen que vas a ser el mejor del mundo y los hechos se empeñan en confirmarlo. “El nuevo Ballesteros”, decían, como si eso fuera tan fácil. ¿Cómo no creerlo?, ¿por qué no creerlo, además? Sergio no tenía a su tío al lado susurrándole después de cada torneo “recuerda que eres humano”, como le sucedía a Rafa Nadal. Sergio García confió en la gloria y la gloria no acababa de llegar y el jovencillo graciosete y chistoso se convirtió poco a poco en un hombre serio, con extraños ataques de frustración y una especie de desdén hacia todo lo que le rodeaba.
En 2002 consiguió acabar entre los diez primeros en los cuatro torneos del Grand Slam, algo que nadie había conseguido a los 22 años. Se mantuvo a un gran nivel hasta 2006 pero en 2007 parecía que la gran promesa se había venido definitivamente abajo: no solo seguía sin ganar un gran torneo sino que ni siquiera consiguió pasar el corte en el Masters ni en el US Open. “El niño” ya no era un niño y desde luego ya no era la alternativa a Tiger Woods. Detrás de él venía la nueva generación, encabezada por los Justin Rose, los Adam Scott, los Ben Curtis… dispuestos a llevarse el mundo por delante.
En esas condiciones llegó al Open Británico. Sin expectativa alguna. Sin presión. Derrotado de antemano en uno de los campos más complicados del mundo: el temible Carnoustie… y, por debajo del radar, se marcó un 65 en la primera vuelta, seis golpes bajo par, dos por delante del segundo, Paul McGinley y cuatro de ventaja sobre el caníbal Woods, siempre a la expectativa, siempre la referencia.
La vuelta de García sorprendió a todos, pero eso ya lo habíamos visto antes. “Se desmoronará en la segunda vuelta”, dijeron, pero en la segunda vuelta, Sergio hizo un sólido 71, justo el par, y mantuvo el liderato aún con dos golpes de ventaja, en esta ocasión sobre K.J. Choi, mientras Woods se iba a los 74 y quedaba ya a siete golpes, una distancia más que apreciable. Sergio volvía a sonreír aunque sin exageraciones, más centrado que nunca en su juego, sabedor de que estaba ante su gran oportunidad.
La tercera vuelta fue un auténtico espectáculo. Pese a sus tradicionales problemas con el putt, que le venían persiguiendo desde el inicio de su carrera, García hizo un 68 para colocarse -9, tres golpes por delante del correoso Steve Stricker. Todos los demás quedaban ya a seis o siete de distancia: los Choi, Singh, Di Marco, Harrington, Els, Cink, Jiménez y compañía. La ventaja no era solo una cuestión estadística sino de sensaciones: García estaba jugando aún mejor de lo que indicaba su tarjeta. Pensar en remontarle esa distancia en una sola vuelta después de tres días de intensa dominación era ridículo. Sería Stricker o sería él, y, no nos engañemos, todos estábamos seguros de que el americano no iba a ser.
Con lo que nadie contaba era con una última vuelta histórica, de las mejores que se han visto en años. Probablemente, un +2 o un +3 le hubieran valido a García para ganar cualquier otro torneo pero se encontró con dos imprevistos. El primero se llamaba Andrés Romero, un post-adolescente argentino que se marcó diez birdies aquel domingo hasta colocarse líder y acabar en una enredadera de nervios: doble bogey en el 17 y bogey en el 18.
El segundo invitado al que nadie esperaba fue Padraig Harrington, un correcto jugador irlandés que había pasado la treintena sin ningún gran triunfo, colaborador asiduo de las Ryder Cup europeas y poco más. Estuvo pululando por la zona alta del torneo toda la jornada hasta que de repente se desató: birdie en el 10, en el 11, en el 12, en el 13… y un eagle en el 14 para conquistar un liderato que mantuvo hasta la salida del 18, cuando se fue al agua dos veces, a lo Van de Velde, hizo un doble bogey y firmó un total de 277 golpes, uno menos que Romero, siete por debajo del par del campo.
Quedaba García. Obviamente, el español estaba histérico. ¿No podía ser aquella última vuelta una última vuelta normal, tranquila, con la gente preocupada por mantener su quinto o sexto puesto y el dinero correspondiente? Después de tres días y medio en lo alto, había perdido el liderato a favor de Romero y después de Harrington… pero sus debacles en los últimos hoyos le permitieron llegar al 18 como líder, con un golpe de ventaja. Un par, eso era todo lo que necesitaba. Un par y el primer Grande sería suyo, por fin, a los 27 años, una edad maravillosa para ponerse a ganar y ya no parar en una década.
El primer golpe es perfecto: en medio de la calle, sin complicaciones. El segundo ya le deja una mueca desagradable en la cara. Basta con ver su boca para saber que esa bola no va a acabar en buen lugar. De hecho, acaba en el bunker al lado del green. Tampoco es ningún drama: si consigue hacer una buena salida y embocar, el Open es suyo.
… Y la salida no es mala, en absoluto. De hecho, es un gran golpe en esas circunstancias. En vez de arrugarse, Sergio vuelve a sacar lo mejor de su juego cuando la cosa está más complicada y consigue dejar la bola a apenas tres metros del hoyo, un poco pasado de bandera. Tres metros, eso es todo; esa distancia es la que separa una carrera decente de una carrera magnífica. García se cuadra ante la bola, sigue su rutina de golpecitos de práctica y acaba impactando con firmeza. La pelota va un poco a la izquierda, muy poco y muy lenta, luego empieza a caer. Son tres metros pero parecen trescientos… la caída hace que se acerque con velocidad y parezca que va a entrar justo por el borde, pero sorprendentemente, en vez de caer, el hoyo la escupe y la manda lejos.
García está desolado. Harrington no se lo puede creer. El castellonense aseguraría después que el golpe no estaba mal tirado y probablemente tuviera razón pero nadie quiso creerle y prefirieron sacar el hacha a pasear. Se le puso cara de juguete roto y la prensa no dejó pasar la oportunidad. Hubo un play-off pero aquello fue una agonía innecesaria. Harrington no desperdició el regalo y ganó el torneo en el primer hoyo.
El premio al mejor amateur fue para un adolescente, también irlandés, pero del norte, un tal Rory McIlroy.
Sergio creyó durante unos meses en una remontada de su juego, algo así como un segundo advenimiento: en 2008 coqueteó con el número uno del mundo después de ganar el prestigioso The Players Championship y volvió a tener una opción de victoria hasta el final en el PGA de ese año… todo para perder de nuevo ante Harrington, sorprendente estrella de final de década. A esa nueva decepción le siguieron unos cuantos cortes fallados y una caída en los rankings que le llevó a la retirada momentánea para reflexionar y a las previas para disputar torneos de Grand Slam.
Aunque parezca mentira tiene todavía 31 años, cinco menos de los que tenía el propio Harrington cuando le levantó aquel Open Británico. Si se libra del pasado, el futuro aún puede ser suyo. El problema, como siempre, consiste en qué demonios hacer con el presente.
Artículo publicado en la Revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"

martes, septiembre 27, 2011

Cómo acertar una quiniela y conseguir un divorcio



Hoy en día, un ludópata puede meter el número de su tarjeta de crédito en un ordenador, rellenar unos cuantos campos y liarse la manta a la cabeza apostando por el número de corners que sacará el Valladolid en determinado partido. Es de una frialdad exagerada. Antes, la ludopatía era todo un ritual, que incluía la visita a la administración de loterías, la tímida petición de un bolígrafo y ese enfrentamiento solitario con la sucesión de quince partidos y sus infinitas combinaciones.

