domingo, julio 31, 2011

Segundos actos en Nueva York


"Una vez pensé que en las vidas norteamericanas no hay segundos actos, pero era indudable que habría un segundo acto para los días de prosperidad de Nueva York", apunta Scott Fitzgerald en una de las historias más o menos autobiográficas de "El Crack-up", su libro decadente por excelencia, en el que todo el peso de la decadencia, además, recae sobre él: el joven exitoso y millonario, retratista de la clase alta de la costa este y sus lujos europeos, convertido en un repudiado por sus problemas de alcoholismo, su falta de constancia y destrozado por los problemas mentales de su esposa Zelda.

Me pregunto si la frase en cuestión, la frase que tantas veces se cita, no es más que la típica frase ingeniosa que nos hubiera gustado acuñar a nosotros y por eso la repetimos con tono pedante y erudito. Nunca le vi demasiado sentido: la vida norteamericana, especialmente la de los años 20, era una vida de infinitos actos, especialmente si se la comparaba con la vida en Europa, no digamos ya la Gran Bretaña post-victoriana.

Sin embargo, la sentencia cayó en gracia y ya puede venir el propio Fitzgerald a refutarla que no, quedará siempre como su legado. El típico tuit del que te arrepientes toda la vida mientras es celebrado de cuenta en cuenta.

Por lo demás, como ha quedado dicho, el libro habla de Nueva York desde la decadencia pero no de un Nueva York decadente. Mi fascinación por Scott Fitzgerald va más allá de su facilidad para encontrar los títulos adecuados para sus novelas -cuando alguien mejore "Tender is the night" que me avise- sino que tiene mucho que ver con la repetición del personaje venido a menos, personaje que yo también intento colar siempre que puedo, como si el brillo en sí no tuviera mucho mérito sino que el mérito estuviera precisamente en sobrellevarlo lo mejor posible y seguir adelante cuando la bombilla termina de fundirse.

Uno entiende lo terrible que podría ser la decadencia en Nueva York, mucho más desde que Nueva York es el mundo, como en su día lo fueron París, Roma o Atenas. Mi idea de Nueva York es un paseo por calles vacías de fin de semana, Tercera Avenida a la altura de la 14 puede que la 15 caminando hacia el restaurante irlandés local, cuyo nombre en solo tres meses he conseguido olvidar y donde un hombre claramente venido a menos daba conversación, ponía los playoffs de la NBA y servía hamburguesas enormes con muchas patatas.

Las cabinas de aquel restaurante y su serrín por el suelo, que te daba la impresión de pisar una playa trampa. My fake plastic watering can. Recuerdo especialmente una conversación que el irlandés mantenía con un americano y una pareja de ingleses. Todos pasaban los 50 años. El americano había combatido en Vietnam cuando era muy joven. Todos parecían hablar de un mundo que había dejado de existir, que de repente se les había ido de las manos. Uno siente que hace méritos toda la vida para conseguir entender o influir en lo que se llama realidad y de repente, justo al momento siguiente, se hace demasiado viejo para esa realidad y tiene que hacer méritos para no quedarse atrás.

La oscuridad constante y la lectura en penumbra de la prensa española.

La decadencia podría ser también cualquiera de esos rascacielos para turistas. Cualquier cosa que esté hecha para turistas es en sí misma decadente. Si tuviera que quedarme con alguna imagen, aparte de la del bar con serrín y televisión por cable, me quedaría con el puente de Brooklyn. La sensación de poder enorme que sientes mientras avanzas por el puente y la ciudad se abre inmensa a tus ojos: la Estatua de la Libertad a la izquierda, el Empire State, el Plaza o el Chrysler a la derecha y todo recto, curvo, como el propio mundo, el inmenso "downtown" con su sobriedad de ciudad financiera.

El poder inmenso mientras subes la semicircunferencia hasta la zona central del puente y el ataque de ansiedad mientras bajas hacia la ciudad, cada vez más cercana, cada vez más pequeña, cada vez menos decorado y más rutina. Para mí la decadencia es un enorme ataque de angustia y por eso mis protagonistas siempre pasan al menos un rato de cada novela tomando trankimazines y cuidándose los vértigos. No es cuestión de lo alto que subas sino de lo alto que crees que has subido. En realidad, un puente lo puede subir y bajar cualquiera, pero no cualquiera puede cerrar los ojos, respirar y contar de dos en dos a cada paso para evitar que el mareo lo lleve al suelo.