domingo, julio 31, 2011

Segundos actos en Nueva York


"Una vez pensé que en las vidas norteamericanas no hay segundos actos, pero era indudable que habría un segundo acto para los días de prosperidad de Nueva York", apunta Scott Fitzgerald en una de las historias más o menos autobiográficas de "El Crack-up", su libro decadente por excelencia, en el que todo el peso de la decadencia, además, recae sobre él: el joven exitoso y millonario, retratista de la clase alta de la costa este y sus lujos europeos, convertido en un repudiado por sus problemas de alcoholismo, su falta de constancia y destrozado por los problemas mentales de su esposa Zelda.

Me pregunto si la frase en cuestión, la frase que tantas veces se cita, no es más que la típica frase ingeniosa que nos hubiera gustado acuñar a nosotros y por eso la repetimos con tono pedante y erudito. Nunca le vi demasiado sentido: la vida norteamericana, especialmente la de los años 20, era una vida de infinitos actos, especialmente si se la comparaba con la vida en Europa, no digamos ya la Gran Bretaña post-victoriana.

Sin embargo, la sentencia cayó en gracia y ya puede venir el propio Fitzgerald a refutarla que no, quedará siempre como su legado. El típico tuit del que te arrepientes toda la vida mientras es celebrado de cuenta en cuenta.

Por lo demás, como ha quedado dicho, el libro habla de Nueva York desde la decadencia pero no de un Nueva York decadente. Mi fascinación por Scott Fitzgerald va más allá de su facilidad para encontrar los títulos adecuados para sus novelas -cuando alguien mejore "Tender is the night" que me avise- sino que tiene mucho que ver con la repetición del personaje venido a menos, personaje que yo también intento colar siempre que puedo, como si el brillo en sí no tuviera mucho mérito sino que el mérito estuviera precisamente en sobrellevarlo lo mejor posible y seguir adelante cuando la bombilla termina de fundirse.

Uno entiende lo terrible que podría ser la decadencia en Nueva York, mucho más desde que Nueva York es el mundo, como en su día lo fueron París, Roma o Atenas. Mi idea de Nueva York es un paseo por calles vacías de fin de semana, Tercera Avenida a la altura de la 14 puede que la 15 caminando hacia el restaurante irlandés local, cuyo nombre en solo tres meses he conseguido olvidar y donde un hombre claramente venido a menos daba conversación, ponía los playoffs de la NBA y servía hamburguesas enormes con muchas patatas.

Las cabinas de aquel restaurante y su serrín por el suelo, que te daba la impresión de pisar una playa trampa. My fake plastic watering can. Recuerdo especialmente una conversación que el irlandés mantenía con un americano y una pareja de ingleses. Todos pasaban los 50 años. El americano había combatido en Vietnam cuando era muy joven. Todos parecían hablar de un mundo que había dejado de existir, que de repente se les había ido de las manos. Uno siente que hace méritos toda la vida para conseguir entender o influir en lo que se llama realidad y de repente, justo al momento siguiente, se hace demasiado viejo para esa realidad y tiene que hacer méritos para no quedarse atrás.

La oscuridad constante y la lectura en penumbra de la prensa española.

La decadencia podría ser también cualquiera de esos rascacielos para turistas. Cualquier cosa que esté hecha para turistas es en sí misma decadente. Si tuviera que quedarme con alguna imagen, aparte de la del bar con serrín y televisión por cable, me quedaría con el puente de Brooklyn. La sensación de poder enorme que sientes mientras avanzas por el puente y la ciudad se abre inmensa a tus ojos: la Estatua de la Libertad a la izquierda, el Empire State, el Plaza o el Chrysler a la derecha y todo recto, curvo, como el propio mundo, el inmenso "downtown" con su sobriedad de ciudad financiera.

El poder inmenso mientras subes la semicircunferencia hasta la zona central del puente y el ataque de ansiedad mientras bajas hacia la ciudad, cada vez más cercana, cada vez más pequeña, cada vez menos decorado y más rutina. Para mí la decadencia es un enorme ataque de angustia y por eso mis protagonistas siempre pasan al menos un rato de cada novela tomando trankimazines y cuidándose los vértigos. No es cuestión de lo alto que subas sino de lo alto que crees que has subido. En realidad, un puente lo puede subir y bajar cualquiera, pero no cualquiera puede cerrar los ojos, respirar y contar de dos en dos a cada paso para evitar que el mareo lo lleve al suelo.

La reelección de Lorenzo Sanz


Lorenzo Sanz tenía cara de “barra libre”. No había más que verlo para imaginarle metiendo la mano en la caja para jugar al póker o regalando entradas a amigos, enemigos, hinchas propios, ajenos, reventas… Luego la realidad sería la que fuera, pero Sanz era un hombre con una imagen muy poco fiable dentro de una institución que no paraba de ganar Copas de Europa casi por castigo.

Los escándalos aparecían y desaparecían. Ocupaban portadas y luego se obviaban en un breve o directamente pasaban al olvido. Tenía un curioso sentido de la legitimación: se proclamó presidente después de la dimisión forzada de Ramón Mendoza -algo que el presidente más dandy de la historia del Madrid calificaría después de “golpe de estado” en esa madre de todas las autobiografías llamada Dos pelotas y un balón-  y en lugar de convocar elecciones a final de temporada alargó su mandato hasta 1997, cuando Capello le ganó la liga al Barça de Ronaldo. Entonces ya sí, al calor de la victoria, llamó a las urnas y solo acudió él asegurándose la reelección.

Eran tiempos divertidos para la familia Sanz Mancebo: uno de los hijos, en la primera plantilla; otro, en la cantera, rumbo a Mallorca; un tercero, jugador profesional de baloncesto y después, cuando vio que la cosa no daba para más, jefe de la sección.

A Sanz le salvaron los títulos y le condenó el juego del equipo y algunos fichajes gloriosos como Petkovic, “el Átomo” Ognjenovic, Freddy Rincón o Canabal, jugador del Mérida por el que pagó 1000 millones de pesetas de las de los años 90 para acabar acumulando cesiones por distintos clubes de la Primera y la Segunda División. Sanz intuía que estas cosas pasarían a un segundo plano mientras el equipo ganara y la verdad es que ganaba bastante: en 1998, Mijatovic le dio al club su Séptima Copa de Europa tras de más de 30 años de espera, en 1999, Raúl trajo la Intercontinental y en 2000, los ajustes tácticos de Vicente Del Bosque hicieron posible otro entorchado europeo, “la Octava”, para los aficionados empeñados en ponerle un número a cada trofeo.

Después de esta última victoria, en París, ante el Valencia del Piojo López, Mendieta, Ayala y compañía Sanz, desbordado por la euforia, convocó elecciones para el mes de julio. Obviamente, esperaba repetir lo sucedido tres años atrás y que nadie se presentara.

Digámoslo claramente: Sanz pensaba que el socio madridista era tonto y se había olvidado de las derrotas humillantes en el Bernabéu en los partidos de liga, los tejemanejes de los distintos tesoreros, la amenaza de una deuda cada día mayor y los favoritismos nada escondidos con sus familiares. Pensaba que todo aquello sería perdonado y condonado solo con pasear una Copa de Europa más o menos… pero no fue el caso.
El encargado de ponerle el cascabel al gato fue Florentino Pérez. Pérez venía de perder unas elecciones en 1995 por muy pocos votos frente a Ramón Mendoza. Era un empresario joven de modales adustos, elegante y ordenado, con una mirada que para sí quisiera el “hipnosapo” de Futurama. Todo esto lo ha ido perdiendo con el tiempo como se pierde todo pero en aquel momento Pérez era una amenaza muy seria, mucho más de lo que se pensó nunca en el campamento de Sanz.

Si el presidente ofrecía títulos, el aspirante prometía fichajes. No muchos, solo uno: un tal Luis Figo, capitán del Barcelona. Cuenta la leyenda que Figo estaba tan convencido de que Pérez no ganaría que aceptó su oferta casi como un juego, sabedor de que nadie iba a pagar los 10.000 millones de su cláusula. Nadie lo había hecho hasta entonces ni se había acercado. Figo firmó el precontrato pidiendo un dinero escandaloso que nunca pensó en recibir y Pérez extendió sabiamente el rumor entre la prensa afín.

Cuando las noticias llegaron a Sanz, su reacción osciló entre la negación –“es imposible, con qué va a pagar eso”- y la rabieta: como un niño pequeño, obligó a que en su carpa electoral se repitiera una y otra vez una imagen de Figo con el pelo teñido de rojo y amarillo, en un balcón, celebrando exultante un título al grito de “Blancos, llorones, saludad a los campeones”.

Nadie contempló en ningún momento que 2000 no fuera a ser el año de la re-elección de Lorenzo Sanz. Nadie podía siquiera concebirlo: dos Copas de Europa y una Intercontinental en tres años, ¿qué más quiere esta gente?

Hasta que dos días antes de las elecciones se abrieron las sacas del voto por correo. Solo ahí, la ventaja de Pérez era tan abrumadora que ni un milagro en las urnas le quitaría el triunfo. Con su trabajo de hormiguita, casa a casa, teléfono a teléfono, lejos de los focos y los vídeos promocionales, Florentino había conseguido movilizar a todo el electorado harto de los chanchullos de Sanz y las pañoladas en el Bernabéu, junto a los que –para qué negarlo- veían con un morbo enorme la posibilidad de que el capitán del Barça se pasara a la otra orilla.

Las caras de Sanz, Onieva y compañía durante toda la jornada electoral fueron un poema. Como el que se presenta al partido de vuelta después de haber perdido 6-0 en la ida y con medio equipo lesionado. Con esa cara de, por favor, que esto acabe cuanto antes.

Y acabó, vaya si acabó. La segunda reelección de Lorenzo Sanz supuso un fracaso considerable. Ni la marcada hostilidad del grupo PRISA hacia Florentino Pérez ni el manejo de las victorias deportivas ni las declaraciones siempre pesebristas de Roberto Carlos ayudaron al ex presidente que cogió las maletas, musitando un “no me lo merezco”, mandó a cada hijo a una punta del país y se dedicó a comprar clubes como el Parma o el Málaga en operaciones que a veces resultaban y la mayoría, no.

En 2006 quiso devolver la jugada derrotando al delfín de Florentino, Villar Mir, pero no quedó ni tercero. Un juez invalidó una parte del voto por correo y le dio la victoria a Ramón Calderón, que llegó con un escándalo y se fue con otro. Tiempos convulsos para el madridismo. Sanz siguió luchando por defender su imagen pública entre detenciones y estafas… su ostensible parecido con el mafioso de Los Simpsons no le ayudó demasiado.