El caso es que tanto fue este ludópata a la fuente que un fin de semana descubrí aterrado que llevaba 12 aciertos y quedaba solo un partido por jugarse. A cada gol que iba confirmando mi éxito incontestable yo llamaba a mi novia y le decía: “Con esto, nos pasamos una noche de hotel de puta madre”, luego, si se cerraba algún otro partido, le decía: “Nos vamos a París” y cuando solo quedaba el partido de marras, le dije: “A Londres, una semana a Londres”. Mi novia escuchaba y ponía la parte de cordura que aportan todas las novias: “Si tú llevas 12 es que todos los demás llevan 12 también” y en eso, como siempre, tenía razón.

El último partido en cuestión era un Real Madrid-Rácing de Santander en el Santiago Bernabéu. Ese partido lo llevaba a 1X en un claro signo de excentricidad pero que estaba justificado: yo soy hincha del Rácing de Santander desde que era un niño pequeño y mi padre se fue a trabajar a esa ciudad. Les voy a contar otra cosa: el Madrid tampoco me cae muy bien que se diga. A falta de tres minutos, los locales ganaban 2-1. No era una pésima noticia porque yo de todas maneras tenía 13 aciertos, lo que pasa es que, obviamente, el empate me daría más dinero y más alegrías.

Dicho y hecho. En el descuento marcó un ruso de nombre impronunciable –fueron unos años locos en la contratación de rusos para el Rácing- y yo empecé a pegar gritos hasta el punto de que mi abuela tuvo que quitarse los cascos de la radio donde escuchaba música clásica y decirme: “Guille, ¿qué estás haciendo?”

Guille estaba sobrepasado, llamando a su novia cada diez minutos, luego quince, luego veinte hasta que la cosa se calmó. Pasé la noche con los ojos como platos, actualizando el teletexto continuamente para poder ver el escrutinio y el premio. Al final la cosa se quedó en 200.000 pesetas más o menos, que para mí eran un dineral. Descartamos París y Londres porque tampoco era plan de gastárselo todo en un fin de semana; Bilbao, porque el Athletic fue el que me fastidió los 14 y elegimos cuatro días de puente en Barcelona.

En esa época, los dos estábamos en la Universidad, así que coger días libres no era lo más difícil del mundo.

Como si tuviera que demostrarle algo a alguien, reservé una habitación doble en el Hotel Le Meridien, un cuatro estrellas de Las Ramblas, la imagen viva de la decadencia. Había estado tres años antes con mis padres y entonces me tocó dormir solo en una cama enorme. “Volveré”, me dije, a lo MacArthur. “Volveré y traeré a la chica de mis sueños”.

El problema es que uno empieza a llevar chicas de sus sueños a una ciudad y acaba perdiendo por completo el sentido de la realidad. La Chica Langosta estaba en Toulouse por entonces y decidimos vernos durante esas mini-vacaciones. Sospecho que a mi novia no le hizo ninguna gracia y esto no es un reproche: en la misma situación, pero al revés, a mí nada de eso me hubiera hecho gracia alguna, aunque la Chica Langosta vino con su novio correspondiente y otra pareja de amigos. Fuimos al Port Vell, comimos en un vegetariano y nos metimos en un bar que imitaba una feria estadounidense, con su mujer barbuda y su forzudo con pesas. Nos emborrachamos hasta el punto de que no sé cómo no acabamos gritándole al camarero “One of us, one of us, we accept you, we accept you…”.

Los de Toulouse decidieron seguir la noche como detectives salvajes para evitar pagar un sitio donde dormir. Nosotros nos fuimos a nuestra pequeña habitación de hotel de principios de siglo, con su piano bar donde leer los periódicos y darnos cuenta de que no teníamos nada que decirnos cuando el Rácing o el Barça no estaban de por medio. La sonrisa en los labios me delataba y ella me miraba con un odio infinito, justificado, como si después de todo, le hubiera robado el protagonismo de lo que era su fin de semana.

Volvimos a Madrid y al poco lo dejamos. Ella me dejó a mí. Hizo muy bien porque yo me porté como un gilipollas. A mí me gusta ir de perdedor por la vida porque cuando gano me pongo sencillamente insoportable. Basta con que alguien marque un gol en el Bernabéu para que yo me crea el rey del mundo y decida asolar todo lo que sale a mi paso, con la pose de un Mussolini de brazos cruzados y barbilla altiva, dejando claro que todos los aplausos son pocos para mí.

Gané una quiniela y conseguí un divorcio.

No sé en qué me gasté el resto del dinero. Supongo que en más visitas a la administración de loterías del barrio, siempre con cuidado de no volver a acertar en la vida, no fuera que todo se complicara todavía más.

Artículo publicado originalmente en la revista Culturamas, dentro de la sección "Desaparezca aquí"

lunes, septiembre 26, 2011

The sportswriter (II)



Otra página doblada. La diferencia entre mis páginas dobladas y las de mi amigo es que las suyas están a la izquierda y abajo mientras las mías están a la derecha y arriba. Cada obsesivo tiene sus propias manías. El texto entre comillas corresponde a una conversación entre el protagonista y su ex mujer. En general, los personajes femeninos tienen un papel algo extraño en la novela, como si el narrador se sintiera siempre más seguro y más cercano entre  hombres. Hay algo estético, algo falso en sus conversaciones con mujeres, precisamente, supongo, eso es lo que hace que sean mis favoritas:

"- Ahora solo nos vemos para cosas relacionadas con la muerte -dice X sombríamente- ¿No es triste?
- Hay mucha gente divorciada que no se ve nunca más. La mujer de Walter se fue a Bimini y él no volvió a verla. Nosotros lo llevamos bastante bien. Tenemos unos hijos maravillosos. Tampoco vivimos muy lejos.
- ¿Me quieres?- dice X.
- Sí.
- Quería saberlo, hacía mucho que no te lo preguntaba.
- De todas formas me gusta decírtelo."

Ya he escrito antes sobre la necesidad de responder "sí" a la pregunta "¿me quieres?" o más bien la necesidad de escuchar el "sí" cuando lo preguntas, sin pararse a pensar si eso es verdad o es mentira, simplemente como terapia psicológica, como motivo para seguir adelante. La sensación de paz. Que alguien te quiera, sobre todo que alguien que te quiso te siga queriendo, es un motivo de peso para poder rendirte y todos soñamos con rendirnos en algún momento.

Mi amigo querría haber escrito "The sportswriter" como yo querría haber escrito "Opiniones de un payaso" y supongo que son el mismo libro, solo que en el mío el protagonista está arruinado, desesperado y es un romántico. Lo peor de todo: sigue enamorado y no entiende nada.

Hace algunos meses tuve una conversación inquietante con una chica preciosa que por entonces vivía en Bremen y ahora vive en Londres y en medio pasa fugazmente por Madrid para romperme el corazón durante unas horas. Se le da tremendamente bien. Fue una conversación de madrugada y ni siquiera fue "una conversación" en el sentido tradicional sino más bien en el sentido moderno, es decir, fue más o menos un chat, que es nuestra manera actual de sentirnos: cuanto más lejos el uno del otro, mejor.

