viernes, abril 22, 2011

Martín (Hache)


El cine argentino y su fascinante estética del perdedor, de sueños rotos, de represión de los instintos nobles, de falta de pertenencia, de lágrima fácil, de mate y charla amistosa, de reconocimiento entre iguales, de resistencia pasiva -generalmente pasiva, el cine argentino es más bien pasivo, pero a veces...-, de melodrama, de psicodrama, incluso, más o menos barato. Sus libreros, sus carreras bajo la lluvia, sus frases lapidarias, su nostalgia de lo que no pasó nunca, su farfullar... Que Ricardo Darín, un actor al que es imposible hacerle vocalizar, simbolice en la actualidad el cine argentino lo dice todo: las palabras se arrastran cansadas, entre dientes, se desajustan al tocar la realidad...

Ahora es Campanella, un tipo al menos romántico, pero antes era sobre todo Aristaráin, un hombre más contundente, en pareja con Federico Luppi, la contundencia personificada. La estética era la misma pero más agresiva, sin farfulleos más que en las noches de borrachera. El cine argentino y sus borracheras, se me olvidó mencionarlo. Repasen los adjetivos: ¿qué separa el cine argentino de la adolescencia? Nada. Absolutamente nada. Autocomplacencia y autocompasión. Vi "Un lugar en el mundo" a los 16 años y obviamente me encantó. Hasta las trancas.

¡Ah, la lucha contra la injusticia!

En España, resumiendo de manera un poco grotesca, los dos grandes éxitos fueron "Martín (Hache)" y "El hijo de la novia". Cada uno en lo suyo, pero con los anteriores puntos en común: amistad traicionada, amistad incondicional, nosotros frente a ellos, psicodrama de grupo, un largo etcétera. "Martín (Hache)" me gustó más aún que "Un lugar en el mundo", un poco menos que "El lado oscuro del corazón", que, sí, era más pedante, pero al menos también era más cínica y divertida y dejaba a la poesía en su lugar natural, esto es, los burdeles.

"Martín (Hache)" contaba con un reparto sensacional. Federico Luppi, de nuevo, y Juan Diego Botto, línea dura, haciendo de padre e hijo con una relación muy complicada. Luppi se niega a aceptar el futuro, el relevo, y Botto se pierde en la aceptación del padre dentro de una cadena de autodestrucción. Hasta aquí, todo Freud, pero efectivo. En medio quedaban Eusebio Poncela, de vuelta al cine después de un propio infierno personal, en el papel del "amigo-excéntrico-incomprendido-al-que-no-hay-que-traicionar-nunca-porque-la-amistad-y-los-valores-están-por-encima-de-todo-especialmente-del-dinero" y la excelente Cecilia Roth haciendo de La Maga, versión cocainómana: tonta, pero de buen corazón; maltratada, pero dispuesta a morir por la inteligencia de su amado.

En mi imaginario cultural argentino solo caben dos mujeres cabales: Matilde Urbach y Talita Traveler. Obviamente, esta distinción también es grosera y revisable.

La combinación funcionaba. No me atrevería a verla quince años después y por lo que estoy comentando no da la sensación de que si la viera me fuera a gustar. No crean, yo hablo mucho y luego pedaleo muy poco, es decir, estoy poniendo a parir una película que me encantó y que es probable que me volviera a encantar porque uno es un cabrón pero un cabrón con sentimientos, che. Y una película que deja una frase para la posteridad cada tres minutos es una película que te agota o te enamora. Yo tiendo a lo segundo, al fin y al cabo sigo siendo -como Aristaráin, como Campanella, como Darín, como Luppi...- un adolescente.