Este artículo está publicado en la revista Jot Down dentro de la sección "No pudo ser"

sábado, julio 30, 2011

Chivo Chivato- Dejarse la piel



Chivo Chivato tiene su lugar propio en el mercado español mucho más allá de su trabajo con Lichis en La Cabra Mecánica. Por supuesto, hay influencias, nadie va a negarlo: determinados ritmos, melodías, lugares comunes, y un gusto por la letra bien escrita, bien planteada y bien desarrollada que es infrecuente en la industria musical de nuestros días, más perdida en la inmediatez.

Lo que llama la atención de “Dejarse la piel”, su primer disco, es el cuidado con el que está hecho todo y su facilidad para salirse de las convenciones: hay algunos temas que recuerdan el pop-rock ochentero, algunas “canalladas”, retratos de derrota y de superación, influencias casi beateleras y un punto de rabia en cada tema, con frases como “Si las cosas son como son, yo soy como soy y a huevos no me ganan” o “Reza por que no sea yo tu adversario”, que son más una defensa contra la tristeza o la melancolía que un ataque propiamente dicho.

Como si Pepo López en cada composición, reconociera sus miserias e inmediatamente dejara claro que no piensa estancarse ahí, revolviéndose en el pasado y el error.

Se trata de un disco impecable prácticamente en todo. Hace un par de días estuvieron en Madrid e hicieron una presentación en acústico. No es lo mismo. Siempre es un placer ver a Jordi Cobre tocar el contrabajo o a Pepo lanzarse con la mandolina, pero la potencia que tiene esta banda como tal banda es brutal. No hay demasiadas concesiones: efectivamente, algunos temas coquetean con la sensiblería, como en “Si hablamos de que te has ido”, una tristísima canción de desamor, pero el resto es un tiro, tanto en ritmos como en versos.

Entre los mejores temas tenemos “Ni todo es para tanto”, que abre el disco como declaración de intenciones, la durísima “El silencio de las hadas” o “Más de lo mismo”, con ritmos que en ocasiones recuerdan a Vacazul o a cualquier proyecto de Jairo Zabala. No en vano, Jairo es uno de los mejores amigos de Lichis, y Lichis no solamente puso el estudio en la grabación sino que toca el bajo en varias de las canciones.

En fin, olvidémonos de Lichis y volvamos a las cosas mismas porque casi me parece una falta de respeto para Pepo, Jordi y Daniel analizarles en comparación con alguien. Ellos son lo que son y a huevos no les ganan. Su moderado éxito en Barcelona aún no se ha visto culminado en Madrid pero todo hace indicar que es cuestión de tiempo. El talento siempre se acaba abriendo camino.

No sé exactamente dónde se puede encontrar el disco. Por lo que me comentó Pepo el otro día está en Spotify, pero uno no se curra un libreto de la leche como el de este disco para que la gente lo escuche por Internet. Si quieren, prueben ahí y luego ya ven lo que hacen. Quizás ustedes ahora mismo piensan que yo soy un pelota cuando la verdad es que tengo toda la razón del mundo. Y si prueban a escuchar el disco, seguro que me la acaban dando.

¿Por qué me llamas a estas horas?


El momento en el que toda la banda para y luego retoma el ritmo con un tono muy bajo, dejando a Pucho, sin alardes, casi como una caricia, dejar claro que "aún quedan vicios por perfeccionar en los días raros" y si uno cambia la palabra "vicios" por cualquier otra cosa, la frase funciona igual, por el momento -a los tres minutos y medio de la canción- y por la propia idea de perfeccionar desde la calma, una idea sublime, lejana de los "ooooo" con los que acaba el tema.

Jorgito Marazu y yo comentando la jugada en una esquina del Búho Real. Los dos nos hemos vuelto unos obsesos de esa canción desde que volvimos de Benidorm. La propia idea de "los días raros" es lo que me fascina. ¿Qué mejor definición que la indefinición? Es la última noche de la temporada -en rigor, es la penúltima, pero se celebra como si fuera la última- y se ha organizado una especie de jam session con músicos invitados que suben y bajan del escenario.

Hay un punto de orgullo al ver que hasta cinco de ellos pasaron por el Fuera de Contexto. Menuda montamos con el Fuera de Contexto, es algo que con el tiempo se recordará con cariño o yo, al menos, lo recordaré con cariño y esa sensación de vivir por encima de mis posibilidades que me sucede a menudo. Saber que igual que ahora recuerdo los tiempos -los días raros- en los que Lichis me llamaba al móvil para salir y yo era incapaz ni de cogérselo de pura vergüenza, abrumado como estaba porque el que para mí era el mayor genio de la música española me estuviera llamando a mí. ¡A mí!, dentro de unos años diré que compartía confidencias y viajes enloquecidos con Jorge Marazu o con Laura de Pedro y nadie me creerá.

Los cafés con Cristina Gallego, Teresa Soria o Rut Santamaría, las noches con Patricio, Álex Martínez, Zahara o María Blanco y un enorme etcétera en el Costello. El silencio de aquellas noches de Costello, el respeto antes del respeto. Diré que no estuve el 15-M pero sí estuve el 17-M y me quedé hasta las cuatro de la madrugada y los jóvenes me mirarán como el gurú que no soy pero en el que inevitablemente me acabaré convirtiendo si sigo dejándome crecer el pelo y no afeitándome la barba.

Jabois dice que prefiere haber escrito que escribir. Sin duda alguna, yo prefiero haber vivido que vivir. Vivir me resulta algo angustioso, pero el recuerdo me calma. Un recuerdo de "All these things I´ve done". En el Búho sube Jorge, sube Mario, sube Antonio, sube Pablo y sube Perro Flaco. Hay algo tierno ahí que me hace pensar que son "mis niños". Se lo explicaba camino del Búho a Sofía Comas, la cantante de Tucan Morgan: cualquier cosa que hagáis, saber que os va bien, hace que a mí me vaya bien, que pueda sentirme orgulloso de vosotros.

De hecho, fue una situación incómoda: los dos cruzábamos el paso de Mejía Lequerica a Barceló por donde no debíamos, en direcciones contrarias. Ella me reconoció y yo a ella no. La chica me pareció tan guapa que me resultaba imposible haberla olvidado así que entendí desde un principio que ella se equivocaba, que saludaba y preguntaba a alguien que no era yo, y empecé a sentirme culpable y tuve que decirle la verdad: "Lo siento pero no te ubico", en la esperanza de que todo fuera un enorme malentendido y la chica preciosa se hubiera equivocado de chico despeinado.

No fue así. Aún quedan vicios por perfeccionar en los dias raros.

Nunca he tenido una gran memoria, lo he escrito mil veces.

De hecho, escribir mil veces algo ya es una señal de mi facilidad para el olvido.

La noche acabó con César Pop, Aaron Thomas, Álex Ferreira, Miki Ramírez, Rash y un chico de voz preciosa pero del que no recuerdo el nombre. La memoria, de nuevo. Gente que  me llama "Guille" y no me queda más remedio que asumir que Guille soy yo. Pronto me veré como el protagonista de "Memento" sacando una polaroid a cada persona que conozco y clavándola con chinchetas, desquiciado, en la habitación de un motel.

Porque entonces, a este paso, ya no tendré ni casa, y vivir como un detective salvaje, solo por una cuestión de estética, me resulta en ocasiones atractivo, incluso tentador.

Estoy a dos semanas de acabar mi segunda novela. Acabar el borrador, quiero decir. El movimiento se demuestra andando y quietecito nadie me va a decir lo guapo que soy. He conseguido colar dos frases improbables que probablemente tenga que eliminar tarde o temprano. Una dice "la fatigosa laxitud de la persecución" y alguien tendría que preguntarme: "¿Qué cojones quiere decir eso?" para que yo le contestara "No tengo ni puta idea". La otra frase, un guiño como otro cualquiera se limita a decir: "Mientras, el universo ronca", y quien lo pille, que lo pille.

viernes, julio 29, 2011

Elecciones anticipadas

No sé si votar al que cuando salgo a la calle a protestar pacíficamente me llama etarra, al que me llama chusma, al que me llama niñato, al que me acusa de pueril o de hacerle el juego a la derecha, al que me tiene por españolista o al que me tiene por nacionalista. Al que se lleva las manos a la cabeza y pide cargas porque "Oh, Dios Mío, están cortando calles", al que después de 7 años gobernando promete gobernar como yo le diga y espera que me lo crea o al que me pide muy educadamente que si me quiero quejar ya sé lo que tengo que hacer: entrar en su juego, y si no, calladito y en casa.

No sé si votar, en definitiva.

Por primera vez en mi vida, veo la abstención como la opción más apetecible.

Y que nadie dude que voy a votar lo que me apetezca. Uno no se pasa dos meses y medio escuchando que es un vago y un caprichoso para ir a hacerles el favor a última hora.

jueves, julio 28, 2011

Vicios por perfeccionar en los días raros


Pienso en la ex novia hastiada. La ex novia que no puede evitar meterse aquí y aguantar todos mis recuerdos sobre ella y las demás. La ex novia que no sabe si sentirse especial o sentirse masa, depende del día, pero que en cualquier caso no le hace demasiada gracia reconocerse en algunas frases, algunos gestos, algunas situaciones.

¿Pero cómo enfadarse? Al fin y al cabo mi pasado es el suyo y su nombre no aparece y lo que no es excentricidad es cariño. Parezco un chico tan solitario que supongo que a veces le dan ganas de matarme y a veces le dan ganas de abrazarme y decirme “todo irá bien, no te preocupes, todo irá bien” y cuando yo le pregunte: “¿Seguro?, ¿me lo prometes?”, ella tendrá que contestar que sí porque no queda otra alternativa, porque nadie pregunta esas cosas esperando la verdad sino el consuelo.

Pienso también en la ex novia enfadada. El otro día lo hablaba en una terraza de Santa Ana, hasta qué punto recuerdo los detalles y las conversaciones de mi ex novia enfadada y su enfado hace que todo sea más terrible y yo me sienta más culpable. Probablemente aquello no fuera más que otro juego doloroso de post-adolescentes. Es curioso: recuerdo los diálogos pero con los nuevos apelativos, es decir, recuerdo haber dicho: “Nos vamos a Londres, peque” cuando eso es imposible porque yo entonces no utilizaba nunca ese diminutivo, así que lo más probable es que dijera “Nos vamos a Londres, boba”.

Yo creo que ella me perdonó muchas cosas pero nunca me perdonó Londres. Yo podría decir aquí que yo tampoco perdonaría Londres y quedaría muy bien pero lo cierto es que yo he perdonado algunas cosas, que madre mía… En cualquier caso, la entiendo. Y entenderla no quiere decir que no la eche de menos. El otro día soñé que me volvía a coger el teléfono y le preguntaba si había hecho unas Oposiciones. No sólo eso, le preguntaba si había conocido a algún chico llamado Ignatius, que podría ser Ignacio o incluso Nacho. “¿Por qué me preguntas eso?”, me decía. “Porque te he soñado diciéndole a Ignatius que habías aprobado”.