En un momento de la conversación bajamos las defensas. Esos momentos son preciosos, yo vivo solo por los segundos inesperados en los que la chica baja la guardia y se acerca a aquello que cantaba Love of Lesbian: "Creo que voy a empezar a romperme". El caso es que yo le pregunté a la chica si le gustaba -no me atreví a preguntar si "me quería" porque no era mi ex mujer- y ella dijo que sí y luego me preguntó si ella me gustaba a mí y la respuesta obviamente fue afirmativa y hubo un pequeño silencio, teclas mudas, tras el cual ella siguió escribiendo algo confuso, algo del tipo "prométeme que te gusto más de 3" y yo no entendí nada pero le contesté que sí, claro, porque no tenía sentido llegar hasta las dos de la madrugada, bajar las defensas y una vez ahí ponerse a exigir definiciones precisas.

Seguí sin entenderlo -y sin importarme demasiado, porque fuera lo que fuera, era bonito- hasta meses después, hace pocos días, cuando alguien me explicó cómo poner corazones en Facebook. Las nuevas tecnologías no solo desarrollan nuevas relaciones de poder sino que crean nuevos lenguajes.

Y los treintañeros nos perdemos con frecuencia.

Ha sido un fin de semana raro, eso es lo mejor que puedo decir sin resultar pesado porque no quiero resultar pesado. El sábado no podía dormirme y la Chica Selectiva tuvo que aparecer por mi casa a las tres y media de la madrugada, llegada de una tarde-noche de fiesta. Me preguntó tres veces "¿estás bien?" y yo le contesté las tres veces que no y ella dijo "subo a tu casa", que es la manera que tienen los viejos amigos de decirse que se siguen queriendo.

Estuvimos hablando una hora y pico. Falso. Estuve hablando yo y ella escuchaba sin perder la compostura mientras soñaba con un Almax y un cuarto de baño donde poder vomitar. "Yo no necesito que me piensen, necesito que me toquen", le dije, y aquello sonó definitivamente a Hans Schnier. Estuvimos de acuerdo en que estábamos todos locos y solos y que la sociedad era la culpable. No sé si nos hizo sentir mejor. Yo le conté esto, le conté que había escrito esto, más bien, y que me sentía culpable por no haber sido lo suficientemente valiente para llevarlo a cabo.

"¿Realmente es eso lo que quieres hacer, Guille?", me preguntó y yo le dije que probablemente no, pero que de todas maneras me sentía culpable por no intentarlo. "Es una exageración", concluyó y ahí estuvimos de acuerdo.

No fue el momento más mágico del día, aunque se acercó. Si tuviera que hacer una competición, elegiría el momento en que Fer zapeó en el descanso del partido del Madrid y dio con la escena de Pulp Fiction en la que el Señor Lobo arreglaba las cosas en casa de Quentin Tarantino y ya empalmamos con la escena final del diner, con Pumpkin y Honey Bunny, y después de media hora nos dimos cuenta de que no solo no habíamos vuelto al fútbol -nos perdimos exactamente dos goles, un penalty y una expulsión- sino que ni siquiera habíamos intercambiado una sola palabra, más que para repetir algún diálogo.

Y entonces, entendí, aunque me sentí incapaz de decirlo en alto, que la soledad tenía que ser algo muy parecido a eso.

domingo, septiembre 25, 2011

Barcelona 5- Atlético de Madrid 0



Hace exactamente un año, jornada 5 de la temporada 2010/2011, el Real Madrid tenía 11 puntos después de empatar en el campo del Levante y en el del Mallorca mientras el Barcelona sumaba 10 tras dejarse tres puntos en casa contra el Hércules y otros dos, también contra el Mallorca. Es decir, entre los dos sumaban 21 puntos. En esta liga “distinta”, la de los grandes en crisis, los equipos revelación, las portadas para el Atlético de Madrid, resulta que ambos vuelven a sumar 21 puntos (Barcelona 11, Real Madrid 10) y muchísimos goles más a favor con prácticamente los mismos en contra.

Ambos equipos acabaron la liga con más de 90 puntos y nada invita a pensar que este año no pasará lo mismo.

¿Qué produce entonces esta incomodidad, esta sensación de continua desazón en ambos equipos, esas caras largas en las ruedas de prensa? No sabría decirlo. En lo que a mí respecta, que es hablar del Barcelona, diría que al club, a su entrenador y a su entorno –sea eso lo que sea- les ha entrado un ataque de profunda melancolía que poco o nada tiene que ver con el fútbol.

Que el debate estaba fuera del fútbol en el Real Madrid ya lo sabíamos… el problema es que eso empieza a pasar con el Barcelona, sin venir muy a cuento: Guardiola está cada vez más taciturno y cabreado con todos, defendiendo a Laporta sin venir a cuento justo el día de una Asamblea ridícula: miles de socios discutiendo sobre Qatar, como si la bondad infinita universal del Barcelona tuviera que incluir a todos sus socios y patrocinadores. Un club entendido no como un conjunto de deportistas sino como una misión para salvar el mundo.

Lo sorprendente es que, incluso en ese clima un poco delirante de “Qatar es malo, Qatar es bueno” o “Rosell es malo, Rosell es bueno”, en el que sin duda se ha metido Guardiola hasta las rodillas, el equipo juegue tan maravillosamente bien al fútbol. Al Atleti le cayeron cinco como pudieron haberle caído ocho y no hubiera pasado nada. El Barça volvió a ser el rodillo que es cuando juega en casa con el 3-4-3 y el rival no tuvo por dónde hacer daño, como si el partido ante el Valencia no hubiera existido.

Emery demostró las vías de agua de la defensa azulgrana por las bandas y Manzano decidió convertir su ataque en un embudo. Fue una decisión llamativa, por decir algo.

El Barcelona recuperó su orden en ataque y eso provocó un mayor orden en defensa. La decisión de retrasar a Alves también fue acertada: puestos a defender con tres al menos que sean rápidos y dominen su zona, no como le pasó a Mascherano en Mestalla, enviado continuamente al matadero ante Alba y Mathieu. Cuando el Barcelona se siente seguro con el balón –y en eso, Thiago, insisto, es ahora mismo tan clave como Cesc o Xavi, no ya por su brillantez sino, sorprendentemente, por su constancia- la defensa lo agradece.

Es más, en esos momentos, la defensa directamente no tiene nada que hacer. Busquets se dedica a barrerlo todo, a colocar la línea de presión en el campo rival y como no busque las bandas, el contrario está abonado a una goleada porque talento siempre hay y de sobra. Incluso Villa jugó un gran partido, más enchufado y concentrado, en las ayudas y en la contención a la hora de no caer en fuera de juego constantemente.

De Messi cabe decir poco y lo habrán dicho todo ya mis compañeros: 8 goles en 5 partidos de liga y en uno de ellos jugó 30 minutos. Después de marcar 100 goles en dos temporadas este año lleva ya 12 a los que hay que sumar 7 asistencias. Messi es algo más que una colección de estadísticas: su dominio sobre el juego es insultante, es capaz de hacer de Xavi cambiando el juego de banda a banda eliminando con un pase cuatro contrarios; de Iniesta, regalando una asistencia mágica o de sí mismo culminando la jugada tras varios slaloms.

Como viene siendo habitual en los últimos años, el Atleti ya perdía 3-0 a la media hora, pese a un comienzo mínimamente prometedor, fruto, una vez más, de la dificultad del Barcelona para engancharse a los partidos. Yo no sé si el 3-4-3 es mejor que el 4-3-3, lo que está claro es que es distinto. Por un lado, es más espectacular y se ven más goles. Por otro lado, es obvio que permite unos huecos atrás y una inconsistencia desconocidas en los tres años anteriores. Esa revolución da cierto vértigo y es lógico, sobre todo cuando no está claro qué es lo que se puede ganar, una vez que ya lo has ganado todo.

Los americanos lo resumen en una frase: “Si no está estropeado, no lo arregles”.