Después desperté, es lo más cerca que he estado de ella en cuatro años.

Finales de julio, repuntes de una canícula que afortunadamente no ha sido lo que se esperaba. Eso está bien, aceptamos cualquier sorpresa que nos merezca la pena. Me encuentro con un poema de Bolaño, “Los perros románticos”: el primer verso dice: “En aquel tiempo, yo tenía 20 años y estaba loco” y de repente me tuve que levantar y correr a Facebook a mandarle un mensaje a Luna Miguel, algo así como “te encontré”, que espero que no se interprete como un “te estaba buscando” porque no es verdad.  Con Bolaño de padrino, todo el mundo es bienvenido a este blog.

Después volví a la cama –siempre leo en la cama, a veces en el suelo pero casi siempre en la cama- y me di cuenta de que llevaba tres días sin salir de casa ni ver a nadie, solo escribiendo, leyendo y viendo a gente en bañador lanzarse a piscinas chinas. Estas cosas me pasan a menudo y me pillan siempre desprevenido. Lo bueno es que, tarde lo que tarde yo en esconderme, el mundo al final me acabará encontrando.

Eugeni Berzin



No sé si en el resto del mundo la figura de Berzin es tan recordada como en España. Me cuesta ubicar exactamente su carrera en el lugar que le correspondería por sus méritos. Berzin fue la kryptonita de Induráin y lo fue dos veces, que no es decir poco. Primero, por supuesto, en el Giro de 1994, la primera gran vuelta que perdía el navarro en cuatro años, aquel Giro de emboscadas, con Massimo Ghirotto y Moreno Argentin compitiendo en argucias y bonificaciones y Marco Pantani reventando la carrera en cada puerto, alopécico pero no rapado, con el culotte azul vaquero de los Carrera.

De aquel año aprendimos muchas cosas, sobre todo, el nombre Mortirolo, símbolo de la caída de un imperio. Induráin iba a Italia como Contador va últimamente a Francia, a la de Dios, sin equipo, así me las pongan todas. Arrasaba en las contrarrelojes a los diminutos escaladores italianos y luego se limitaba a cogerles rueda.

Con Berzin era distinto porque Berzin llegó a ser tan buen contrarrelojista como Induráin siendo mucho más ligero en la subida. Rubio, ruso y joven, Eugeni iba para gran estrella de la década hasta que le pasó como a casi todos los jóvenes eslavos que destacan en lo suyo muy pronto: se perdió. No pretendo ser ningún moralista, yo creo que si tienes 24 años y estás forrado tu obligación es perderte. Si no lo eres, no, tu obligación es trabajar y pulir tu talento.

Aún quedarían un par de años para eso: la temporada siguiente volvió al Giro y quedó segundo, detrás de Rominger y delante de Ugrumov, compañero de equipo en aquella impresionante Bianchi y con el que se las tuvo tiesas de la primera etapa a la última. Con un palmarés envidiable y 26 años, Berzin se plantó en el Tour de 1996 dispuesto a dar el salto de calidad.

Este fue el segundo encuentro sucesorio con Induráin. Hablamos de aquella subida a Les Arcs donde a Miguel lo reventaron el frío y el hartazgo. El tirón no fue de Berzin, porque él no se encargaba de esas cosas. Sería de Riis o de Ullrich o de Rominger o de Virenque o de Olano. No, de Olano no creo. El caso es que Berzin, mucha gente no lo recuerda, fue el que se puso de líder en esa etapa con el mismo tiempo que el donostiarra y el día después dio una exhibición en la crono de Val D´Isere que le dejó con casi un minuto de ventaja sobre el segundo.

¿Llegaba Berzin después de tres años exitosos para quedarse? ¿Sería el ruso el sucesor,como lo fue en 1994? No tardamos mucho en salir de dudas. La tercera etapa alpina acababa en Sestrières, territorio italiano, y Riis le quitó el amarillo, que no soltaría hasta París. Que Riis era una farmacia andante podíamos suponerlo pero no lo supimos de su propia voz hasta casi 15 años después. Berzin fue cayendo poco a poco en la general hasta que en la etapa de Pamplona, la tristísima etapa de Pamplona en la que Induráin se derrumbó por completo, perdiera más de media hora. Aquello no fue una etapa, fue una sangría. Probablemente fuera el Tour más montañoso en muchos años, la medicina preparada contra el doctor Induráin y que de paso se llevó a su becario rubio por delante.

A partir de ahí, Berzin siguió porque algo tenía que hacer. En 1997 ganó dos pruebas menores y desde entonces hasta su retirada en 2001 ni eso. Pululó por distintos equipos incluyendo el Costa de Almería o la Française des Jeux -que, por cierto, ya que Ángel de Andrés y Pedro Delgado llevan media vida yendo a Francia cada verano podían aprender que la "ese" final se pronuncia porque es femenino- hasta que  ya se cansó y se buscó un retiro dorado, probablemente en el póker, a competir contra su amigo Kafelnikov porque todos sabemos que no hay nada más excéntrico que un ruso excéntrico, del jugador de Dostoievski en adelante.

miércoles, julio 27, 2011

Mientras el universo ronca


Por las noches pienso en la angustia de cuando quieres dejar a alguien. La inevitable urgencia y a la vez todos los miedos: no aceptar es el primer paso para no sentirse aceptado. A nadie le gusta que le odien. Nadie quiere ser el cataclismo sentimental de otro. Luego pienso en la angustia de cuando sabes que te van a dejar, valoro si es mejor o peor y no me pongo de acuerdo. Me pasó una vez, en 2000, duró 11 días, si no me equivoco, pero la cosa no dependía de mi con lo que, de acuerdo, lo pasé mal, horriblemente mal, pero al menos tenía alguien a quien culpar y eso no es poco.

Mi imagen favorita es la del hombre que pega un portazo y con el pomo aún en la mano, fuera de la habitación, agacha la cabeza como diciendo "pero, ¿qué demonios he hecho?".

Lamento no poder ver las cosas con cierta perspectiva pero supongo que es lo habitual en esas circunstancias. Yo estuve a punto de dejar a una chica por Messenger por pura cobardía pero mi psicóloga me lo prohibió tajantemente. Creo que hizo bien.

Las mañanas varían: hoy por ejemplo he coqueteado de nuevo con el ataque de vértigo durante unos treinta minutos, sin duda producto de estas angustias insanas, luego he bajado al bar y me he tomado un desayuno de nadador olímpico porque me lo había ganado. En general, el despertar se me hace largo. Creo que ya lo he comentado antes. No sé por qué he decidido que justo la mañana es cuando me tengo que poner a escribir la novela, de ahí que las inseguridades se multipliquen porque estás escribiendo algo que, bueno o malo, te interesa lo justo en ese momento.

Lo que pasa es que me conozco y sé que si lo dejo para la noche no lo haré porque la noche no está hecha para planes sino para improvisaciones y cuando planeo, siempre, lo que sea, me bloqueo por completo y no queremos eso.

Voy a desmitificar el proceso creativo: escribo tres horas al día, me suele dar para el borrador de un capítulo. De las 11 a las 2, a veces alargo si no estoy seguro y quiero releer y releer y borrar y añadir... De esas tres horas paso escribiendo una hora, releyendo y corrigiendo otra y la tercera viendo a Michael Phelps o poniendo comentarios en Facebook o Twitter. Normalmente, en Facebook pontifico, con comentarios larguísimos que solo tienen como objeto quedarme delante del ordenador, descargando el correo cada cinco segundos para ver cuántos "me gusta" colecciono. En Twitter, no, pontificar no sirve de nada. Como dijo Miguel Rico, Twitter es ese lugar en el que te levantas por la mañana, dices buenos días y hay 10 tíos esperando para decirte "hijo de puta".

Por las tardes, depende: sueño con chocolates y azúcares, como un niño pequeño. Si creo que me he portado bien, me los concedo. Si creo que no, bebo agua de manera compulsiva para engañar al cuerpo. Releo lo escrito por la mañana y me suele gustar más porque estoy más animado. Si lo leyera por la noche directamente me daría besos en el espejo. Por eso ni escribo ni leo por la noche, me limito a ver telebasura y fantasear con dejar cosas que no tengo.

martes, julio 26, 2011

La amarga plata de Michael Phelps



El paseo se convirtió en una carrera. Íbamos borrachos como cubas pero conocíamos perfectamente nuestro deber: a las 04.06 de la madrugada empezaba la carrera de 100 metros mariposa, la que daría la séptima medalla de oro a Michael Phelps si todo iba bien, y no podíamos perdérnosla. Nuestro cuerpo tenía el horario de Pekín. Cinco días antes, la hazaña estuvo a punto de truncarse ante el relevo francés pero Jason Lezak le remontó un cuerpo de ventaja en la última posta a Alain Bernard, recordman mundial en ese momento, y le dijo a Phelps con una mirada eufórica: “Aquí la tienes, ahora te toca a ti”.

Y sí, le tocaba a él y todos éramos sus fanáticos. Fanáticos borrachos ya con un principio de resaca: días alocados en Barcelona, anocheceres en fiestas de barrio y amaneceres imprevistos, carreras de ciclismo en pista y finales surrealistas de competiciones de vela. Iba con un amigo, tan forofo del deporte como yo y con una tendencia parecida a perder los papeles por las noches: dormíamos poco y a horas improbables, nuestros planes los fijaba la guía del Marca.

Ahora estábamos en la Diagonal, subiendo hacia nuestro hotel en L´Illa, el mismo donde, una mañana, entre ojo abierto y ojo cerrado, descubrimos que en nuestro ascensor estaban Piqué y Eto´o y decidimos seguir hablando de la noche anterior como quien comparte viaje con la vecina del cuarto. El tiempo se nos venía encima. De Francesc Macià arriba no nos quedó más remedio que recurrir al sprint: 04.02, 04.03…
Estamos hablando de una carrera, los 100 metros mariposa, que dura menos de un minuto. Una carrera histórica –ya nos habíamos tragado las otras seis- que no pensábamos ver en diferido, con el resultado ya en el teletexto. De ninguna manera. Llegamos derrapando a la habitación, pasamos la tarjeta por el pomo de la puerta y nada más entrar, mi amigo se lanzó sobre el mando y encendió la tele: justo en ese momento daban la salida a la carrera.

Phelps tuvo un comienzo penoso. Llevaba casi una semana peleándose con la historia y no es que no estuviera acostumbrado: ya en Atenas se llevó 6 medallas de oro y 2 de bronce, como quien no quiere la cosa. Allí le ganó Ian Crocker, aquí la amenaza era serbia y se llamaba Miroslav Cavic, que se lanzó como un poseso a la piscina castigando inmenso al agua en cada brazada. Un oro siempre es un oro, pero este oro sería además para Cavic la oportunidad de aparecer para siempre en todas las repeticiones, año tras año tras año.

El hombre que se convirtió en kriptonita.

Volvamos a la piscina: al paso por los primeros 50, Phelps es séptimo. No parece dar para más. La distancia de Cavic es sideral para una prueba tan corta. El serbio sigue apretando y detrás, el estadounidense gana puestos poco a poco. Pareciera, dentro del aturdimiento de una noche confusa, que incluso recorta la diferencia. A media piscina, apenas está unos centímetros por detrás y en progresión agónica. No le da tiempo para la remontada, no le puede dar tiempo. El espacio se contrae, el tiempo se dilata… El chapoteo indica la proximidad, calle contra calle, imposible distinguirles. Llegan a las boyas rojas casi empatados, Cavic aún con una cierta ventaja… mientras el serbio estira el cuerpo para la llegada, Phelps decide dar media brazada más, desde la nada, un recurso desesperado para intentar lograr lo que no podría esperar cuatro años más.

No es suficiente. Ha ganado Cavic. Mi amigo y yo nos miramos, desconcertados. Los dos tenemos la misma impresión. No nos hace falta ver la repetición de la cámara subacuática para sentir el abismo de la decepción. Al instante, sobreimpresionados, aparecen los puestos: primero, calle 5, Michael Phelps. Segundo, calle 4, Miroslav Cavic. No lo podemos creer. El estadounidense, tampoco. Pese a todo, celebra.

Al poco rato, la televisión muestra la clasificación entera por tiempos, que confirma lo adelantado: primero, récord olímpico, 50.58 segundos, Phelps. Segundo, 50.59, Cavic… pero la foto es la foto, y Cavic toca primero. El comité serbio protesta, es lo mínimo que puede hacer. Los jueces explican: la natación tiene algo de atletismo, es decir, no gana el que primero llega sino el que primero llega de manera completa, con fuerza. Igual que adelantar la cabeza no sirve de nada en una llegada de los 100 metros porque lo que cuenta son los hombros y el pecho, alargar la punta de los dedos no sirve en natación porque la placa hay que tocarla con decisión, no acariciarla como si fuera tu novia.

La media brazada que se inventó Phelps le dio su séptimo oro. Al día siguiente, sus compañeros de relevos en estilos le regalaron el octavo. No se lo pierdan: 100 y 200 metros mariposa, 200 metros libres, 200 y 400 metros estilos y los tres relevos. Catorce medallas de oro en total en dos Juegos Olímpicos, más de veinte títulos mundiales en todo tipo de disciplinas: luchando contra Crocker, contra Peirsol, contra Thorpe, contra Van den Hoogenbad

Al año siguiente repitió la machada. A mi juicio –aquel Mundial me pilló relativamente sereno y a una hora decente- incluso la superó. En Roma, pleno auge del “dopaje tecnológico” de los bañadores luego prohibidos, se anuncia su declinar: después de una sanción incomprensible por fumarse un porro y dejarse fotografiar –Phelps, por entonces, tenía 24 años-, pierde su primera carrera de 200 libres desde Atenas 2004 y afronta otra vez los 100 mariposa como tercera baza ante el duelo Cavic-Rafa Muñoz.

Tercera baza, decían. La primera piscina la pasa en quinto lugar y a falta de quince metros ya está por delante de sus dos competidores. Gana. No solo gana, bate el record del mundo. Con su bañador de toda la vida. Ni siquiera enloquece, se limita a cumplir los trámites de los saludos y las condolencias. Hay más orgullo que rabia en ese hombre que, ahora sí, levanta el dedo índice, el de los campeones. Michael Phelps vuelve a ser el mejor, casi con un punto de saña. El mejor deportista, no del año, no de la década… de todos los tiempos.

Artículo publicado dentro de la seccion "No pudo ser" de la revista Jot Down

Usted no sabe con quién está hablando


Para ser un atormentado, siempre he tendido a llorar poco. Casi nunca. Esto está cambiando también, como todo lo demás: entre los síntomas, aparte de la euforia nocturna y una melancolía que dura toda la mañana, un peso que impide casi la respiración, está el nudo en la garganta con cada titular. Si habla un chico de una isla noruega, yo rompo a llorar en un autobús, si recuerdo una placa de la Puerta del Sol, los ojos se me llenan de lágrimas... cualquier cosa la relaciono con la injusticia y hago de esa injusticia algo propio: una injusticia contra mí, como si yo fuera la víctima de todas las afrentas mundiales.

Otra cosa es que consiga convencer a los demás: Coradino Vega me acusa de no ser un cínico sino un romántico, y puede que tenga que darle la razón, solo que un cínico antes ha sido siempre un romántico. El cinismo es una defensa, solo eso, y uno solamente puede defenderse de lo que conoce.

Nota mental: una frase de Bolaño entre policías, mujeres boca abajo y jorobaditos. "La inocencia, casi como la imagen de Lola Muriel que deseo destruir. (Pero no puedo destruir lo que no poseo)". Buscando la cita me doy cuenta de la cantidad ingente de paréntesis que contiene el libro: un pensamiento fragmentado o más bien olvidadizo, como si Bolaño necesitara siempre acotarse, no se le fuera a olvidar.

Todo esto me recuerda a Standstill, banda sonora obsesiva, "¿Por qué me llamas a estas horas?", obra cumbre del pensamiento fragmentado. Busquen más abajo, no quiero abrumarles a enlaces.

Marina, algo más tarde, por la noche ya, en una terraza de Olavide, me deja claro que no me conoce pero que si me enamorara todo me iria mejor. "Me enamoro poco, siempre he tenido ese problema", le digo, con una sonrisa, como si tratara precisamente de enamorarla. "Pues yo creo que eres bastante enamoradizo", dice, pero no, yo soy un ludópata, no es exactamente lo mismo.

También dice "bueno, pero ahora estás bien" y debe de ser verdad porque nadie puede aparentar que está bien todo el rato sin al menos estar bien alguna vez. Y alguna vez ya es bastante.

A veces pienso que escribo para la posteridad y a veces pienso que escribo solo para recordarme quién soy, aunque sin paréntesis. Escribo un diario para poder seguirme la pista, aunque no siempre lo consiga. Por ejemplo, en el famoso viaje de vuelta de Benidorm, pensaba "es una suerte poder volver a Madrid, leer mi blog y enterarme por fin de si me lo he pasado bien o no en el festival". Solo que al llegar al blog no pude entender nada, todo era literatura.

Alguien ha llenado el barrio de pintadas con el nombre de Arthur Cravan y el de un filósofo cuyo nombre no recuerdo. ¿Lo ven? Soy un desastre. Lo que pasa es que no consigo convencer a nadie de que soy un desastre, lo que quiere decir que probablemente no lo sea. Solo soy el tipo que se mira al espejo por la mañana y se dice "Usted no sabe con quién está hablando" y lo dice con toda sinceridad, sin artificios. Después entra en la ducha y gira la llave del agua caliente.

lunes, julio 25, 2011

Quiero verte porque quiero verte


"La universidad desconocida", antología de poemas y textos sueltos de Roberto Bolaño, empieza con esta declaración de intenciones:

MI CARRERA LITERARIA

Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad también de Alfaguara, Mondadori, un no de Muchnik, Seix Barral, Destino... Todas las editoriales... Todos los lectores... Todos los gerentes de ventas...
El texto está fechado en octubre de 1990, cuando el chileno ya contaba con 37 años. No es ninguna broma la historia: 37 años. Que alguien deje escapar la liebre, vale, pero esto es un escándalo editorial, supongo que sin consecuencias. Como si un físico publicara una refutación de la ley de la relatividad 10 años más tarde porque "nadie me la quería editar". Rodarían cabezas. Pero no, este es el mundo literario, aquí como mucho cambias de casta y ni siquiera eso está tan claro...

"La universidad desconocida" me acompaña en el trayecto de Benidorm a Madrid mientras la gente baja al lavabo, justo a mi derecha, y nadie tira de la cisterna. Lo sé porque yo tampoco lo he hecho. No he sabido cómo. Me he limitado a hacer como los demás: dejar mi olor y subirme fingiendo que aquí no ha pasado nada. De repente, horas después, una chica entra y se oye el ruido, el delator ruido del agua corriendo. El botón mágico. Imagino el sentimiento de culpa por todo el autobús, como si eso se pudiera pasar a una novela que hablara de culpabilidades. Como si esa chica pudiera salir del cubículo rabiosa, incapaz de perdonar la torpeza ajena y se tomara una buena venganza por su cuenta...

Es un viaje de escritos fugaces, anotaciones en la libreta que no pretenden ser publicados en ninguna red social. Garabatos de poemas sin cuidar la forma ni la caligrafía. Ideas que vienen y van solo por el placer de tenerlas, sin pretender pasar a la Historia. Se me había olvidado lo que era escribir sin tener que pasar a la Historia.

La libreta, como siempre, me sorprende. Los contenidos de la libreta, quiero decir, la libreta en sí es muy predecible: negra, tamaño medio, Moleskine. Una manía heredada de Lucia. Escribir sin pretender pasar a la Historia consiste en obviar la rima interna entre "mania" y "Lucía" en la frase anterior y seguir como si nada. Seguir detallando algunos de los contenidos de la citada libreta, pronta a agotarse: notas de las respuestas que me dio Bret Easton Ellis en el Villamagna, cuestionario y respuestas de David Pinillos, pequeña agenda del viaje a Barcelona en enero de 2011, calendario del Barcelona del citado mes de enero hasta el 2 de marzo, bastante movido por cierto... Resultados de Roger Federer desde Toronto 2010 a Doha 2011, obviando sus fracasos posteriores, notas de formación previas a mis tres meses en MSN.com, doble teléfono del Instituto de Psicoterapia Gestalt, agenda de Medina del Campo 2011 y cuatro días del viaje a NuevaYork, por lo que veo los cuatro últimos... Más entrevistas, algunas con cuestionario y respuestas, otras solo con respuestas o cuestionario: Blanca Suárez, Jan Cornet, Jaume Balagueró, Javier Coronas, Pablo Aragüés, Ángel María Herrera y Guille Galván, de Vetusta Morla.

Después las notas incomprensibles y una flecha que une el nombre "Iratxe" con la marca "Greyhound".

Podría filtrar aquí algo de lo que se puede leer en esas notas pero lo sentiría como una traición. Tampoco esperen nada espectacular. Después de todo, la sensación con la que me quedo, la frase que no puedo apartar de mi cabeza en cuanto llega es "Quiero verte porque quiero verte" y lo que siento, exactamente, es paz. No solo afirmación, sino paz. Una especie de rendición total: la ausencia de excusas, el acto en sí mismo. La voluntad en sí misma, mejor dicho. El mejor resumen de cualquier propuesta: si no quisieras ver a alguien sería imposible que quisieras ver a alguien.