En años anteriores, sabíamos que el Barcelona, una vez se adelantaba, finiquitaba el partido porque el rival no iba ni a tirar a puerta. Ahora ya no estamos tan seguros. Oscilamos de la goleada al empate apurado. Hay una tremenda falta de continuidad, por lo menos hasta que los jugadores se acoplen al nuevo sistema y es inevitable que el aficionado se pregunte: “Si jugábamos de fábula y éramos un equipo histórico, ¿exactamente por qué hay que acoplarse a un nuevo sistema?”

Bueno, Guardiola, supongo que siguiendo a Cruyff, cree que los jugadores acaban acomodándose y hay que agitarlos un poco. Puede que tenga razón. Cuando Cruyff se puso a agitar cosas, el Dream Team tardó media temporada en desmoronarse. Eso no pasará con este equipo porque es infinitamente mejor, en lo táctico y lo técnico, que aquel, pero incluso en la goleada preocupan las señales de distracción: no solo el empeño revolucionario con gesto de incomprendido de Guardiola o la melancolía de Laporta sino esa narrativa “buenista” que casi obliga al Barcelona a ser una nueva religión salvadora, una escuela de la vida en todos sus aspectos.

El ensimismamiento a veces llega a puntos absurdos como los que comentábamos al principio: horas y horas reunidos para decidir si Qatar es un país bueno o malo y si el Barça puede ser patrocinado por la fundación de un país malo y si eso Laporta lo hubiera permitido, bla, bla, bla… Todo menos fútbol. Sí, probablemente Qatar sea un país terrible y Bet and Win un imán para ludópatas autodestructivos. Bienvenidos al mundo real donde el dinero se mueve en terrenos pantanosos.

De la capacidad del equipo, de los jugadores, de abstraerse de todo ese clima metafísico que les rodea, dependerá el resultado final de la temporada. El Barcelona parece que ya no solo necesita ganarlo todo, ganarlo jugando bien al fútbol y ganarlo con canteranos… sino que además tiene que ser un referente moral del universo 24 horas al día. Esa autoexigencia acaba con cualquiera. Acabará también con este equipo descomunal si olvida que lo primero de todo, como siempre, no es un jeque, un presidente, una melancolía o una concepción ética de la vida, sino el balón.

Y a ser posible que le llegue a Messi lo antes posible.

sábado, septiembre 24, 2011

The Sportswriter


Estoy leyendo una novela que me dejó un amigo. No recuerdo si se la tengo que devolver o si fue un regalo, un ejemplar de más del que podía desprenderse. No sé si, cuando me la dio, él sabía que la edición estaba llena de páginas dobladas y de frases puestas entre corchetes con bolígrafo. Siempre hay algo impúdico en espiar las frases preferidas de los demás, sus páginas dobladas. Hay una debilidad detrás de cada esquina vuelta hacia delante o hacia atrás. Una fragilidad latente en cada muestra de entusiasmo.

En este caso no importa: sus páginas dobladas podrían ser perfectamente las mías y de hecho me he animado a seguir el juego, aunque me haya tomado unas 300 páginas. Exactamente 326. El protagonista ha tenido un pequeño incidente en una cabina de teléfonos en mitad de ningún lugar y la chica de la hamburguesería le atiende la herida con una cierta desgana. Ella le pregunta:

- ¿Qué haces?

Y él contesta:

- Soy periodista deportivo.

Luego pasan unas líneas prescindibles y vamos al grano de la conversación:

"- Bueno -dice ella, escudriñando de nuevo la autopista con sus ojillos grises, como si esperase ver pasar a alguien desconocido- ¿Tienes algún equipo favorito y todo eso?- Se ríe con afectación, como si la idea la avergonzase.
- En béisbol, los Tigers de Detroit. Hay algunos deportes que no me gustan nada.
- ¿Como cuáles?
- El hockey.
- Vale, olvídalo. Se pelean y se acabó el juego.
- Eso creo yo.
- ¿Jugabas a algo de joven?
- También me gustaba el béisbol entonces, pero no sabía golpear ni correr.
- Ajá. A mí igual. - Da una ridícula calada a su cigarrillo y exhala todo el humo en la atmósfera del área comercial-. ¿Y cómo te interesaste por eso? ¿Leíste algo en alguna parte?
- Fui a la universidad. Luego me hice mayor y fracasé en todo lo demás, así que era lo único que podía hacer".

No es un libro muy alegre. Es la historia de un escritor frustrado que se convierte en periodista deportivo, pero ni siquiera es un libro sobre deportes, salvo alguna referencia muy puntual. Es un libro sobre decadencia, es decir, es un libro que podría haber escrito yo y que podría haber protagonizado yo. Eso solo quiere decir que en realidad mi amigo es un hijo de puta regalándome estas cosas en un momento en el que incluso la hipótesis de ser periodista deportivo -desde luego periodista deportivo estadounidense, es decir, sportswriter, que no es lo mismo- es imposible en España y supongo que en el mundo.

Además, la traducción me hace perder la paciencia. Si pudiera subirme a un neutrino y viajar hasta 1986 lo primero que haría sería ganar una barbaridad de dinero apostando por resultados que me sabría de memoria. Probablemente me bastaría con poner todo mi dinero en la cuenta del Steaua de Bucarest. Luego, viajaría a Estados Unidos y le diría a Richard Ford que no puede utilizar un vocativo en cada conversación, que precisamente un libro no es una puta retransmisión deportiva y no puedes escribir esos diálogos maravillosos y acabarlos siempre con un "Herb" o un "Frank", aunque, muy probablemente, puesto que solo pasa en los diálogos entre dos hombres, intente parodiar el estilo de retransmisión deportiva: "¿Qué crees que nos espera en la vida, Frank? / "Es difícil saberlo, Herb" / "A veces miro al infinito y tengo miedo de que el infinito me ataque por la espalda, Frank" / "Sé perfectamente lo que dices, Herb, pero no veo por qué tendrías que tener miedo"...

Y así sucesivamente.

El diálogo era inventado por cierto, el libro es mejor que eso.

Como a todo el mundo se le permiten tres deseos y estamos en 1986 pongamos que mi tercer deseo fuera verme a mí mismo con 9 años. Lo que no sé es qué momento escogería: quizás un primer campamento de verano en un pueblo perdido de Ávila, tirándonos piñas a la cabeza y estallando uñas bajo las neveras de los helados. Quizás en casa de mi abuela, las persianas bajadas, mi tío y unos amigos suyos viendo un partido del Mundial de México, Francia-Alemania, creo recordar, aunque igual este es un recuerdo inventado.

No. Era un Francia-Alemania, seguro... yo me vería a mí mismo y me diría al oído, muy bajito: "No te creas nada de lo que está pasando: al final, Alemania remontará y ganará en los penaltis. Ve ahí y díselo a todos bien alto. Se quedarán flipados contigo... Espera, no te vayas todavía, a partir de ahora quiero que no tengas miedo nunca más, ¿vale?, ¿me has oído bien, Guille? Quiero que no tengas miedo a nada o por lo menos no se lo tengas a todo. Encuentra un punto medio entre todo y nada y manéjate lo mejor que sepas. ¿Harás eso por mí?"

Y probablemente, en ese momento, yo me alejaría de mí mismo dándole patadas a un diminuto balón de plástico, desinflado, y en ese momento me daría cuenta de que no, que no me iba a hacer caso, porque yo no le hago nunca caso a nadie.

viernes, septiembre 23, 2011

Los davidianos de Waco


No recordaba mucho de aquello. Algunas nociones vagas del término "davidianos", la seguridad de que sucedió en Waco y que un tipo que se llamaba "David Algo" era el líder de todo aquel despropósito. También sabía que todo había acabado con decenas de muertos en medio de una torpeza infinita, pero me faltaban demasiados detalles, así que, por una vez, recurrí a la Wikipedia para refrescar la memoria.