La tarde mágica de Laurent Fignon



A los 23 años, pocos días antes de cumplir 24, Laurent Fignon ya había ganado dos Tours de Francia, desplazando a Bernard Hinault en el corazón de sus compatriotas. Melena al viento, aires de “enfant terrible” presuntuoso, Fignon se encontró con la gloria a una edad a la que le fue imposible asimilarla. Solo la exhibición de 1984 ya debería recordarse durante años: maillot de campeón de Francia ceñido al pecho, fue capaz de ganar cinco etapas, la clasificación general final y distanciar al segundo —Hinault— en más de 10 minutos y al tercero —Greg Lemond— en once minutos y medio.

Había campeón para rato, en eso estaba todo el mundo de acuerdo. Un héroe para el fin de siglo, el hombre capaz de dejar en nada a Anquetil y a Merckx, un nuevo caníbal capaz de ganar en pequeños sprints, etapas de montaña y contrarrelojes individuales.

Todo esto hay que tenerlo en cuenta para entender lo que pasó después, lo que les voy a explicar después. Hay que comprender lo que supone estar en lo más alto en plena post-adolescencia: el dinero, las mujeres, los halagos, la sensación de poder absoluto… Mientras Fignon disfrutaba de su superioridad, Hinault y Lemond entrenaban. Se odiaban, de acuerdo, pero sobre todo entrenaban. El francés se llevó el Tour de 1985; el estadounidense, el de 1986.

¿Qué fue de nuestro héroe juvenil? Poca cosa. Fignon pasó el 85 entre lesiones y problemas y su reaparición en 1986 fue un fiasco absoluto. Dio muestra de su calidad los dos años siguientes con un tercer puesto en la Vuelta a España del 87, varias etapas de la París-Niza y la Milán-San Remo de 1988 pero comparado con la expectación creada, aquello era un reintegro de tercera.

Lo que en realidad no soportaba Fignon era haber dejado de ser competitivo en las grandes vueltas. Él veía a los Roche, Perico, Herrera y compañía copando los pódiums y no podía entender por qué él no estaba ahí. Que le ganara Hinault tenía un pase pero quedar detrás de Fabio Parra era difícil de asimilar para alguien que había tenido trato de deidad solo cuatro años antes.

Y así llegamos al famoso Tour de 1989, que es lo que ustedes están esperando desde el principio. Será difícil encontrar una edición de una carrera con tantas intrahistorias: de entrada, el campeón del año anterior, Pedro Delgado, se fue a dar una vuelta por Luxemburgo y llegó con casi tres minutos de retraso en la etapa prologo. Después se dejaría otros cuatro en la contrarreloj por equipos, completamente desfondado. Los sucesores naturales: Bernard, Alcalá, Breukink, Hampsten… naufragaron a las primeras de cambio abrumados por las expectativas.

Después de la primera gran contrarreloj, Greg Lemond conseguía el amarillo. El estadounidense había sobrevivido a un accidente de caza, aún con restos de munición en su cuerpo, y tuvo que pasar tres años casi inéditos peregrinando de equipo en equipo hasta llegar al desconocido ADR, sin posibilidad alguna de éxito, muy lejos de sus mejores tiempos. Su liderato se dio como algo circunstancial: al fin y al cabo ya había ganado la última contrarreloj del Giro, solo un mes antes, pero el gran favorito volvía a ser Fignon, con sus primeros síntomas de alopecia pero la misma mirada rabiosa, alimentada por un triunfo arrollador en ese mismo Giro de Italia, muchos minutos por delante de sus rivales, como en los viejos tiempos.

Fignon era el patrón y Lemond el superviviente. En medio quedaba Delgado, el impredecible. El Tour llegó a los Pirineos: Induráin ganó en Cauterets y Fignon consiguió por fin el liderato a la siguiente etapa. Su consagración debía llegar en la cronoescalada de Orcierès-Merlette, previa a los Alpes, última semana ya de la carrera, momento en el que se esperaba que Lemond se echara por fin a un lado y cediera al gran campeón el cetro que él mismo dejara vacante cinco años antes.

No fue así. Ni mucho menos. Lemond no ganó la contrarreloj —lo hizo Steven Rooks— pero le sacó 47” a Fignon, derrumbado en la décima posición de una etapa que le venía como anillo al dedo, a casi dos minutos del ganador. Eso ya nos debería haber dado alguna pista, pero Lemond no tenía equipo, no era un escalador y nadie creía que tuviera fuelle para aguantar una semana más: en la mítica cima del Alpe D´Huez Delgado y Fignon dan lo que parece el tiro de gracia. Desaforados en su persecución a Theunisse, el hombre que hizo de esa montaña su religión, consiguen distanciar a Lemond en 1´19”.

A falta de dos etapas de montaña Fignon volvía a encabezar la clasificación con 26” sobre Lemond y menos de dos minutos sobre Delgado, que afilaba las garras pensando en la siguiente etapa con final en Villard de Lans, un nombre que al segoviano siempre le había sido propicio. En los bares nos agolpábamos para ver el estacazo español y nos llevamos un buen palo gabacho: Fignon dejó de rueda a todos sus rivales, ganó la etapa de amarillo, metió otros 24” a Lemond y 33” a Delgado quien, ahora sí y después de varias resurrecciones, decía adiós a su segundo Tour consecutivo.

¿Qué quedaba? Una etapilla de media montaña y una contrarreloj poco más larga que un prólogo. Fignon desbordaba superioridad. Camino de Aix Les Bains, Lejarreta, Delgado y Theunisse le intentaron poner en 
apuros pero fue imposible. Los cuatro mas Lemond llegaron juntos al sprint y se impuso el estadounidense en lo que muchos vieron un acto de justicia poética.

La última tarde tenía a París como escenario. La ciudad donde había nacido Fignon casi 29 años antes. La que le vería morir 21 años después. Era una tarde de rabia y cuentas pendientes: ¿Dónde estaban todos los que se habían olvidado de él ahora que iba a conseguir el doblete Giro-Tour? ¿Dónde estaban todos esos atrevidos que le habían dejado de rueda durante cinco dolorosísimos años? En su mente aún estaba a tiempo de igualar a Merckx, Anquetil e Hinault y llegar como mínimo a los cinco Tours. Aquello era un paseo glorioso, una tarde mágica para disfrutar.

Y en esas apareció Lemond con un manillar de triatleta y un casco aerodinámico como una imagen del futuro en tiempos de ruedas lenticulares y cabello al viento. Salió dos minutos después de Delgado y dos minutos antes de Fignon. La contrarreloj apenas tenía 25 kilómetros y la ventaja era de 50 segundos. Siendo el francés un consumado contrarrelojista aquello no tenía color. Recuerden que eran los tiempos en los que no había GPS ni referencias al minuto. Nosotros veíamos que sí, que ese Lemond iba rápido como el demonio. Era el débil, el outsider, el perdedor, el que sobrevivió a la muerte, el guapo rubio y sonriente que siempre tenía una palabra amable… era nuestra baza imposible.

Imposible porque Fignon iba a ganar el Tour. ¿Cómo podía no ganarlo? Algo atrancado de desarrollo pasaba por el Arco del Triunfo mientras las masas le jaleaban. Delgado llegó a meta, tranquilo, a su ritmo. A los pocos segundos llegó Lemond. Su tiempo era 33” inferior al de Thierry  Marie, un especialista en esas distancias. La media, rozando los 55 kilómetros por hora, suponía un nuevo record de velocidad en la historia de la carrera. Empezamos a mirarnos incrédulos: “¿Y si…?”

El tiempo fue pasando mientras los periodistas rodeaban a Lemond en la línea de meta incapaz de bajarse de su bicicleta revolucionaria, mirando atrás, al reloj que marcaba los segundos que le faltaban a Fignon para perder lo que ya había dado por ganado. Cuando afronta la recta final nos damos cuenta de que no lo va a conseguir. Todo depende de la cámara, de qué tiro de cámara nos esté ofreciendo la realización francesa. Fignon cabecea y tira de riñones y consigue acabar tercero la contrarreloj.

A 58” de Lemond.

8” más de lo que podía permitirse en su tarde de consagración y triunfo.

Aquello relanzó la carrera del estadounidense que aún se llevaría el Tour del año siguiente, también en una crono final contra Chiappucci, pero hundió por completo al francés. Uno no regresa de la nada al todo para quedarse en un punto medio. Tuvo sus victorias, sí, el Criterium Internacional de 1990 y una etapa del Tour en el 92, al borde de la retirada, cuando Gatorade le fichó para ayudar a Gianni Bugno en su misión imposible contra Induráin… pero nunca consiguió volver a lo más alto y, lo que es más triste,  nunca consiguió que le recordaran por sus hazañas de joven arrogante, sino por su fracaso impredecible aquella tarde de París donde muchos se empezaron a acostumbrar a oír el himno americano.

Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la serie "No pudo ser"

domingo, julio 24, 2011

Noruega, Amy Winehouse y Alberto Contador, es decir, el mundo real


La banalidad y la inmediatez del mundo actual hacen que uno tenga que hablar de cosas tan importantes uniéndolas todas en un mismo artículo para no abrumar: como si lo mismo fuera que un loco mate a casi 100 adolescentes, que una casi-estrella del rock acabe muriendo de sobredosis más o menos anunciada o que un tipo de Pinto pierda un Tour de Francia. Pero necesito al menos un par de párrafos para cada cosa y no quiero llenarles el Reader de entradas.

- Noruega.- La pregunta no debería ser si la locura existe sino si cada vez se hace más sofisticada y ante eso no tengo respuesta. Por supuesto, siempre habrá locos dispuestos a exterminar al enemigo. No volvamos al tema de las identidades, lo primero que impide discernir la locura es la propia identidad y mucho más la ajena. Para este hombre los socialistas debían morir. No es el único que lo piensa: basta con tener Twitter para echarse a temblar entre los que, metralleta en mano, acabarían con todos los socialistas de un tirón o los que acabarían con todos los fachas en cinco minutos, les sobraría una hora y veinticinco.

Locura y odio. El odio como gran tema de nuestra sociedad. No sé si siempre el odio ha sido un motor tan importante de nuestros actos y nuestros pensamientos. Es posible que sí pero no he vivido siempre. Incluso la ausencia de un odio radical, de barricadas, resulta sospechoso: véase la reacción de la prensa ante el 15-M. En España el debate se bifurca en si los muertos son de izquierdas o de derechas. Esto es muy español, español, español... No creo haber oído a ningún socialista decir que no le dolería la atrocidad de casi 100 adolescentes tiroteados a sangre fría si formaran parte de otro partido. Sí he oído a alguno decir que "le afectaba especialmente" y yo lo entiendo: si un tipo se plantara en un congreso de filósofos y matara a 100 universitarios solo por el hecho de ser filósofos, probablemente yo sentiría una empatía y un dolor aún más íntimo.

Y si entrara y matara a mi madre, una sola muerta, aún más. Demos el derecho a llorar y a lamentar y a sufrir y honremos a las víctimas antes de echarnos responsabilidades encima. De lo contrario, el odio crecerá y crecerá y nos acabará, a nosotros también, dominando.

- Amy Winehouse.- Sí, el talento estaba ahí, cualquiera que haya escuchado el "Back to Black" estará de acuerdo. No veo la relación entre el talento y las drogas. No necesariamente. La estética no es la vida: uno puede escribir canciones hermosísimas sobre el sufrimiento llevando una vida moderadamente feliz. Uno puede sentir la angustia de una voz quebrada sin que esa voz destile anfetaminas y coca. En cualquier caso, admito que Winehouse fue una cantante arrasada por el juicio estético de cada uno de sus actos. El odio, de nuevo. La burla y el odio: las infinitas portadas y vídeos en todo el mundo: "Mirad cómo va, se está cayendo", todas abundando en el punto de abusón de colegio a lo Simpsons "Ha-ha!"

Por lo demás, sacralizar o seguir burlándonos también en la muerte no sirve para nada. Winehouse era un icono pop por mucho más que su música, está claro. El disco de Eliza Doolittle es mejor que el de Winehouse pero a nadie le interesa Doolittle porque no da portadas. Pediría un tiempo de duelo. El duelo es importante. Winehouse ha muerto, autodestruida, y no es el momento de ir echándole la bronca a pie de tumba. Valoraciones, con el tiempo.

- Alberto Contador.- Su último ataque al pie de L´Alpe d´Huez. Un ataque que él mismo sabía que no iba a ningún lado. Ese darse la vuelta cada minuto, ansioso, como si se estuviera dando cuenta de que al ritmo que iba era imposible abrir hueco. La figura de Contador bajo la óptica hispana: "No gana siempre, es un fracasado". Contador ganó 3 Tours, 2 Giros y 1 Vuelta de manera consecutiva. Se planta en el Tour después de un Giro agotador, sin preparación física ni mental, con un equipo de broma -el equipo que él quiso, ojo, cuando estuvo en un equipo serio, el Astaná de Armstrong, se pasó el día rajando, como resultado todos sus compañeros se fueron a otro equipo- y tres caídas muy importantes en los primeros diez días. Aun así, coquetea con el triunfo. Acaba quinto a menos de cuatro minutos del campeón.

Valorar las derrotas es importante. Asumirlas. Nadie va a ganar siempre, tengan eso en cuenta cuando escojan un ídolo porque si no daría la sensación, y aquí se cierra el círculo del artículo, de que uno escoge un ídolo para poder acabar odiándolo.

Festival Low Cost III. Allí donde solíamos gritar



Lo que queda de mí a las dos de la madrugada, la última visión de mí bajando por la cuesta que lleva a la salida del recinto, es la de un hombre vencido y agotado, con sus cascos azules puestos revisitando el "1999" de Love of Lesbian, cara avejentada y un torpe caminar que anuncia la caída. Es la visión que se espera de cualquiera que ataca en el primer puerto y cuando llega el último vuelve a atacar desde la base de la montaña sin importarle si le van a coger o no, si alguien le espera o no en el pódium.

El primer puerto: Maga, a las 19:30, en el escenario Low Cost, el segundo en importancia. Un concierto algo monótono, he de decir. Siempre me ha gustado el grupo pero no observé demasiada variedad en sus composiciones, como si todas tuvieran un fatigoso aire de familia. El segundo, más corto, casi de enlace, Sexy Sadie en el Budweiser, el escenario que queda dentro del estadio de fútbol, es decir, EL ESCENARIO. Sexy Sadie es uno de esos grupos que han pasado por mi vida sin dejar huella alguna: no tengo opinión formada sobre ellos pese a empezar a tocar en mi adolescencia, separarse y reunirse varias veces y volver de gira ya al filo de mi juventud.

Me gustaron. Me hubieran gustado de cualquier manera pero toda banda que haga una versión de los Pixies y más aún una versión tan bizarra como el "Bird dream of the Olympus Mons" tiene comentario positivo automático en este blog.

Lo que nos lleva al tercer puerto: Cosmonauta en el LowCost. Poca gente al principio, muy poca. Un estilo atractivo, difícil de catalogar, con un aire a Nudozurdo en la complejidad y contundencia de algunas de sus canciones pero a la vez puntos parecidos con Standstill. No sé, uno no escucha por primera vez una banda y saca un registro de todas sus influencias, eso es absurdo: hablo de sensaciones sueltas durante el concierto, poco más. Entre los pocos asistentes, que fueron aumentando conforme acababa Sexy Sadie y disminuyendo conforme se acercaba la hora de Mando Diao, mi amigo del instituto José Villota, amigo, por supuesto, de Nacho, el guitarrista del grupo, insigne fan del Barcelona y que compartió banda durante años con el propio Jose y mi hermano Simón.

Junto a Jose, la bellísima Cristina Teva, con su serenidad habitual y unas cuantas sonrisas prodigiosas. Mis únicas palabras con ella, torpes, tartamudas: "La han encontrado en su casa, creen que es sobredosis". Imaginen ahora la pregunta.

Es curioso que la matanza de Noruega y la muerte de Amy Winehouse hayan pasado tan de puntillas por el festival. Lo de Noruega es una atrocidad histórica y conmovedora, pero hasta el concierto de Mando Diao, 30 horas después de lo sucedido, no oí la primera referencia a los muertos desde el escenario. No digo que no la hubiera, ojo, seguro que la hubo, yo no pude estar en todos lados. Digo que uno podría haber vivido ahí dentro 48 horas y no haberse enterado de nada. De Amy Winehouse, ni un párrafo. La muerte de Winehouse probablemente no sea un drama social pero sin duda es algo impactante en el mundo de la música.

En fin, me adelanto. Cuarta montaña, primera categoría: Mando Diao. Y Mando Diao no sale a contemporizar sino con todo el equipo tirando desde el primer kilómetro: apertura con pieza de piano y entrada de violines para dar uno de los conciertos más movidos del Festival. En términos musicales, probablemente el mejor, aunque uno de los dos cantantes si no iba hasta arriba de todo lo parecía, y no veo la necesidad de parecer que vas hasta arriba de todo, es una pose que en ocasiones me irrita.

Hablamos de Mando Diao, no de Pete Doherty.

Por lo demás, la elegancia pop habitual con muestras de contundencia que terminan con "Gloria", salida y entrada -la primera vez que lo veo también: el clásico del bis, no sé por qué, se pierde en los festivales- para dedicar una canción a los chicos muertos en Noruega con tímido aplauso, como si la gente no se enterara bien de lo que están diciendo -aquí, en Benidorm, a diferencia de sus vecinos del norte, el 90% del público es totalmente español, así se entiende la cantidad de grupos españoles del cartel y lo bien que funcionaron sus conciertos- o no se enterara bien de qué demonios había pasado en Noruega, un país, por lo demás, que siempre nos ha tocado muy de lejos.

El final es un demarraje escandaloso: siete minutos o más de "Dance with somebody": desde la intro suave, casi acústica, hasta un cierre rozando el rave, los cantantes ya sin camiseta, bajando a abrazarse con el público, un literal baño de masas. Cuando todo acaba, los once o doce componentes de la banda, violinistas incluidos, juntan las manos y saludan. La ovación es cerrada, unánime.

Quedan apenas treinta minutos para que empiece Love of Lesbian. Desde primera hora abundan las camisetas negras de John Boy incluso las pintadas en escotes y frentes. Love of Lesbian es un fenómeno social, creo que no me equivoco si digo que el suyo fue el concierto con más público y más entrega del fin de semana. Competiría en ese aspecto con Vetusta Morla. Santi Balmes y los suyos empiezan con las canciones más votadas en su página de Internet, entre las que se incluyen, cómo no, por si alguien aún duerme, "Incendios de nieve y calor", "Noches reversibles" y la joya de corona, reservada para el principio, "Club de fans de John Boy".

Me cuesta mucho ser objetivo con Love of Lesbian porque me sé todas sus canciones y me acompañan de una manera demasiado íntima. Desde la melancolía a la gamberrada, tengo una afinidad enorme con sus canciones y eso a veces es doloroso. Pongamos como ejemplo, "Allí donde solíamos gritar", una canción que vino al mundo solo para joderme a mí la vida y recordar que "vertical y transversal, soy grito y soy cristal, justo el punto medio, el que tanto odiabas cuando tú me repetías que te hundirá y me hundirá y solamente el grito nos servirá, decías es fácil y solías empezar". Yo me enamoré de la chica del vídeo solo viendo cómo la miraba el chico. Ese chico nunca fui yo pero siempre quise serlo: ser el hombre raptado por una pasión incontrolada. Estoy escribiendo una novela sobre un hombre raptado por una pasión incontrolada y llena de desesperación, así que entiendan que es complicado pasar por todo esto sin que te roce, mucho más cuando no tienes con quién compartirlo.

De la parte más épica, Balmes pasa a la más gamberra: "Miau", "El hectoplasta", "Algunas plantas" o "Cómo me amo". Probablemente sean canciones menores, pero funcionan como tiros. Balmes también habla de Noruega y también pide un recuerdo y no entra y sale sino que dice "esta es la última dos veces" y no recuerdo exactamente qué canción es, pero sí recuerdo que se quita la camiseta y dice "Como veis, yo no soy el de Mando Diao", lo cual tampoco es del todo cierto: el 50% de los descamisados de Mando Diao estaba tan fondón como usted o como yo, a ver si es que ahora todos los suecos van a ser unos cyborgs musculados, y recuerdo la enorme ovación del final, solo comparable a la de hora y media antes, los chicos y chicas de las camisetas, todos los raros que fuimos al concierto, desperdigados y agotados.

Llega un ligero descenso en el que conviene alimentarse y beber algo de agua. La etapa reina está acabando. En el segundo escenario, Standstill acaba su concierto, llego justo a las cuatro últimas canciones, entre ellas la maravillosa e hipnótica "¿Por qué me llamas a estas horas?" -ver vídeo más arriba- pero no parecen a gusto en su papel de pequeña cota  puntuable, repecho al final del camino, terreno de zombis alelados que mueven sus cabezas porque no queda más remedio o bien se tiran en el suelo y tuitean incoherencias.

Y después de Standstill y un nuevo avituallamiento para ver a un grupo que hace una versión preciosa del "Starman" de David Bowie, ya saben, los 10-15 minutos que culminan la etapa y la carrera hasta llegar a la habitación 904 de un hotel al que espero no volver nunca, no por nada personal sino porque representa todo lo que odio: los bañadores, el olor a crema solar, los niños corriendo y gritando, los padres y abuelos con cara de vacaciones, de esa exigencia terrible de tener que disfrutar de tus vacaciones rodeado de flotadores y colchonetas en una ciudad que, en rigor, no existe.

sábado, julio 23, 2011

Festival Low Cost II. This too shall pass



Yo me he cruzado medio país en horizontal por diversas razones pero la principal era sin duda escuchar en directo el "This too shall pass" de OK Go! Algunos lo pueden considerar una excentricidad pero créanme: tengo mis motivos.