El artículo es muy curioso. Explica toda la génesis de los "davidianos" y su división dentro del adventismo con lujo de detalles pero solo dedica unas líneas a David Koresh y lo que allí se llama "el suceso con el FBI". La legitimidad que se da a todos los actos de Koresh y sus fieles resulta incluso insultante y particularmente absurda al combinarla con un respeto absoluto por la tarea del FBI, es decir, viene a dejar a los davidianos como buena gente de Texas con sus pequeñas cosas y al FBI, como un grupo de policías que pasaban por ahí, quizás algo confundidos.

Los 80 muertos de en medio, son eso, un suceso.

En cualquier caso me ha servido para recordar cosas. David Koresh, por ejemplo, me remitía a Charles Manson, aunque solo fuera por el empeño de la televisión en asociar ambas fotografías. El cerco fue abriendo telediarios y telediarios hasta que ya se convirtió en rutina. En ese momento, el FBI decidió quemarlo todo, una de esas medidas que los gobiernos toman cuando se hartan y tiran por la calle del medio sin importarles nada, más o menos como llenar un teatro ruso de gas letal y esperar que vayan cayendo todos: los secuestradores y los secuestrados.

El rancho de Waco era una fortaleza armada, según todos los indicios. Si no fuera una fortaleza armada, amigos wikipédicos, obviamente no hubiera resistido 51 días de asedio. De hecho, desde la distancia, me resulta imposible entender cómo demonios consiguieron estar dos meses rodeados de policías y militares y que a nadie se le ocurriera una salida mejor que dejar arder a hombres, mujeres y niños. Insisto, Bill Clinton era un tipo muy majo pero los años de su mandato fueron una sucesión de despropósitos que no tienen nada que envidiar a los de su sucesor.

Como diría Boyero, al tonto le siguió el malo, o si se quiere, Waco se globalizó, cosa cuya responsabilidad no fue solo de los americanos, desde luego. Para que haya una respuesta desmedida hace falta primero un psicópata que la provoque y a partir del primer psicópata, la veda queda abierta.

Se dice que David Koresh y sus seguidores se suicidaron en masa cuando vieron que el FBI quemaba el rancho. Resulta complicado de creer y más bien parece una de esas salidas que la opinión pública se da a sí misma para sentirse mejor. Es posible que alguno se suicidara, sin duda, al fin y al cabo, si estaban ahí era porque creían que el apocalipsis iba a llegarrrr, pero el humo de un incendio suele aturdir y matar mucho antes de que uno tome una decisión sensata respecto a nada.

Waco no se recuerda demasiado y es extraño. No sé si es bueno o es malo. En realidad, no sé qué demonios pasó allí ni cómo se podría haber hecho mejor. Lo que me cuesta mucho pensar es cómo se podría haber hecho peor, desde luego. Estados Unidos es un país admirable en muchos aspectos pero ha exportado su manía de no saber lidiar con los problemas. No tienen demasiados pero los que tienen los resuelven con una torpeza de elefante, lo que lleva a grandes equívocos.

No es un país de locos asesinos en serie, todo lo contrario, es un país lleno de gente amable a más no poder. En ningún sitio me he sentido tan bien atendido como allí, esa mezcla de hipocresía y buen talante natural que hace que uno se sienta en casa todo el rato y con cierta sensación de seguridad. El problema es qué hacer con el resto, con los no adaptados. Es un problema global y que no solucionamos: ¿Qué hacemos con los problemas, con la gente que nos da problemas? Los ignoramos, los ocultamos o los quemamos. Quizá no haya más opciones, puede ser, pero el margen de mejora al respecto digamos que es bastante grande.

jueves, septiembre 22, 2011

"Somewhere", de Sofia Coppola



Hay algo en “Somewhere” que recuerda a “Lost in Translation” y sin duda es la decadencia. Sofía Coppola ha hecho de la decadencia, de una cierta monotonía extravagante pero triste, el tema principal de su cine y probablemente haya acertado: se maneja como nadie en ese tono y capta por completo ese mundo paralelo que se mueve alrededor de las grandes fiestas, los grandes hoteles, los grandes palacios… estrellas del cine a punto de la retirada, protagonistas en pleno apogeo, niñas que no quieren ser princesas y familias que pretenden vivir en el pasado el resto de sus días, encerrando a sus hijas en casa si es necesario para que el presente no se cuele por ninguna rendija.


“Somewhere” tiene incluso un punto Bret Easton Ellis, sobre todo cuando su joven protagonista, un actor multimillonario, estrella del cine internacional, se derrumba y se da cuenta de que hace tiempo que no sabe quién es. La persona o el personaje. Junto a él, su frágil hija, a la que pasea por hoteles de lujo y programas de televisión imposibles –aquí el guiño a Bill Murray y sus anuncios japoneses es muy evidente- no con la intención de mostrarle un mundo apetecible sino todo lo contrario: esperando que, de alguna manera, ella, con su inocencia, sea la que le redima a él. Por supuesto, cualquier cosa parecida al amor o al matrimonio queda fuera de la ecuación. No es algo que nunca haya interesado a Coppola: sus personajes son siempre solitarios que no saben manejar su soledad, hasta cierto punto inadaptados sociales con la peculiaridad de que el resto de la sociedad en el fondo quiere ser como ellos.


En esa dialéctica persona-personaje, como decía antes, se mueve el protagonista de “Somewhere”, un joven al borde del ataque de nervios, que se sabe adorado pero no entiende por qué. En el cine de Coppola hay una incomunicación constante, sea por el idioma o por el ruido. Siempre hay una frase que no podemos oír o no podemos entender y que quizá lo cambiaría todo. No sé cuánto hay de autobiográfico en sus películas: uno no puede ver a esa pobre niña que quiere una persona y no un póster como padre sin imaginar lo que tuvo que ser la propia infancia de Sofía como hija de Francis Ford. Incluso Scarlett Johansson en “Lost in translation” no era más que la solitaria acompañante de una pequeña celebridad. Esas noches eternas en hoteles de lujo, esos pasillos enormes, esas ciudades desconocidas y hostiles, las conversaciones lánguidas… son una marca de la casa y supongo que da igual si son una auto-referencia o simplemente una cuestión estética, el caso es que están ahí y ni falta ni sobra nada.


Por lo demás, estamos en lo de siempre, en el tema de nuestro tiempo: la huida. Básicamente, en todas sus películas los protagonistas quieren huir pero no saben adónde. No es la crisis, así en general, sino mi crisis. Mi escapatoria. El principio de la película, esa primera secuencia que confunde al espectador, con un coche dando vueltas en círculos en una carretera perdida lo explica a la perfección: correr muy rápido, huir muy deprisa… aunque sea para volver siempre al mismo sitio. 


Hay también un parecido innegable con “I´m still here”, el falso documental de Casey Affleck y Joaquin Phoenix. Algunos planos están calcados, por ejemplo cuando el protagonista desaparece de la escena poco a poco o se sale del plano sin razón evidente, como si se extinguiera, como si quisiera marcharse sin llamar la atención, poco a poco. Sofía Coppola sabe hacer una película triste sin hacer una película tristona y eso tiene mérito. Sabe hacer una película de ricos que son pobres sin necesidad de sermones y sabe conseguir que todos sus personajes pidan ayuda sin necesidad de lagrimeos baratos ni gritos histéricos. Hay siempre un punto de psicosis educada en sus personajes. Si se fijan, en el fondo, ninguno quiere molestar.