Viernes por todo lo alto en Benidorm: mañana de paseos y familias con caras enrojecidas, tarde entrevistando a Guille Galván de Vetusta Morla y taxi express al recinto para poder llegar a tiempo al concierto de Sidonie, sin éxito alguno: el estadio del equipo local medio vacío, riadas de gente corriendo de un escenario a otro, sitio fresco en la hierba -calor intensísimo por el día, algo de viento frío por la noche- para hacer tiempo mientras Jorge Marazu se hace de rogar, primeros focazos que apuntan a que algo grande va a pasar y carrera a las primeras filas para ver a los estadounidenses, cada uno vestido de un color, como en sus vídeos, hacer el típico "Buenas noches, España".

El concierto es increíble: la tercera canción ya es el "A million ways" y un grupo de cuatro espontáneos suben al escenario a hacer la coreografía perfecta, movimiento a movimiento, y la gente ruge, salta, bota... Todos los que no están en ese momento viendo a Delafé en el segundo escenario, un error como otro cualquiera, pero un error grave, en cualquier caso. En un momento dado, el cantante se baja del escenario. No digo que se baje a la zona de fotógrafos y seguridad, digo que se mete entre el público, unas diez o doce filas, y rodeado de cientos de personas se pone a cantar lo que él llama una canción "hippie". Después se sube, como si nada, como si fuera lo más normal del mundo y el concierto sigue.

Sinceramente, todo habría merecido la pena sin final feliz, es decir, sin ese momento en el que nos avisa de que tenemos que cantar bien, mejor que en Barcelona o en Francia, la última canción, y que, en concreto, la parte que nos toca tararear al unísono dice: "Let it go... This too shall pass". La chica rubia, preciosa, de mi izquierda me mira como se miraría a un loco, pero es que yo en ese momento soy un loco y boto poseído y me regodeo en el "You can´t keep getting it let you down, you can´t keep getting it let you down" mientras los demás avisan: "When the morning comes" y es un momento precioso, justo lo que venía buscando y ya el resto de la noche cambia, no hay expectativas, solo disfrutar de Vetusta Morla, darle un abrazo enorme a Jorgito Marazu, que aparece con unos amigos, sonriente y cariñoso, como siempre es él.

Y el concierto de Vetusta no es como el de OK Go!: todo el mundo está aquí, estadio lleno hasta arriba, solo conseguimos un lugar a unos 20 metros y ladeados para escuchar uno de los mejores comienzos de concierto que hay ahora mismo en este país: "Los días raros" a doble teclado y guitarra y la voz de Pucho acariciando: "Aún quedan vicios por perfeccionar en los días raros". El resto del concierto es sublime, como siempre, aunque el segundo disco me guste menos que el primero y "Maldita dulzura" me resulte una cursilada y "Autocrítica" -probablemente su mejor canción- haya pasado a mejor vida.

Derrochamos sudor y las chicas se quitan las camisetas y se quedan en sujetador. Gritamos "Hay tanto idiota ahí fuera", no solo por Oslo sino sobre todo, como todo lo que hacemos estos días, por nosotros y nuestra pequeña Puerta del Sol que se convirtió en la portada de todos los periódicos aquella semana de mayo. Nos regodeamos en el "Valiente" y en el "Un día en el mundo", tarareamos durante minutos nuestra parte del "Saharabbey Road" aunque no sea el final del concierto y Pucho se vuelve loco golpeando el tambor metálico mientras el Indio maltrata la batería y los focos disparan en medio de "La cuadratura del círculo".

Saber que no os puedo aniquilar no es suficiente para firmar la paz...

Así que llega el final del concierto y uno no sabe qué hacer. Nos quedamos tumbados en la hierba, unos se meten a ver a Mika, luego Cut Copy, quizás incluso Crystal Castles pero yo prefiero hacerle caso a mi cuerpo y no sentirme culpable por rendirme. Rendirse siempre es una opción, en ocasiones, la más sensata... y ahí voy yo, mis vicios por perfeccionar en los días raros, de vuelta al Hotel Cabana y su colección de ascensores que suben y bajan 11 plantas, un chico conectándose a Internet en el salón en medio del silencio de la noche familiar, previo de otra mañana de playa y piscina.

viernes, julio 22, 2011

Festival Low Cost I. Con luces de neón



Dicen que el infierno en realidad es un estado mental, una sensación angustiosa y terrible, dolorosa incluso, que te acompaña durante toda la eternidad si te has portado suficientemente mal. Y toda la eternidad puede ser mucho tiempo. Si se les hace larga una etapa del Tour de las de escapada y sprint final, imagínense la que nos pueden armar Dios y San Pedro como nos despistemos.

Ahora bien, de ser un lugar, yo imagino mi infierno como algo parecido a Benidorm: el chico de barba y vaqueros, quemado inmediatamente por el sol, paseando por su hotel lleno de niños y familias corriendo en bañador con sus colchonetas y asediando los ascensores de subida y bajada. Una ciudad volcada hacia la playa y el verano, cuando justamente yo, lo expliqué hace bien poco, odio el verano y la playa.

Sí, Benicassim era muy parecido, pero yo en Benicassim iba con las hermanas Schleck, aquí he venido sin equipo y a la primera cuesta me entran los nervios.

Benidorm me recibe con sus rascacielos enormes y un mar agradable. Desde la terraza de la habitación se ve un escenario muy común, muy Mediterráneo. La habitación es más o menos grande para ser individual  y tiene televisión, que no en todos lados lo aseguraban. Las primeras horas son una contrarreloj de papeleos y solo cuando ya he conseguido la pulsera azul de Prensa me puedo relajar y descansar un poco, los pies encima de la mesa, el libro de Coradino Vega como compañero.

Decido pasarme por el Festival a eso de las 9, justo para pillar a Eli "Paperboy" Reed, una auténtica maravilla de entrega y de soul. Compararle a James Brown sería muy fácil pero yo me quedaría en ocasiones con la mejor Janis Joplin, blanca como él. De Reed paso a Stay, que están en el escenario que queda más cerca de la zona de prensa, una zona de prensa muy reducida pero donde al menos hay bebidas gratis. Las comidas se incluyen en el precio del hotel.

Hago tiempo tumbado en el suelo hasta que salen The Pains of Being Pure at Heart. Estar solo a veces es un coñazo. No es que me maneje mal en esas circunstancias pero alguien al lado siempre ayuda a distraerte y a compartir impresiones. Su concierto es correcto, como siempre. Sin exhibiciones, con un punto soso y de poca comunicación con el público. Acaban tan pronto que me da tiempo a ver a Vinila Von Bismarck en el escenario B. Nunca la había visto antes: no me sorprende, ni en lo bueno ni en lo malo. Una presencia arrolladora mucho "rocanrol" con acento de Louisiana, muchas poses de chica guerrera... y una música aceptable, sin más, quizás oscurecida por los propios artificios estéticos.

En esas llegamos a Lori Meyers. Yo sé que es el último concierto de la noche. Mi último concierto, quiero decir. No voy a aguantar a Fangoria ni a Supersubmarina porque estoy cansado, algo dolorido y quedan las dos etapas reinas por delante. Hoy, OK Go y Vetusta Morla. Mañana, Love of Lesbian y Mando Diao. Entre otras.

Me resulta difícil catalogar a Lori Meyers. Casi todo lo hacen con una corrección pop impecable, con un estilo casi parecido a Los Brincos. Sin defraudar, no consigo enchufarme en ningún momento hasta que de repente llegan "Luces de Neón", "Alta fidelidad" o "Mi mundo es mi realidad" y se ve que, en determinados instantes, pueden ser geniales. Hay un abismo entre esas tres canciones, su potencia, su energía, sus ritmos... y las demás canciones, de notable bajo o aprobado alto.

A la una y algo me voy para el hotel, que se ve directamente desde la Ciudad Deportiva. Son 15 minutos de paseo, no más. Nada que ver con el FIB en ese sentido. Hoy debería ser un gran día, la preparación de este mes ha estado encaminada a poder rendir al cien por cien esta noche y mañana. Veremos qué pasa, ya se lo iré contando.

jueves, julio 21, 2011

La carrera meteórica de Jean Van de Velde



Decir que en 1999 Jean Van de Velde era un desconocido probablemente tenga algo de eufemismo. A sus 33 años y después de 10 temporadas en el Circuito Europeo, el francés se planta en el tee del hoyo uno del campo de Carnoustie para abrir su participación en el Open Británico con solo tres grandes disputados a sus espaldas, los tres en Gran Bretaña, sin superar en ningún caso el 34º lugar.

Carnoustie, durante aquellos cuatro días, parece cualquier cosa menos un campo de golf. Envuelto en una tremenda tormenta de viento y agua, todos los favoritos van cayendo poco a poco aburridos de pelearse contra los roughs, los bunkers y unos greens incontrolables. Woods, Duval, García… todos empiezan a sumar bogeys, doble bogeys y resfriados sin solución de continuidad. Nadie consigue batir al campo, ni acercarse: Van de Velde, cómodo líder desde la primera jornada, llega al último hoyo con un contundente +3.

Lo que en cualquier otro torneo le habría condenado a un puesto intrascendente fuera de los diez o quince primeros, aquí le da una ventaja de tres golpes sobre el segundo.

Un doble bogey, por tanto, le basta para la victoria en el 18. Un mísero doble bogey. En ese momento, algo dentro de su cabeza le dice que uno no pasa de ser un Don Nadie a ganar un Grand Slam del primer hoyo al último haciendo un doble bogey, así que el francés sale a lo grande con su drive imperial en vez de un palo más conservador. El golpe se va a la izquierda, muy lejos pero en el rough, a pocos metros de un riachuelo. Van de Velde mira al público, hace un gesto que parece decir: “Bueno, no puedo hacerlo todo perfecto” y el público, entregado, le ríe la gracia.

El segundo golpe no es tan divertido: en lugar de devolver la pelota a la calle y desde ahí, tranquilamente, acercarla al green y disponer de hasta tres putts para ganar el torneo, Van de Velde sigue en su búsqueda de la gloria. Con su aire elegante, determinado, napoleónico decide tirar directamente a por bandera: la bola sale incontrolada, golpea las gradas y se queda en el rough profundo. El jugador suspira. La tensión empieza a marcarse en su rostro pero hace como si nada, como si lo tuviese todo bajo control.

El problema es que a estas alturas Van de Velde no tiene ni puñetera idea de qué demonios está haciendo: en medio de una gran ovación el francés se coloca para dar su tercer golpe, un chip relativamente sencillo a green. La bola sale muerta del palo y apenas avanza unos metros, los justos para caer a una ría.