“Somewhere” supone en cierto modo una vuelta a los orígenes: inseguridad con banda sonora de fondo. Estética decadente. Lo hace tan bien que no se le puede reprochar nada. Si se fijan, incluso “María Antonieta” era esto mismo: alguien que está donde todos los demás quieren estar pero que sólo pretende huir y rellenar huecos a base de fiestas sin sentido. Soledad. Nadie narra la soledad en nuestros días como Sofia Coppola y eso que la soledad es un tema recurrente fuera y dentro de las pantallas. El único tema, casi. Sin perspectivas de mejora.


Crítica publicada originalmente en la revista Neo2

Valencia 2- Barcelona 2

Emery llegó al Valencia y el primer verano le vendieron a Villa, al año siguiente cayeron Silva y Marchena y justo en agosto, en plena pretemporada, Mata era traspasado al Chelsea por una millonada. ¿Cuál es el resultado? Tres victorias y un empate en los primeros cuatro partidos y unos 60 minutos de ensueño, haciendo parecer al Barcelona un equipo vulgar, sin ideas, plano, preso de su propio pánico.

Es evidente que Guardiola cometió un error grave de planteamiento: su 3-4-3 funcionó desastrosamente, en parte porque tenía un técnico delante que, sin duda, había planeado soluciones para esa variante táctica. Con Alves como extremo, todo el engranaje defensivo del Barça, el equipo menos goleado de las últimas tres temporadas se vino escandalosamente abajo: Emery colocó a Banega y Canales sobre Busquets, en marca individual, y de esa manera no solo eclipsó al pivote sino que impidió que la circulación llegara a Xavi.

El cortocircuito en el medio del campo del Barcelona fue descomunal. Si defendió tan mal fue porque atacaba aún peor: los centrales intentaban sacar el balón con una torpeza inaudita y quedaban retratados a la contra, siempre por la izquierda, bien Alba, bien Mathieu. La ayuda forzada de Mascherano derivaba en un Abidal contra el mundo que el francés solucionó de manera catastrófica: un autogol y un resbalón que permitió a Pablo Hernández marcar el 2-1.

Sorprende que Guardiola no decidiera cambiar antes la táctica y bajar a Alves, aunque solo fuera por contar con un hombre más a la hora de sacar el balón. Con Busquets y Xavi desaparecidos, Messi y Cesc tuvieron que bajar incluso a su propio campo, lo que facilitaba muchísimo el trabajo a la defensa del Valencia, apenas exigida en el primer tiempo salvo por la genialidad de Messi que acabó en gol de Pedro. Cuando el técnico azulgrana entró en razón, las cosas mejoraron: el Barcelona siguió romo en ataque, lento, pastoso… pero al menos no le llegaban cuatro contra uno en defensa y eso ya era un avance.

Conforme avanzó el segundo tiempo, el Valencia se fue descomponiendo: primero fue Canales el que dijo basta y el siguiente fue Mathieu, incapaz de seguir subiendo y bajando la banda como un purasangre. Ahí acabó el partido del Valencia, sostenido solo por el maravilloso Banega –uno de los mejores partidos que he visto hacer a ningún mediocampista este año- y el empeño en la presión de Soldado.

El cambio clave fue el de Thiago por Puyol. De entrada, el capitán no se había enterado de nada. No hay noticias suyas en ninguno de los dos goles del Valencia ni en las muchas llegadas de la primera parte. El tiempo de lesión sin duda se nota pero Guardiola, al que tanto hemos alabado, debería darse cuenta de que meter tres defensas cuando uno viene de cinco meses sin jugar en el campo del líder quizás es un poco osado…

La vuelta al 3-4-3 avanzada la segunda parte dio un resultado magnífico y la diferencia está en la calidad de Thiago comparada con la de Keita. No es mi objetivo condenar al malí en cada crónica, pero su presencia ahora mismo chirría, posiblemente porque tiene que hacer cosas para las que no está preparado: ni es pivote ni desde luego es falso lateral izquierdo. No tiene salida de balón y sin balón, ya se sabe, el Barcelona es un equipo demasiado frágil. Con Thiago dando salida, la cosa cambió hasta el punto de que sus 25 minutos en el campo fueron un vendaval de oportunidades del Barça.

Thiago hizo de Busquets y dio espacio a Xavi para que conectara con Cesc y Messi en sus posiciones naturales. Primero fue el argentino el que tuvo el empate pero se lió de manera sorprendente cuando estaba mano a mano con Guaitia, probablemente por mirar al juez de línea en vez de arrancar la jugada. A continuación, el propio Messi encontró a Cesc y el ex del Arsenal no perdonó. Quizás el 2-2 entonces no hacía justicia al partido del Valencia pero aún quedaban 15 minutos de partido y el dominio del Barcelona fue tal que estoy convencido de que Emery dará por bueno el punto.

Villa tuvo el 2-3 en otro mano a mano pero lo del asturiano ya ha pasado de “preocupante”. Por supuesto, un goleador como él siempre tiene en la recámara un remate mágico, pero su situación en el campo es la de un hombre perdido, sin saber qué hacer ni cuándo. Hasta tres broncas de Messi le cayeron por no saber leer el juego cuando lleva ya un año y pico entrenando con el argentino. La ventaja de Villa es que al menos no protesta, como Ibrahimovic, pero posicionalmente su juego sigue dejando mucho que desear y oportunidades como la de este miércoles no las puede desaprovechar.

 También pudo marcar Cesc y Messi tuvo una al final en la que probablemente le hicieran penalti, un penalti torpe, de los de arrollar por detrás. En la primera parte le hicieron otro. Estas cosas pasan en el fútbol. A veces los balones dan en los postes y a veces los árbitros no ven faltas. No hay que escandalizarse ni buscar conspiraciones cada vez que una cosa o la otra suceden. El empate fue un buen resultado y un resultado justo. Premio para un enorme partido del Valencia: con ganas y con mucha inteligencia y para una gran segunda parte del Barcelona.

 ¿Por qué se empeña en complicarse los partidos Guardiola? Pues no puedo saberlo. Sin duda su táctica costó los dos goles de la primera parte y pudo costar alguno más. Este año al Barça le ha metido cuatro goles el Chivas de Guadalajara, dos el Madrid en dos partidos distintos, dos la Real, dos el Milan y otros dos ahora el Valencia. Negar que hay un problema en el juego defensivo del equipo es imposible. Lo hay. Tiene que ver con la baja forma de Busquets –le moleste todo lo que le pueda molestar a Guardiola- y el efecto devastador de Keita en el medio del campo en su estado de nervios actual.