Repasemos un instante: a este hombre le bastaba con hacer seis golpes en un par 4 para ganar un torneo con el que probablemente no habría ni soñado a lo largo de su carrera. De repente se encuentra con que ya ha dado tres… y su bola está en el agua. Van de Velde entra en pánico. Empieza en su cerebro una cuenta atrás frenética: ¿cuántos golpes le quedan para ganar el torneo? Tres. Si consigue meter la pelota en el hoyo después del tercer golpe, la copa será suya. Las cámaras enfocan a su mujer, entre el público: tiene las manos en la cara y una sonrisa congelada en la boca.

Jean se acerca muy seguro a la ría y echa un vistazo. Puede dropar, con lo que perdería un golpe más y solo tendría dos de margen para la victoria, o puede jugarla desde la propia ría y confirmar a todo el mundo que ha perdido completamente el juicio. Se sienta en el borde, se quita los zapatos y los calcetines, se arremanga los pantalones como un percebeiro y baja al riachuelo para tomar la decisión. Si lo que quería era pasar a la Historia, desde luego lo está consiguiendo: esa imagen dará la vuelta al mundo.

Todos le miran como a un loco. Van de Velde, en ese momento, es un loco: mira la bola varias veces, mira la bandera, luego la bola otra vez y al final decide agacharse, recogerla resignado y tirársela con la mano al caddie. Dropará. Su mujer respira aliviada.

Al salir de la ría, se seca con una toalla los pies y las piernas, vuelve a bajarse el pantalón, ponerse las zapatillas con clavos e intenta parecer un jugador de golf. No lo consigue: el quinto golpe es elegante y balanceado, la gente incluso grita y aplaude en cuanto la bola sale despedida… para acabar con un sonoro “oh” al ver que aterriza en un bunker a la entrada de green. Van de Velde empieza a parecer Odiseo tratando de volver a Ítaca y encontrándose todos los obstáculos posibles en el camino. Obviamente, a estas alturas, él ya sabe que no va a ganar el torneo. No en ese hoyo, al menos. Necesita sacar la bola del bunker y meter el putt para forzar un desempate con Justin Leonard y Paul Lawrie.

De repente, se encuentra con que no tiene nada que perder y, liberado, consigue su objetivo: un wedge que deja la bola a unos dos metros de la bandera y un putt firme que le lleva al play-off.

Uno se pregunta a veces para qué sirve una victoria. A menudo, es una cuestión de fama o reconocimiento más que otra cosa. “Nadie se acuerda del segundo”, reza uno de los dichos más populares en el mundo del deporte. Van de Velde no acabó segundo ese torneo. Acabó tercero. No volvió a acercarse a la cima en toda su carrera y solo ganó un título más, menor, en 2003.

Eso sí, consiguió luchar contra las convenciones y ganar. Eso no es tan fácil. Cuando alguien recuerda aquel Open Británico de 1999, el primer nombre que le viene a la cabeza es el del tercer clasificado; la primera imagen, la de un loco con bombachos mirando su pelota como si le implorara “levántate y anda”. Van de Velde pudo ser cualquier otro hombre y llevar cualquier otra carrera. Podría haber sido Paul Lawrie, por ejemplo, ganador de aquel torneo y sumergido después en la mediocridad. Podría ser uno más de los muchos “elegidos por un día” o incluso podría haber marcado con esa victoria el inicio de una meteórica carrera ya superada la treintena.

De haber elegido, no seamos idiotas, hubiera preferido la victoria con o sin olvido. Seguro que si le preguntas cien veces, las cien te dirá que sí… pero cuando tuvo que tomar el palo optó por la Historia. De una manera absurda, ni siquiera romántica sino probablemente egomaníaca, francesa al fin y al cabo, decidió enfrentarse a los molinos y ponerlos en su sitio. Nadie en su sano juicio dirá “el destino le debe un Grand Slam a Van de Velde”. Lo que le ha dado el destino es mucho más que una copa con su nombre grabado: es la eternidad. Trágica y cómica. ¿Quién puede aspirar a tanto un fin de semana lluvioso en un rincón de Escocia?


Artículo publicado en la revista Jot Down dentro de la sección "No pudo ser"

4 Non Blondes



Mi primera gran depresión la pasé con 16 años. Una de esas crisis adolescentes de sofá y techo y autocompasión prolongada durante un verano difícil, porque a mí los veranos siempre se me han dado especialmente mal. El verano de 1993, por varias razones, se hizo duro: mes de agosto en Santander estudiando matemáticas, adaptación confusa a nuevo grupo de amigos y el clásico enamoramiento imposible que solo sirvió para ver a la musa caer en manos de otro tipo mucho más prosaico que yo.

Así me encontró septiembre: languideciendo, esperando aún el principio de 3º BUP -los comienzos de curso por entonces no llegaban nunca, iba entrando octubre y te daba el Puente del Pilar y lo más que habían hecho los profesores era presentarse- cuando un amigo me invitó a ir a las fiestas de San Mateo, en Cuenca. Aquello no tenía una gran pinta, recuerden que yo soy todo menos un juerguista y las celebraciones las tomo con ciertas reservas, como si para divertirme antes tuviera que estar seguro de que no mira nadie.

Mi amigo y yo pasamos una semana entera allí. Los mejores días por supuesto, fueron los anteriores al mogollón porque los días de entre semana siempre tienen ese encanto especial que solo los tristes reconocemos al instante. Cenábamos algo de pasta, bajábamos al bar a jugar al futbolín y poníamos unos vídeos en la Juke Box. A mí me gustaba poner "Numb", de U2; a él le gustaba ver "What´s up?" de 4 Non Blondes.

Era uno de esos grupos "one-hit wonders", capaces de hacer una canción que llegue hasta una Juke Box de Cuenca para luego desaparecer por completo. La estética era hippie más que grunge aunque por entonces lo confundíamos todo, el vídeo era otoñal y no llamaba la atención a gritos. Me gustaba. Estoy casi seguro que ese fue el año del "Informer" de Snow y el "Two Princes" de Spin Doctors, un verano antes de los Crash Test Dummies y su inquietante "Mmm Mmm Mmm".

El caso es que el fin de semana acabó llegando porque esas cosas son imposibles de frenar y con el fin de semana llegaron los amigos y la novia de mi compañero de clase. Eso me dejaba en una incómoda posición de Yoko Ono, viendo todo desde una distancia celosa, reclamando mi propia cuota de protagonismo. El miedo al desastre fue mucho mayor que el desastre en sí. De hecho, el desastre nunca tuvo lugar, todo lo contrario: fueron los típicos días de adolescencia mágica en los que todo pasa a una velocidad que desconoces: las noches, el vino, las chicas, las vaquillas, las camisetas firmadas, las peñas con nombres previsibles... todo eso a mis 16 años era un mundo nuevo. Yo, el urbanita, lo más cerca que había estado de una fiesta patronal eran los puestecitos que en otoño ponían en el Parque de Berlín.

Mi recuerdo de aquellos días es el de la despedida. El lamentable último día en el que todo se ve desde una misma dimensión, como si hubiera sucedido a la vez y la cabeza no supiera controlar tantas emociones juntas. España jugaba en Irlanda y ganó 1-3, fue el paso necesario para jugarse la clasificación para el Mundial contra Dinamarca. Habíamos comido pasta con tomate -solo sabíamos hacer pasta con tomate- y yo me asomaba a la terraza con el walkman puesto, tarareando "London Calling" de los Clash y pensando que esa llamada podía ser mi llamada, algo así como un despertador, y que mi ciudad obviamente no podía ser Londres porque me pillaba lejísimos, pero sí podía ser Cuenca, aunque de hecho no lo fue: solo volví una vez, en Semana Santa. Vimos procesiones y fantaseamos con escribir cartas desde el futuro. Eso fue todo. En comparación, prácticamente se puede decir que no fue nada.

miércoles, julio 20, 2011

Rose of Sharon


En la foto, Rosa y yo apretamos las caras y sonreímos. Es la típica que uno se hace borracho, a altas horas de la madrugada, probablemente en un bar de Barcelona, momento carismático en el que alguno de los dos decide alargar la mano con la cámara y utilizarla de espejo. Es una foto de las de antes: nada que se pueda guardar en un ordenador y meter en cualquier momento en una papelera de reciclaje.

No. La foto me acompaña en cada mudanza, metida entre un montón de cartas y recuerdos de un tipo que en algún momento fui yo.

En la parte de atrás hay una dedicatoria. Una dedicatoria de Rosa, probablemente del día que me fui de Solmeliá. Tiene sentido. Ella volvió de Barcelona un domingo y yo lo hice un martes, en los dos días de en medio le dio tiempo a revelar todo el carrete, sacar la foto, escribir algo bonito que no recuerdo –y no voy a levantarme ahora para comprobar cuáles eran exactamente las palabras porque la exactitud no juega ningún papel en todo esto- y darme a mí la copia, sin saber a ciencia cierta si ella se quedó con el original.

Sin saber, por tanto, si yo también la acompaño en sus mudanzas como ella me acompaña en las mías.

En esa foto yo tengo 25 años aún. Ella ha cumplido 26 pero pocos días antes. En mi cara ya hay un rastro de nostalgia de lo que vendría luego, de los años vacíos, la distancia. Había en mi relación con Rosa el pacto que siempre hay en mi relación con cualquier mujer: si no vas a dejar que te cuide, entonces, por favor, cuídame tú a mí. Rosa me cuidaba a pesar de todos mis empeños por emanciparme, era las cuerdas que ataban a Ulises al palo del barco. Me colocaba bien la ropa por las mañanas y me deseaba un buen día en el colegio.

Rosa era entrañable. Permitía aquello con lo que un obsesivo desconfiado siempre sueña: la rendición. Uno podía rendirse perfectamente ante Rosa y saber que no iba a aprovechar el momento para lanzar un contraataque. Si algo he echado de menos todos estos años –no solo de Rosa, pero también- es esa confianza en el tiempo, esa complicidad del que te ha visto desnudo así que no necesitas ir tapándote cada parte del cuerpo con infinitas manos. La comodidad. Yo echaba de menos la comodidad de Rosa como he echado de menos la comodidad de tanta otra gente que se ha acabado cansando de cuidar o ser cuidada.

La foto recoge un instante que cambió la vida de los dos. Nueve años después, en una Terraza de Santa Ana, los dos lo admitimos. Ella no recuerda la foto y yo no recuerdo las palabras, pero de alguna manera estamos de acuerdo en que sí, yo necesitaba que me cuidaran mucho, y ella también, y los dos teníamos la esperanza de que así, al menos, uno de los dos acabaría saliendo a flote.

Yo siempre estuve convencido de que acabaría siendo ella. El tiempo se ha limitado a darme la razón.