Una defensa con centrales recién salidos de lesiones largas, laterales reconvertidos o medio centros que tienen que caer a la banda no ayuda en absoluto, pero el problema no está ahí: está en la salida del balón. Si el Barcelona no mejora eso, ya puede meterle ocho al Osasuna que habrá perdido gran parte de su competitividad.

miércoles, septiembre 21, 2011

Cuando Frank Rijkaard se convirtió en Johan Cruyff



El problema de la mística futbolera es que puede acabar convirtiéndose en tradición o, para ser más exactos, en rutina: algo que uno espera que suceda como si hubiera un designio universal detrás de cada sobresalto. Algo así les sucedió a los barcelonistas de 1992 a 1994, aquellas tres ligas ganadas en el último partido gracias a los pinchazos rivales y sus cómodas victorias en el Camp Nou… y algo así, suponían, se repetiría en 2007, cuando el Madrid de Capello necesitaba ganar en Zaragoza, aquel Zaragoza de Diego MilitoEwerthonAimar y compañía para mantener el liderato y optar a la liga.
Fue un campeonato muy extraño: el Barcelona venía de dos años de triunfos gracias a un genial Ronaldinho, un eficiente Eto´o y las primeras incursiones de Messi en el estrellato mundial. Sin embargo, las tragedias deportivas se sucedieron una tras otra: para empezar, el Sevilla les ganó 3-0 en la Supercopa de Europa, a continuación el Internacional de Porto Alegre les dejó sin Mundialito de clubes, el Liverpool sin Champions League y para rematar la faena, el Getafe remontó un 5-2 en semifinales de la Copa del Rey con un sonrojante 4-0 en el Coliseo Alfonso Pérez.
Al menos quedaba la liga. No es que el juego del Barcelona llamara al optimismo y las oscilaciones de Rijkaardentre el 4-3-3 y el 3-4-3 tenían pinta más de efecto de prestidigitador que de convencimiento táctico. La ventaja sobre el Madrid era de cinco puntos así que no es que el Madrid estuviera mucho mejor: también eliminado de todas las competiciones, llegó a Barcelona a doce jornadas del final con la única esperanza de salir vivo y esperar un milagro.
Sobre ese derby se ha escrito mucho y a menudo de manera incorrecta: que si la ventaja era de diez puntos, de once… No, eran exactamente cinco, nunca en toda la temporada llegaron a ser más de siete, entre otras cosas porque el Barcelona se mostró incapaz de conseguir una racha de cuatro o cinco victorias que le permitiera dar el golpe sobre la mesa. Tampoco lo dio en ese partido del Camp Nou: el Madrid se adelantó hasta tres veces y Messi se encargó de enjugar cada distancia con su primer triplete.
Teniendo en cuenta lo visto, ambos lados dieron por bueno el resultado: jugando con 10 por expulsión deOleguer, el Barcelona mantenía su ventaja y podía centrarse en alejar al Sevilla, por entonces el segundo clasificado empatado a puntos. El Madrid había dado la sensación de que no estaba lejos de su rival por primera vez en tres años de travesía por el desierto. La prensa les convenció de que la remontada era posible y los jugadores hicieron un ejercicio de fe encomiable.
Desde aquel mes de marzo y hasta junio vivimos tres meses de remontadas imposibles por parte de los de Capello: Deportivo de la Coruña, Sevilla, Espanyol, Recreativo de Huelva… todos vieron cómo sus victorias se escapaban en los últimos minutos para convertirse en derrotas. Van NistelrooyGutiHiguaín y Roberto Carlos tomaron las riendas de un equipo suicida y lo llevaron a una racha impresionante: nueve victorias en diez partidos, con solo una derrota en el camino, bastante polémica, en el campo del Racing de Santander.
De repente, los merengues volvían a contar y en Barcelona no se lo explicaban. Hay un proceso mental en determinado barcelonismo contemporáneo, es decir, el barcelonismo posterior a Cruyff, que tiende a funcionar de la siguiente manera: cuando su equipo gana es porque es el mejor y punto, cuando pierde por primera vez, lo achaca a un despiste propio, un exceso de confianza y nunca, en ningún caso, al mérito rival. A la segunda derrota, se despide al entrenador, se cambia a media plantilla y a ser posible incluso al presidente.
En cualquier caso, volvamos a Zaragoza y al 10 de junio de 2007. Recordemos: Real Madrid y Barcelona empatan en lo alto de la tabla pero los blancos tienen la ventaja de la victoria en el Bernabéu en la primera vuelta. Es la penúltima jornada y la última no cuenta: se da por hecho que el Madrid ganará al Mallorca en su estadio y que el Barcelona goleará al ya descendido Nàstic en Tarragona. Así pues, la liga se decide ese sábado, sin necesidad de esperar más tiempo.
En la primera parte, el Zaragoza cumple su labor y se adelanta por obra de Diego Milito. Casi a la vez, Tamudomarca para el Espanyol en lo que se supone que es una excentricidad de vecino llamado a tocar las narices. Nada que no pueda solucionar el paso del tiempo. Efectivamente, al filo del descanso, Messi marca con la mano, una acción parecida al primer gol de Maradona ante Inglaterra en el Mundial 86… pero también en el mismo minuto, Van Nistelrooy empata para el Madrid en La Romareda.
La sincronización de ambos partidos durante toda la tarde-noche fue digna del mejor guionista.
El Espanyol no se sentía como una amenaza. El aficionado culé asistía a otro tedioso partido de su equipo convencido de que la victoria estaba fuera de toda duda. Eso que hablábamos al principio de la mística de las últimas jornadas convertida ya en convencimiento. En el minuto 57, Messi marca el 2-1, esta vez de forma legal, y el Barça da por finiquitado el encuentro a la espera de que el Madrid no fastidie con una nueva remontada kamikaze.
Todo lo contrario: segundos después del gol de Messi, Milito anota el 2-1 y en las gradas se empieza a runrunear el “campeones, campeones” mientras a Frank Rijkaard se le pone cara de Johan Cruyff y solo le falta meterse en la boca un chupa-chups mientras Gaspart pega gritos en el antepalco. Queda media hora de fútbol, pero el destino parece marcado: el Barça conseguirá su tercera liga consecutiva, justo premio a la confianza en un proyecto, un estilo, una forma de entender el fútbol…
Los minutos pasan en La Romareda y el Madrid no da especial sensación de peligro. Los jugadores del Barcelona empiezan a pasarse el balón con cierta displicencia, como esperando algún tipo de señal. ¿Seguimos parados o vamos a por otro? Eligen lo primero. El Espanyol avisa un par de veces, pero la confianza del aficionado culé sigue intacta, rozando el menosprecio.
Así llegamos al minuto 89 de los dos partidos y supongo que recuerdan lo que pasó: Higuaín entra en al área del Zaragoza, chuta, rechaza César, y Van Nistelrooy, de nuevo con la caña preparada, empata el partido. Nada demasiado grave. El Madrid necesita aún otro gol para mantener el liderato y solo queda el descuento. Cuando la noticia llega al Camp Nou, el Espanyol está moviendo la pelota sin especial peligro en tres cuartos del campo azulgrana. En ese momento, Rufete ve un hueco imposible y Tamudo se mete entre líneas, ante la inoperancia habitual de Thuram, Oleguer y compañía, recibe, se escora lo justo y bate con tiro cruzado a Víctor Valdés, que tampoco se huele la jugada y sale a destiempo.
Entre un gol y otro pasan 28 segundos. La tónica de la tarde. Los justos para que el Madrid pase de estar a tres puntos del Barcelona y con la liga absolutamente perdida a mantenerse de líder y con medio campeonato en la mano. El descuento no depara nada nuevo: Higuaín coquetea con el 2-3 pero el Barcelona es incapaz de crear peligro y darle una nueva vuelta a la liga. En el Camp Nou se da una circunstancia inhabitual, que nadie había contemplado: el fracaso.
Fue entonces cuando Ramón Calderón bajó al campo a celebrar con los hinchas como si el Mallorca no existiera y los jugadores del Barcelona se tiraron al suelo, devastados. La siguiente semana le meterían cinco al Nàstic pero no serviría de nada porque el Madrid hizo sus deberes ganándole a los baleares en la enésima remontada en una segunda parte, gracias a dos goles del casi inédito Reyes.
Aquella decepción se vio como un simple ataque de mala suerte. Una desgracia que achacarse a uno mismo pero sin mayor trascendencia. Ni un mérito al contrario. No solo no se cambió nada sino que se reforzó la apuesta de las grandes estrellas y el talonario: a Ronaldinho, Eto´o y Deco se les unió Thierry Henry para recuperar el orden de las cosas. El Barcelona acabó la temporada tercero y haciendo el pasillo en el Bernabéu. Entonces ya sí: Rijkaard a la calle, Ronaldinho y Deco, traspasados… y moción de censura contra Laporta.
Poco más o menos, lo que les pasó a Cruyff y Núñez en 1996 y es que efectivamente el fútbol tiene esa facilidad para convertir lo extraordinario en rutina que hace que uno se desespere o rompa en gritos sin necesidad de invadir ningún país ni matar a nadie. Mejor verlo así, como un alivio, que como una desgracia. Nos ayuda a tener fe en que el año siguiente todo será distinto.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown, dentro de la sección "No pudo ser"

martes, septiembre 20, 2011

Los cumpleañeros salvajes



Lo malo de tener una visión estética de la vida es que parece que uno hace las cosas "a ver cómo quedan". Eso sucede a veces, pero no siempre. En ocasiones, la estética no es más que el recurso del perdedor que puede decir "quedó bonito" y contarlo cuatro años después en su blog, pero la intención primaria es más instintiva, menos cínica, más de piel, carne y huesos.

De entre las cosas más "bonitas" que he hecho en mi vida rescato aquellas que hice en serio, aquellas que tenían un cierto punto de compromiso enloquecido, como carta de suicidio de Kurt Cobain. Algo parecido a la autenticidad y que cada uno lo entienda como quiera. A mí me parece que algo es bonito cuando es verdad y solo es verdad si me he entregado del todo. Yo sé perfectamente cuándo me entrego del todo. Puedo fingir que no, pero lo sé.

Lo sé cuando lo hago y lo sé cuando lo recuerdo.

Estación Sur de Autobuses. Había conocido a Laura tres meses antes y había conseguido enamorarme de ella en solo cuatro noches de borrachera. Es cierto que yo tengo facilidad para enamorarme pero debo advertir que enamorarse de ella era muy fácil, quiero decir, no era algo que solo me hubiera pasado a mí. Ella vivía en Valencia y yo vivía en Madrid. Pasábamos tardes enteras hablando por el Messenger o enviándonos emails de madrugada con la hora como único título del correo: "Seis cuarenta y siete a eme". Después atravesaba un par de calles y un parque lleno de niños y perros y cuidaba unas horas de mi abuela, le ponía el disco de Ana Belén o el de Jorge Drexler y veía con ella películas de "Cine de barrio" que ella ya no podía seguir.

Laura cumplió 29 años el 18 de septiembre de 2007. No nos habíamos visto desde aquellas cuatro noches del Cinema Jove y decidí que tenía que ir a verla. Que tenía que intentarlo. No le dije nada y sin más me dispuse a plegar el espacio. Era esa época en la que me dio por creerme un superhéroe. Perdí un autobús y tuve que coger el siguiente, a media mañana. Eso me dejaba menos tiempo con ella porque en 24 horas tenía que volver a Madrid y salir a San Sebastián. 

Me pasé las cuatro horas del viaje llamándola, pero no cogía el teléfono. Por un momento pensé en un escenario desastre: yo viajando en un AutoRes a Valencia, con el regalo en la mochila, la habitación del Petit Palace reservada... y Laura en cualquier otro lugar del universo o simplemente ilocalizable dentro de su propia ciudad, el mismo espacio pero distintos tiempos. Eso no era todo: a mi abuela la habían ingresado el día anterior. La había ingresado yo, de hecho, o al menos yo me había encargado de los papeleos. Todo empezó por una magdalena que se le atragantó en el desayuno, muy proustiano todo, y a partir de ahí el castillo de naipes fue derrumbándose.

Viéndolo en perspectiva, se puede decir que yo salí huyendo pero no sería justo: yo me limité a seguir una rutina estrambótica y me negué a cambiarla. No puedo verlo como un error. Necesitaba Valencia y necesitaba San Sebastián y probablemente todo lo que yo podía hacer por mi abuela lo había hecho ya en esa tarde eterna de hospitales.

El caso es que me bajé en la parada junto al antiguo cauce del Turia y fui andando al hotel para que a Laura le diera tiempo de aparecer. Anduve la calle Guillem de Castro, pasé por la FNAC y a la altura de la Plaza de Toros me desvié hacia una calle cuyo nombre no recuerdo. 

Hablamos ya en mi habitación. Acababa de salir del trabajo y escuchaba por primera vez mi mensaje. "Estás loco", me dijo, y tenía razón. 

Lo siguiente fue desagradable. Hay que contarlo porque fue bonito pero también desagradable y esto es una prueba más de que en este horror no hay literatura: Laura y yo quedamos en la plaza del ayuntamiento en media hora. No sabía qué esperar, pero estaba contento. Estaba muy contento, en serio, como un adolescente. Entonces llamó mi madre: mi abuela estaba grave, había que operarla, no estaba nada claro que saliera de la operación. 

Yo viví con mi abuela 30 años, quizás esto ustedes no lo sepan y no entiendan el drama. 30 años cuidándonos, no es poca cosa. Y ahí estaba, poniéndome guapo como si así el mundo se detuviera a mi paso, abrazando a Laura en la plaza del Ayuntamiento, los ojos vidriosos, la atención puesta en el móvil. Paramos en una terraza y yo tomé un zumo de naranja, ella una cerveza. Cenamos en un Hollywood, luego subimos a su casa y vimos el primer capítulo de "Muchachada Nuí". Durante años, en este blog y en otros, ella tuvo el apodo de "La Pícara Valenciana", pero con los años me va costando más distanciar a la gente con apodos y prefiero tenerlos más cerca, quizá no como son pero sí como parecen, es decir, con su nombre.

El nombre langosta.

La chica del nombre langosta.

En fin, estábamos los dos en su salón y creo que Joaquín Reyes hacía de Paquirrín en una especie de remake de "Lost".  No hablamos apenas. Ella sabía que yo no debía estar ahí y yo sabía que aunque no debía estar ahí, estaba, y que eso era algo, y que algo era mucho mejor que la tristeza, aunque ese "algo" en concreto se pareciera mucho, muchísimo a la tristeza. Me acompañó a coger un taxi y me abrazó muy fuerte. Hay gente que abraza bien y hay gente que además abraza bonito. No sabría explicarlo. Pasa una vez cada muchos años.

Llegué al hotel, dormí pocas horas y volví a Madrid. Mi abuela seguía viva pero sin expectativas. Laura hojeaba mi regalo y me mandaba mensajes... En medio de todo esto quedaba yo pero yo no sabía ni quién era ni qué se esperaba de mí así que volví a salir corriendo hasta que no me quedó más remedio que volver, como un fugitivo despistado, y cumplir con mi obligación de verla morir poco a poco, muy poco a poco, como la abuela de Borges.

La perspectiva, ya digo, puede confundir las cosas y colocarlas en un orden y un tamaño que no son los que eran entonces. Por ejemplo, en septiembre de 2007, yo no me sentía un cobarde sino un héroe y al escribir esto me voy haciendo un fideo en el sillón hasta casi desaparecer de la vergüenza. Supongo que no me quedaba otra alternativa: todo se derrumbaba y yo tiraba fuegos artificiales. Mi vida es una sucesión de fuegos artificiales y probablemente la suya, si se paran a pensarlo, también.

Una vida valenciana, en definitiva. No necesariamente, bajo ningún concepto, una vida bonita.